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CIEN AÑOS DE SOLEDAD

009566 de Abril de 2015

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Cien años de soledad

Gabriel García Márquez

el acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio Buendía puso entonces

una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con Pietro Crespi. Úrsula llevaría a

Amaranta en un viaje a la capital de la provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con

gente distinta la aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto como se enteró del

acuerdo, y escribió a su novio una carta jubilosa que sometió a la aprobación de sus padres y

puso al correo sin servirse de intermediarios. Amaranta fingió aceptar la decisión y poco a poco

se restableció de las calenturas, pero se prometió a sí misma que Rebeca se casaría solamente

pasando por encima de su cadáver.

El sábado siguiente, José Arcadio Buendía se puso el traje de paño oscuro, el cuello de

celuloide y las botas de gamuza que había estrenado la noche de la fiesta, y fue a pedir la mano

de Remedios Moscote. El corregidor y su esposa lo recibieron al mismo tiempo complacidos y

conturbados, porque ignoraban el propósito de la visita imprevista, y luego creyeron que él había

confundido el nombre de la pretendida. Para disipar el error, la madre despertó a Remedios y la

llevó en brazos a la sala, todavía atarantada de sueño. Le preguntaron si en verdad estaba

decidida a casarse, y ella contestó lloriqueando que solamente quería que la dejaran dormir. José

Arcadio Buendía, comprendiendo el desconcierto de los Moscote, fue a aclarar las cosas con

Aureliano. Cuando regresó, los esposos Moscote se habían vestido con ropa formal, habían

cambiado la posición de los muebles y puesto flores nuevas en los floreros, y lo esperaban en

compañía de sus hijas mayores. Agobiado por la ingratitud de la ocasión y por la molestia del

cuello duro, José Arcadio Buendía confirmó que, en efecto, Remedios era la elegida. «Esto no

tiene sentido -dijo consternado don Apolinar Moscote-. Tenemos seis hijas más, todas solteras y

en edad de merecer, que estarían encantadas de ser esposas dignísimas de caballeros serios y

trabajadores como su hijo, y Aurelito pone sus ojos precisamente en la única que todavía se arma

en la cama.» Su esposa, una mujer bien conservada, de párpados y ademanes afligidos, le

reprochó su incorrección. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas, habían aceptado com-

placidos la decisión de Aureliano. Sólo que la señora de Moscote suplicaba el favor de hablar a

solas con Úrsula. Intrigada, protestando de que la enredaran en asuntos de hombres, pero en

realidad intimidada por la emoción, Úrsula fue a visitarla al día siguiente. Media hora después

regresó con la noticia de que Remedios era impúber. Aureliano no lo consideró como un tropiezo

grave. Había esperado tanto, que podía esperar cuanto fuera necesario, hasta que la novia

estuviera en edad de concebir.

La armonía recobrada sólo fue interrumpida por la muerte de Melquíades. Aunque era un

acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos meses después de su regreso se

había operado en él un proceso de envejecimiento tan apresurado y critico, que pronto se le tuvo

por uno de esos bisabuelos inútiles que deambulan como sombras por los dormitorios,

arrastrando los pies, recordando mejores tiempos en voz al

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