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Carta Atenagorica

miiika3 de Septiembre de 2014

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CARTA ATENAGÓRICA

Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz, religiosa del convento

de San Jerónimo de la ciudad de Méjico, en que hace juicio de un

sermón del Mandato que predicó el Reverendísimo P. Antonio de Vieyra, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de Lisboa.

Muy Señor Mío: De las bachillerías de una conversación, que en

la merced que V. md. me hace pasaron plaza de vivezas, nació en V.

md. el deseo de ver por escrito algunos discursos que allí hice de repente sobre los sermones de un excelente orador, alabando algunas

veces sus fundamentos, otras disintiendo, y siempre admirándome de

su sinigual ingenio, que aun sobresale más en lo segundo que en lo

primero, porque sobre sólidas basas no es tanto de admirar la hermosura de una fábrica, como la de la que sobre flacos fundamentos se ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones de este sutilísimo

talento, que es tal su suavidad, su viveza y energía, que al mismo que

disiente, enamora con la belleza de la oración, suspende con la dulzura

y hechiza con la gracia, y eleva, admira y encanta con el todo.

De esto hablamos, y V. md. gustó (como ya dije) ver esto escrito;

y porque conozca que le obedezco en lo más difícil, no sólo de parte

del entendimiento en asunto tan arduo como notar proposiciones de tan

gran sujeto, sino de parte de mi genio, repugnante a todo lo que parece

impugnar a nadie, lo hago; aunque modificado este inconveniente, en

que así de lo uno como de lo otro, será V. md. solo el testigo, en quien

la propia autoridad de su precepto honestará los errores de mi obediencia, que a otros ojos pareciera desproporcionada soberbia, y más cayendo en sexo tan desacreditado en materia de letras con la común

acepción de todo el mundo.

Y para que V. md. vea cuán purificado va de toda pasión mi sentir, propongo tres razones que en este insigne varón concurren de especial amor y reverencia mía. La primera es el cordialísimo y filial cariño

a su Sagrada Religión, de quien, en el afecto, no soy menos hija que

dicho sujeto. La segunda, la grande afición que este admirable pasmo

de los ingenios me ha siempre debido, en tanto grado que suelo decir

(y lo siento así), que si Dios me diera a escoger talentos, no eligiera

otro que el suyo. La tercera, el que a su generosa nación tengo oculta

simpatía. Que juntas a la general de no tener espíritu de contradicción

sobraban para callar (como lo hiciera a no tener contrario precepto);

pero no bastarán a que el entendimiento humano, potencia libre y que

asiente o disiente necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda

por lisonjear el comedimiento de la voluntad.

En cuya suposición, digo que esto no es replicar, sino referir simplemente mi sentir; y éste, tan ajeno de creer de sí lo que del suyo

pensó dicho orador diciendo que nadie le adelantaría (proposición en

que habló más su nación, que su profesión y entendimiento), que desde

luego llevo pensado y creído que cualquiera adelantará mis discursos

con infinitos grados.

Y no puedo dejar de decir que a éste, que parece atrevimiento,

abrió él mismo camino, y holló él primero las intactas sendas, dejando

no sólo ejemplificadas, pero fáciles las menores osadías, a vista de su

mayor arrojo. Pues si sintió vigor en su pluma para adelantar en uno de

sus sermones (que será solo el asunto de este papel) tres plumas, sobre

doctas, canonizadas, ¿qué mucho que haya quien intente adelantar la

suya, no ya canonizada, aunque tan docta? Si hay un Tulio moderno

que se atreva a adelantar a un Augustino, a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué mucho que haya quien ose responder a este Tulio? Si hay

quien ose combatir en el ingenio con tres más que hombres, ¿qué mucho es que haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre? Y

más si se acompaña y ampara de aquellos tres gigantes, pues mi asunto

es defender las razones de los tres Santos Padres. Mal dije. Mi asunto

es defenderme con las razones de los tres Santos Padres. (Ahora creo

que acerté.)

Y entrando en él, digo que seguiré en la respuesta el método mismo que siguió el orador en el sermón citado, que es del Mandato; y es

en esta forma:

Habla de las finezas de Cristo en el fin de su vida: in finem dilexit

eos (Ioan. 13 cap.); y propone el sentir de tres Santos Padres, que son

Augustino, Tomás y Crisóstomo, con tan generosa osadía, que dice:

"El estilo que he de guardar en este discurso será éste: referiré primero

las opiniones de los Santos, y después diré también la mía; mas con

esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los Santos,

a que yo no dé otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que

yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale". Éstas son sus formales palabras, ésta su proposición, y ésta la que motiva la respuesta.

La opinión primera es de Augustino, que siente que la mayor fineza de Cristo fue morir, probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis. (Ioan.

15 cap. I.)

Dice este orador que mayor fineza fue en Cristo ausentarse que

morir. Pruébalo por discurso: porque Cristo amaba más a los hombres

que a su vida, pues da la vida por ellos; luego más fineza es ausentarse

que morir. Pruébalo con el texto de la Magdalena, que llora en el Sepulcro y no al pie de la Cruz; porque aquí ve a Cristo muerto y allí

ausente, y es mayor dolor la ausencia que la muerte. Pruébalo más, con

que Cristo no hace demostraciones de sentimiento en la Cruz cuando

muere: Inclinato capite emisit spiritum y las hace en el Huerto, porque

se aparta: factus in agonia, porque le es más sensible la ausencia que la

muerte. Pruébalo con que, pudiendo Cristo resucitar al segundo instante que murió y sacramentarse después de la Resurrección --que lo

primero era el remedio de la muerte y lo segundo de la ausencia--,

dilata el remedio de la muerte hasta el tercero día, y el de la ausencia

no sólo no lo dilata, sino que le anticipa, sacramentándose el día antes

de morir; luego siente más Cristo la ausencia que la muerte.

Prueba más. Dice que Cristo murió una vez y se ausentó una vez;

pero que a la muerte no le dio más que un remedio, resucitando una

vez, mas que a la ausencia le buscó infinitos, sacramentándose. Y así, a

la muerte dio una resurrección por remedio; pero por una ausencia

multiplica infinitas presencias. Luego siente más la ausencia que la

muerte. Dice más: que siente Cristo tanto más la ausencia que la

muerte, que --siendo así que el Sacramento de la Eucaristía, en cuanto

sacramento, es presencia, y en cuanto sacrificio es muerte, en que muere Cristo tantas veces cuantas se hace presente-- no repara en que cada

presencia le cuesta una muerte. De manera que siente tanto más Cristo

el ausentarse que el morir, que se sujetó a una perpetuidad de muerte

por no sufrir un instante de ausencia. Luego fue mayor fineza ausentarse que morir.

Éstas son, en substancia, sus razones y pruebas, aunque por no

dilatarme las estrecho a la tosquedad de mi estilo, en que no poco pierden de su energía y viveza; y será preciso hacerlo así en todos los discursos, pues V. md. los podrá leer despacio en el mismo autor a que me

refiero, y esto no es más que unos apuntamientos o reclamos para dar

claridad a la respuesta, que es ésta:

Siento con San Agustín que la mayor fineza de Cristo fue morir.

Pruébase por discurso: porque lo más apreciable en el hombre es la

vida y la honra, y ambas cosas da Cristo en su afrentosa muerte. En

cuanto Dios, ya había hecho con el hombre finezas dignas de su Omnipotencia, como fue el criarle, conservarle, etc.; pero en cuanto hombre,

no tiene más que poder dar, que la vida. Pruébase no sólo con el texto:

Maiorem hac dilectionem, etc., el cual se puede entender de otros amores; sino con otros infinitos. Sea uno el en que Cristo dice que es buen

Pastor: Ego sum pastor bonus. Bonus pastor animam suam dat pro

ovibus suis, donde Cristo habla de sí mismo y califica su fineza con su

muerte. Y siendo Cristo quien solo sabe cuál es la mayor de sus finezas, claro es que cuando se pone a ejecutoriarlas Él mismo, a haber otra

mayor, la dijera; y no ostenta para prueba de su amor más que la prontitud a la muerte. Luego es la mayor de las finezas de Cristo.

Más. Dos términos tiene una fineza que la pueden constituir en el

ser de grande: el término a quo, de quien la ejecuta, y el término ad

quem, de quien la logra. El primero hace grande una fineza, por el

mucho costo que tiene al amante; el segundo, por la mucha utilidad que

trae al amado.

Hay muchas finezas que tienen el un término, pero carecen del

otro. Sea ejemplo de las primeras Jacob sirviendo catorce años. ¡Oh

qué trabajos! ¡Oh qué hielos! ¡Oh qué soles! Gran fineza de parte de

Jacob. Pero veamos qué utilidad trae eso a Raquel (que es el otro término). Ninguna: pues el tener esposo, sin esas diligencias lo lograría su

belleza. Esta fineza tiene sólo el término

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