El Oso
andressssssssssMonografía11 de Octubre de 2012
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EL OSO
Tenía diez años. Pero aquello había empezado ya, mucho antesincluso del día en que por fin pudo escribir con dos cifras su edad yvio por vez primera el campamento donde su padre y el mayor deSpain y el viejo general Compson y los demás pasaban cada año dossemanas en noviembre y otras dos semanas en junio. Para entonceshabía ya heredado, sin haberlo visto nunca, el conocimiento deltremendo oso con una pata destrozada por una trampa, que se habíaganado un nombre en un área de casi cien millas, una denominacióntan precisa como la de un ser humano.Hacía años que llevaba oyendo aquello; la larga leyenda degraneros saqueados, de lechones y cerdos adultos e incluso ternerosarrastrados en vida hasta los bosques para ser devorados, detrampas de todo tipo desbaratadas y de perros despedazados ymuertos, de disparos de escopeta e incluso de rifle a quemarropa sinotro resultado que el que hubiera logrado una descarga de guisanteslanzados por un chiquillo con un tubo, una senda de pillaje ydestrucción que había comenzado mucho antes de que él hubieravenido al mundo, una senda a través de la cual avanzaba, novelozmente, sino más bien con la deliberación irresistible ydespiadada de una locomotora, la velluda y tremenda figura.Estaba en su conocimiento antes de llegar siquiera a verlo.Aparecía y se alzaba en sus sueños antes incluso de que llegara a verlos bosques intocados por el hacha donde el animal dejaba su huelladeforme -velludo, enorme, de ojos enrojecidos, no malévolo, sinosimplemente grande, demasiado grande para los perros quetrataban de acorralarlo, para los caballos que trataban de derribarlo,para los hombres y los proyectiles que dirigían contra él, demasiadogrande para la tierra misma que constituía su ámbito forzoso-. Leparecía verlo todo entero, con la adivinación absoluta de los niños,mucho antes de que llegara siquiera a poner los ojos en alguna deambas cosas: la tierra salvaje y condenada cuyas márgenes estabansiendo constante e ínfimamente roídas por las hachas y los aradosde hombres que la temían porque era salvaje, hombres que eranmiríada y que carecían de nombre unos para otros en aquella tierradonde el viejo oso se había hecho ya un nombre, a través de la cualtransitaba no un animal mortal, sino un anacronismo, indomable einvencible, salido de un tiempo ancestral y muerto, un fantasma,epítome y apoteosis de la vieja vida salvaje en la que los hombreshormigueaban y lanzaban golpes de hacha con frenesí de odio y demiedo, como pigmeos en torno a las patas de un elefante somno-liento; el viejo oso solitario, indómito y aislado, viudo, sin cachorros,liberado de la mortalidad, viejo Príamo privado de su vieja esposa yque ha sobrevivido a todos sus hijos.Cada noviembre, hasta que tuvo diez años, solía mirar el carrocon los perros y la ropa de cama y las provisiones y las armas, y a supadre y a Tennie's Jim, el negro, y a Sam Fathers, el indio, hijo deuna esclava y de un jefe chickasaw, y los veía partir camino de laciudad, de Jefferson, donde se reunirían con el mayor de Spain y losdemás. Para el chico, cuando tenía siete y ocho y nueve años, lapartida no iba al Gran Valle a cazar osos o ciervos, sino a su citaanual con aquel oso al que ni siquiera pretendían dar muerte. Solíanvolver dos semanas después, sin trofeo, sin piel ni cabeza. Y éltampoco las esperaba. Ni siquiera temía que lo trajeran en el carro.Creía que incluso después de que hubiera cumplido diez años y supadre le permitiera ir con ellos aquellas dos semanas de noviembre,no haría sino participar, junto a su padre y el mayor de Spain y elgeneral Compson y los otros, en una más entre las representacioneshistóricas anuales de la furiosa inmortalidad del viejo oso.Entonces oyó a los perros. Fue en la segunda semana de suprimera estancia en el campamento. Permaneció con Sam Fatherscontra el viejo roble, al lado del impreciso cruce en el que, al alba,llevaban nueve días apostándose; y oyó a los perros. Antes los habíaoído ya en una ocasión, una mañana de la primera semana decampamento, un murmullo sin procedencia que resonaba a travésde los bosques húmedos, que crecía rápidamente en intensidadhasta disociarse en ladridos diferenciados que él podía reconocer y alos que podía asignar nombres. Había levantado y montado laescopeta, como Sam le había dicho, y había permanecido de nuevoinmóvil mientras la algarabía, la carrera invisible, llegabavelozmente y pasaba y se perdía; le había parecido que podíarealmente ver al ciervo, al gamo -rubio, de color de humo, alargadopor la velocidad- huyendo, esfumándose, mientras los bosques y lasoledad gris seguían resonando incluso después de que los gritos delos perros se hubieran perdido en la distancia.-Ahora baja los percusores -dijo Sam.-Sabías que no venían aquí -dijo él.-Sí -dijo Sam-. Quiero que aprendas lo que debes hacer cuando nodispares. Es después que se ha presentado y se ha perdido laoportunidad de derribar al oso o al ciervo cuando los perros y loshombres resultan muertos.-De todas formas -dijo él-, era sólo un ciervo.Luego, en la mañana décima, oyó de nuevo a los perros. Y él,antes de que Sam hablara, tal como le había enseñado, aprestó elarma -demasiado larga, demasiado pesada-. Pero esta vez no habíaciervo, no había coro clamoroso de jauría a la carrera sobre un rastrolibre, sino un ladrar trabajoso, una octava demasiado alto, con algomás que indecisión y abyección en él, que ni siquiera avanzaba
velozmente, que se demoraba demasiado en quedar fuera del oídopor completo, que, incluso entonces, dejaba en el aire, en algunaparte, aquel eco tenue, levemente histérico, abyecto, casi doliente,sin el significado de que ante él huyera una forma no vista,comedora de hierba, de color de humo, y Sam, que le habíaenseñado antes que nada a montar el arma y a tomar una posicióndesde donde pudiera dominar todos los ángulos, y, una vez hechoesto, a quedarse absolutamente inmóvil, se había movido hastasituarse a su lado; podía oír la respiración de Sam sobre su hombro,podía ver cómo las aletas de la nariz del viejo se curvaban al atraerel aire a los pulmones.-Ajá -dijo Sam-. Ni siquiera corre. Camina.-¡Old Ben! -dijo el chico-. Pero ¡aquí! -exclamó-. ¡Por esta zona!-Lo hace todos los años -dijo Sam-. Una vez. Acaso para ver quiénestá ese año en el campamento; si sabe disparar o no. Para ver sitenemos ya un perro capaz de acorralarlo y retenerlo. Ahora a ésosse los llevará hasta el río, y luego hará que vuelvan. Será mejor quetambién nosotros volvamos; veremos qué aspecto tienen cuandoregresen al campamento.Cuando llegaron, los perros estaban ya allí; había diez, y seacurrucaban al fondo, debajo de la cocina; el chico y Sam, encuclillas, escrutaron la oscuridad: estaban apiñados, quietos, con losojos luminosos centelleando hacia ellos y esfumándose; no se oíasonido alguno, sólo aquel efluvio de algo más que perruno, másfuerte que los perros y que no era sólo animal, no sólo bestial, puesnada había habido aún frente a aquel abyecto y casi doliente ladridosalvo la soledad, la inmensidad salvaje, de forma que cuando elundécimo perro, una hembra, llegó a mediodía, para el chico, quemiraba junto a todos los demás -incluido el viejo tío Ash, que seconsideraba antes que nada cocinero- cómo Sam embadurnaba contrementina y grasa de eje de carro la oreja desgarrada y el lomo
surcado de heridas, seguía siendo no una criatura viviente, sino lapropia inmensidad salvaje quien, inclinándose momentáneamentesobre la tierra, había rozado ligeramente la temeridad de aquellaperra.-Exactamente igual que un hombre -dijo Sam-. Igual que laspersonas. Posponiendo todo lo posible la necesidad de ser valiente,sabiendo todo el tiempo que tarde o temprano tendría que servaliente al menos una vez para seguir viviendo en paz consigomisma, y sabiendo siempre de antemano lo que le iba a sucedercuando lo hiciera.Aquella tarde, él en la mula tuerta del carro, a la que no leimportaba el olor de la sangre ni -según le dijeron- el olor de lososos, y Sam en la otra mula, cabalgaron durante más de tres horas através del veloz día de invierno que se agotaba por momentos. Noseguían ninguna senda, ni siquiera un rastro que él pudieraidentificar, y casi repentinamente estuvieron en una región que él jamás había visto antes. Entonces supo por qué Sam le había hechomontar la mula tuerta a la que nada espantaba. La otra, la cabal, separó en seco y trató de revolverse y desbocarse incluso después deque Sam hubiera desmontado, dando sacudidas y tirando de lasriendas mientras Sam la retenía, mientras la hacía avanzar conpalabras dulces -no podía arriesgarse a atarla y la conducía haciaadelante mientras el chico desmontaba de la tuerta.Luego, de pie al lado de Sam en la penumbra de la tardemoribunda, miró el tronco derribado y podrido, dañado y arañadopor surcos de garras, y junto a él, sobre la tierra húmeda, vio lahuella de la torcida y enorme garra de dos dedos. Supo entonces loque había olido cuando escudriñó debajo de la cocina en dirección alos perros apiñados. Por vez primera tuvo conciencia de que el osoque poblaba los relatos oídos y surgía amenazadoramente en sussueños desde antes de que pudiese recordar, y que, por tanto, debía de haber existido igualmente en los relatos oídos y en los sueños desu padre y del mayor de Spain e incluso del viejo general Compsonantes de que ellos a su vez pudieran recordar, era un animal mortal,y que si ellos viajaban al campamento cada noviembre sin esperanzareal de volver con aquel trofeo, no era porque no se le pudiera darmuerte, sino porque hasta el momento no tenían ninguna esperanzareal de poder hacerlo.-Mañana -dijo.-Lo intentaremos mañana -dijo Sam-. No tenemos el perro to-davía.-Tenemos once. Lo han perseguido esta mañana.-No se necesitará más que uno -dijo Sam-. Pero
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