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El Principe Feliz


Enviado por   •  8 de Noviembre de 2012  •  3.357 Palabras (14 Páginas)  •  700 Visitas

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El príncipe feliz.

Oscar Wilde.

En lo alto, dominando la ciudad y situada encima de una elevada columna, se hallaba la estatua del Príncipe Feliz. Era una estatua dorada, toda cubierta con delgadas láminas de oro fino; por ojos tenía dos resplandecientes zafiros y un gran rubí brillaba en la empuñadura de su espada. ¡Verdaderamente, se trataba de una estatua admirable!-Es tan hermosa como una veleta –indicó uno de los concejales, que deseaba ganarse la reputación de tener muy buen gusto artístico-. Solamente que no es tan útil- añadió temiendo que la gente pudiese pensar que era poco práctico, cosa muy alejada de la realidad. ¿Por qué no serás igual que el Príncipe Feliz? –le preguntó una juiciosa madre a su hijito que lloraba desvariando al pedir la luna- El Príncipe Feliz nunca lloraba pidiendo cualquier cosa. Me siento contento al ver que, en el mundo, alguien es completamente dichoso –murmuró un hombre ya sin ilusiones, mirando fijamente la maravillosa estatua. ¡Tiene el aspecto de un ángel! –exclamaron los niños del Hospicio mientras salían de la catedral con sus resplandecientes capas escarlatas y sus blancos y limpios uniformes.

¿Qué sabéis vosotros? –preguntó el maestro de matemáticas-, si nunca habéis visto uno. ¡Claro que sí, los hemos visto en sueños! –respondieron ellos y el maestro de matemáticas los miró muy severo frunciendo el ceño porque no aprobaba el que los niños soñaran.

Cierta noche voló sobre esa misma ciudad una pequeña golondrina. Sus amigas de habían ido a Egipto seis semanas antes, pero ella iba con retraso porque se había enamorado del más hermoso de los junquillos. Ambos se conocieron al principio de la primavera mientras ella volaba sobre el río persiguiendo a una polilla gruesa y amarillenta, fue entonces cuando se sintió atraída por la esbeltez de aquel Junquillo que, inmóvil, no podía ir a su encuentro. ¿Debo amarte? –quiso saber la golondrina, que se prendó inmediatamente de él en cuanto le hizo una reverencia. Así pues, voló en círculos alrededor suyo, tocando el agua con sus alas y haciendo plateadas olitas.

De esta manera se desenvolvió su cortejo durante todo el verano. Es un noviazgo ridículo –piaron las otras golondrinas-. Él no tiene dinero, carece de relaciones, y encima el río está lleno de sus parientes los otros junquillos, además, cuando el otoño venga todas nosotras volaremos lejos de aquí. Llegado el momento, las golondrinas se fueron y ella se quedó sola y empezó a cansarse de su amado. Carece de conversación –reflexionaba- y me temo que sea un conquistador porque siempre está flirteando con la brisa.Y era cierto, pues, cuando ésta soplaba, el Junquillo se inclinaba ante ella galantemente una y mil veces. Admito que sea hogareño –continuó la golondrina-, pero a mí me gusta viajar, y, a mi esposo, consecuentemente, tiene que agradarle también. ¿Vienes conmigo? –le pregunto al final.

El Junquillo dijo que no con la cabeza porque estaba muy unido a su hogar.

¡Veo que te importo muy poco! –gritó ella- Estoy muy lejos de las pirámides, así que me voy. ¡Adiós! –y se alejó volando. A lo largo de todo el día estuvo de viaje y al atardecer arribó a la ciudad.

¿En dónde voy a instalarme? –se preguntó- Espero que la ciudad tenga preparado algún tipo de alojamiento en estos casos. Entonces vio la estatua sobre una elevada columna. Quiero aposentarme ahí arriba –exclamó-; es un buen lugar con abundancia de aire fresco.Y descendió hasta situarse entre los pies del Príncipe Feliz. -Tengo un dormitorio dorado –se dijo blandamente mientras miraba en derredor y ya se disponía a dormir, pero justo estaba poniendo la cabeza bajo el ala, cuando una gran gota de agua cayó sobre ella. ¡Qué cosa más curiosa! –comentó-; aquí no hay una sola nube en el cielo, las estrellas están completamente claras y brillantes, y, sin embargo, llueve. El clima en el norte de Europa es verdaderamente terrible. Pero al Junquillo le gustaba la lluvia simplemente porque es un egoísta. Entonces cayó otra gota.

-¿Para que sirve una estatua si no puede guarecerte de la lluvia? –se dijo- Debo procurarme el cobijo de una buena chimenea –y decidió volar de nuevo. Pero antes de que desplegase las alas, cayó una tercera gota y al mirar hacia arriba vio... ¡Ah, qué es lo que vio!Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas y éstas se deslizaban incontenibles por sus mejillas de oro. Su rostro era tan hermoso a la luz de la luna, que la pequeña golondrina se sintió llena de piedad.-¿Quién eres tú?- preguntó. -Yo soy el Príncipe Feliz.-¿Entonces, por qué estás llorando? –quiso saber la golondrina –Me has dejado completamente empapada.

-Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano –respondió la estatua-, no conocía las lágrimas porque moraba en el palacio del Sans-Souci, en donde la tristeza tenía prohibida la entrada. Durante el día, jugaba con mis compañeros en el jardín y al caer la noche bailaba en el gran salón. Rodeando el jardín había un muro muy alto, pero nunca me preocupé en preguntar que se extendía detrás de él; ¡todo cuanto había a mi alrededor era tan hermoso! Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y yo era dichosos de veras, si es que el placer otorga la felicidad. Así viví y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han colocado aquí arriba, tan alto, que puedo ver todo lo feo y todo lo miserable de mi ciudad, y aunque mi corazón esté hecho de plomo, no puedo dejar de llorar. Pero, ¿no es de oro puro? –se interrogó la golondrina ya que era demasiado educada para realizar una observación personal en alta voz.

-Allá lejos –prosiguió la estatua con su acento musical-, allá lejos, en una callejuela hay un pobre hogar. Una de las ventanas está abierta y a través de ella puedo ver a una mujer sentada a la mesa. Su rostro es delgado, está envejecido y tiene las manos toscas y rojas, llenas de alfilerazos por la aguja, ya que es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de satén para las más adorable de las doncellas de honor de la reina, que irán al próximo baile de la corte. En un ángulo de la habitación, su hijito está acostado en la cama, enfermo. Está con fiebre y pide naranjas. Su madre no tiene nada que darle como no sea agua del río y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿quieres llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada?; tengo los pies clavados a este pedestal y no puedo moverme.

-Me aguardan en Egipto, -repuso la golondrina-; mis amigas ya están volando sobre el Nilo y charlando con las flores de loto, pronto dormirán en la tumba del gran rey. El rey está allí en su ataúd pintado; yace envuelto en lino amarillo y

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