El médico A Palos
luna0witch8 de Diciembre de 2013
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PERSONAJES
DON JERONIMO BARTOLO DOÑA PAULA MARTINA LEANDRO GINES
ANDREA LUCAS
La escena representa en el primer acto un bosque, y en los dos siguientes una sala de casa particular, con puerta en el foro y otras dos en los lados. La acción comienza a las once de la mañana, y se acaba a las cuatro de la tarde.
ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA
BARTOLO, MARTINA
BARTOLO. ¡Válgate Dios, y qué durillo está este tronco El hacha se mella toda, y él no se parte... (Corta leña de un árbol inmediato al foro; deja después el hacha arrimada al tronco, se adelanta hacia el proscenio, siéntase en un peñasco, saca piedra y eslabón, enciende un cigarro y se pone a fumar.) ¡Mucho trabajo es éste!... Y como hoy aprieta el calor, me fatigo y me
rindo y no puedo más... Dejémoslo y será lo mejor, que ahí se quedará para cuando vuelva. Ahora vendrá bien un rato de descanso y un cigarrillo, que esta triste vida otro la ha de heredar... Allí viene mi mujer. ¿Qué traerá de bueno?
MARTINA. (Sale por el lado derecho del teatro). Holgazán, ¿qué haces ahí sentado, fumando sin trabajar? ¿Sabes que tienes que acabar de partir esa leña y llevarla al lugar, y ya es cerca de mediodía?
BARTOLO. Anda, que si no es hoy será mañana. MARTINA. Mira qué respuesta.
BARTOLO. Perdóname, mujer. Estoy cansado, y me senté un rato a fumar un cigarro.
MARTINA. ¡Y que yo aguante a un marido tan poltrón y desidioso!
Levántate y trabaja.
BARTOLO. Poco a poco, mujer; si acabo de sentarme. MARTINA.
Levántate.
BARTOLO. Ahora no quiero, dulce esposa.
MARTINA. ¡Hombre sin vergüenza, sin atender a sus obligaciones!
¡Desdichada de mí
BARTOLO. ¡Ay, qué trabajo es tener mujer! Bien dice Séneca, que la mejor es peor que un demonio.
MARTINA. Miren qué hombre tan hábil, para traer autoridades de Séneca. BARTOLO. ¿Si soy hábil? A ver, a ver, búscame un leñador que sepa lo que yo, ni que haya servido seis años a un médico latino, ni
que haya estudiado el quis vel qui, quae, quod vel quid, y más adelante, como yo lo estudié.
MARTINA. Mal haya la hora en que me casé contigo.
BARTOLO. Y maldito sea el pícaro escribano que anduvo en ello.
MARTINA.
BARTOLO. Haragán, borracho.
Esposa, vamos, poco a poco.
MARTINA.
BARTOLO. Yo te haré cumplir con tu obligación.
Mira, mujer, que me vas enfadando.
(Se
levanta
desperezándose, encamínase hacia el foro, coge un palo del suelo y vuelve)
MARTINA. Y ¿qué cuidado me da a mí, insolente? BARTOLO. Mira que te he de cascar, Martina. MARTINA. Cuba de vino.
BARTOLO. Mira que te he de solfear las espaldas. MARTINA. Infame. BARTOLO. Mira que te he de romper la cabeza.
MARTINA. ¿A mí? Bribón, tunante, canalla. ¿A mí? BARTOLO. (Dando de palos a MARTINA.) ¿Sí? Pues toma. MARTINA. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!
BARTOLO. Este es el único medio de que calles... Vaya, hagamos la paz. Dame esa mano.
MARTINA. ¿Después de haberme puesto así? BARTOLO. ¿No quieres? Si eso no ha sido nada. Vamos. MARTINA. No quiero.
BARTOLO. Vamos, hijita. MARTINA. No quiero, no.
BARTOLO. Mal hayan mis manos, que han sido causa de enfadar a mi esposa... Vaya, ven, dame un abrazo. (Tira el palo a un lado y la abraza.)
MARTINA. ¡Si reventaras!
BARTOLO. Vaya, si se muere por mí la pobrecita... Perdóname, hija mía.
Entre dos que se quieren, diez o doce garrotazos más o menos no valen nada... Voy hacia el barranquitero, que ya tengo allí una porción de raíces; haré una carguilla y mañana, con la
burra, la llevaremos a Miraflores. (Hace que se va y vuelve.) Oyes, y dentro de poco hay feria en Buitrago; si voy allá, y tengo dinero, y me acuerdo, y me quieres mucho, te he de comprar una peineta de concha con sus piedras azules.
(Toma el hacha y unas alforjas, y se va por el monte adelante. MARTINA se queda retirada a un lado, hablando entre sí.)
MARTINA. Anda, que tú me las pagarás... Verdad es que una mujer siempre tiene en su mano el modo de vengarse de su marido; pero es un castigo muy delicado para este bribón, y yo
quisiera otro que él sintiera más, aunque a mí no me agradase tanto.
ESCENA SEGUNDA
MARTINA, GINÉS, LUCAS. (Salen por la izquierda.)
LUCAS. Vaya..., que los dos hemos tomado una buena comisión... Yo no sé todavía qué regalo tendremos por este trabajo.
GINÉS. ¿Qué quieres, amigo Lucas? Es fuerza obedecer a nuestro
amo; además que la salud de su hija a todos nos interesa... Es una señorita tan afable, tan alegre, tan guapa... Vaya, todo se lo merece.
LUCAS. Pero, hombre, fuerte cosa es que los médicos que han venido a visitarla no hayan descubierto su enfermedad.
GINÉS. Su enfermedad bien a la vista está; el remedio es el que necesitamos.
MARTINA. (Aparte) Que yo no pueda imaginar alguna invención para vengarme!
LUCAS. Veremos si ese médico de Miraflores acierta con ello... Como no hayamos equivocado la senda...
MARTINA. (Aparte, hasta que repara en los dos y les hace cortesía. Pues ello es preciso, que los golpes que acaba de darme los tengo en el corazón. No puedo olvidarlos...) Pero, señores, perdonen ustedes, que no los había visto porque estaba distraída.
LUCAS. ¿Vamos bien por aquí a Miraflores?
MARTINA. Sí, señor (Señalando adentro por el lado derecho.) Ve usted aquellas tapias caídas junto aquél noguerón? Pues todo derecho.
GINÉS. ¿No hay allí un famoso médico que ha sido médico de una vizcondesita, y catedrático, y examinador, y es académico, y todas las enfermedades las cura en griego?
MARTINA. ¡Ay!, sí, señor. Curaba en griego; pero hace dos días que se ha muerto en español, y ya está el pobrecito debajo la tierra.
GINÉS. ¿Qué dice usted?
MARTINA. Lo que usted oye. ¿ Y para quién le iban ustedes a buscar? LUCAS. Para una señorita que vive ahí cerca, en esa casa de campo
junto al río.
MARTINA. ¡Ah!, sí. La hija de don Jerónimo. ¡Válgate Dios! ¿Pues qué tiene?
LUCAS. ¿Qué sé yo? Un mal que nadie le entiende, del cual ha venido a perder el habla.
MARTINA. ¡Qué lástima! Pues... (Aparte, con expresión de complacencia.
¡Ay, qué idea se me ocurre!) Pues, mire usted, aquí tenemos
al hombre más sabio del mundo, que hace prodigios en esos males desesperados.
GINÉS. ¿De veras? MARTINA. Sí, señor.
LUCAS. Y ¿en dónde le podemos encontrar? MARTINA. Cortando leña en ese monte.
GINÉS. Estará entreteniéndose en buscar algunas yerbas salutíferas. MARTINA. No, señor. Es un hombre extravagante y lunático, va vestido
como un pobre patán, hace empeño en parecer ignorante y rústico, y no quiere manifestar el talento maravilloso que Dios le dio.
GINÉS. Cierto que es cosa admirable, que todos los grandes hombres hayan de tener siempre algún ramo de locura mezclada con su ciencia.
MARTINA. La manía de este hombre es la más particular que se ha visto.
No confesará su capacidad a menos que no le muelan el
cuerpo a palos; y así les aviso a ustedes que si no lo hacen no conseguirán su intento. Si le ven que está obstinado en negar, tome cada uno un buen garrote, y zurra, que él confesará. Nosotros, cuando lo necesitamos, nos valemos de esta industria, y siempre nos ha salido bien.
GINÉS. ¡Qué extraña locura!
LUCAS. ¿Habráse visto hombre más original? GINES. Y ¿cómo se llama?
MARTINA. Don Bartolo. Fácilmente le conocerán ustedes. El es un hombre de corta estatura, morenillo, de mediana edad, ojos azules, nariz larga, vestido de paño burdo con un sombrerillo redondo.
LUCAS. No se me despintará, no.
GINÉS. Y ¿ese hombre hace unas curas tan difíciles?
MARTINA. ¿Curas dice usted? Milagros se pueden llamar. Habrá dos meses que murió en Lozoya una pobre mujer; ya iban a enterrarla y quiso Dios que este hombre estuviese por casualidad en una calle por donde pasaba el entierro. Se acercó, examinó a la difunta, sacó una redomita del bolsillo, la echó en la boca una gota de yo no sé qué, y la muerta se levantó tan alegre cantando el frondoso.
GINES. ¿Es posible?
MARTINA. Como que yo le vi. Mire usted, aún no hace tres semanas que un chico de unos doce años se cayó de la torre de Miraflores, se le troncharon las piernas, y la cabeza se le quedó hecha una plasta. Pues, señor, llamaron a don Bartolo; él no quería ir
allá, pero mediante una buena paliza lograron que fuese. Sacó un cierto ungüento que llevaba en
...