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Memoria De Mis Putas Tristes


Enviado por   •  5 de Agosto de 2014  •  22.514 Palabras (91 Páginas)  •  268 Visitas

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Memorias de mis putas tristes 1

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Memorias de mis putas tristes 2

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Memorias de mis putas tristes 3

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Memoria de mis putas tristes

GABRIEL

GARCÍA MÁRQUEZ

2004

Memorias de mis putas tristes 4

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«No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al

anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía

poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni

intentar nada parecido.»

Yasunari Kawabata,

La casa de las bellas dormidas

Memorias de mis putas tristes 5

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1

El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una

adolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina

que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca

sucumbí a ésa ni a ninguna de sus muchas tentaciones obscenas, pero ella no creía

en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía, con

una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía de ella desde

hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la

voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos:

-Hoy sí.

Ella suspiró: Ay, mi sabio triste, te desapareces veinte años y sólo vuelves para pedir

imposibles. Recobró enseguida el dominio de su arte y me ofreció una media docena

de opciones deleitables, pero eso sí, todas usadas. Le insistí que no, que debía ser

doncella y para esa misma noche. Ella preguntó alarmada: ¿Qué es lo que quieres

probarte? Nada, le contesté, lastimado donde más me dolía, sé muy bien lo que

puedo y lo que no puedo. Ella dijo impasible que los sabios lo saben todo, pero no

todo: Los únicos Virgos que van quedando en el mundo son ustedes los de agosto.

¿Por qué no me lo encargaste con más tiempo? La inspiración no avisa, le dije. Pero

tal vez espera, dijo ella, siempre más resabida que cualquier hombre, y me pidió

aunque fueran dos días para escudriñar a fondo el mercado. Yo le repliqué en serio

que en un negocio como aquél, a mi edad, cada hora es un año. Entonces no se

puede, dijo ella sin la mínima duda, pero no importa, así es más emocionante, qué

carajo, te llamo en una hora.

No tengo que decirlo, porque se me distingue a leguas: soy feo, tímido y anacrónico.

Pero a fuerza de no querer serlo he venido a simular todo lo contrario. Hasta el sol

de hoy, en que resuelvo contarme como soy por mi propia y libre voluntad, aunque

sólo sea para alivio de mi conciencia. He empezado con la llamada insólita a Rosa

Cabarcas, porque visto desde hoy, aquél fue el principio de una nueva vida a una

edad en que la mayoría de los mortales están muertos.

Vivo en una casa colonial en la acera de sol del parque de San Nicolás, donde he

pasado todos los días de mi vida sin mujer ni fortuna, donde vivieron y murieron mis

padres, y donde me he propuesto morir solo, en la misma cama en que nací y en un

día que deseo lejano y sin dolor. Mi padre la compró en un remate público a fines del

siglo XIX, alquiló la planta baja para tiendas de lujo a un con sorcio de italianos, y se

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reservó este segundo piso para ser feliz con la hija de uno de ellos, Florina de Dios

Cargamantos, intérprete notable de Mozart, políglota y garibaldina, y la mujer más

hermosa y de mejor talento que hubo nunca en la ciudad: mi madre.

El ámbito de la casa es amplio y luminoso, con arcos de estuco y pisos ajedrezados

de mosaicos florentinos, y cuatro puertas vidrieras sobre un balcón corrido donde mi

madre se sentaba en las noches de marzo a cantar arias de amor con sus primas

italianas. Desde allí se ve el parque de San Nicolás con la catedral y la estatua de

Cristóbal Colón, y más allá las bodegas del muelle fluvial y el vasto horizonte del río

grande de la Magdalena a veinte leguas de su estuario. Lo único ingrato de la casa

es que el sol va cambiando de ventanas en el transcurso del día, y hay que cerrarlas

todas para tratar de dormir la siesta en la penumbra ardiente. Cuando me quedé

solo, a mis treinta y dos años, me mudé a la que fuera la alcoba de mis padres, abrí

una puerta de paso hacia la biblioteca y empecé a subastar cuanto me iba sobrando

para vivir, que terminó por ser casi todo, salvo los libros y la pianola de rollos.

Durante cuarenta años fui el inflador de cables de El Diario de La Paz, que consistía

en reconstruir y completar en prosa indígena las noticias del mundo que

atrapábamos al vuelo en el espacio sideral por las ondas cortas o el código Morse.

Hoy me sustento mal que bien con mi pensión de aquel oficio extinguido; me

sustento menos con la de maestro de gramática castellana y latín, casi nada con la

nota dominical que he escrito sin desmayos durante más de medio siglo, y nada en

absoluto con las gacetillas de música y teatro que me publican de favor las muchas

veces en que vienen intérpretes notables. Nunca hice nada distinto de escribir, pero

no tengo vocación ni virtud de narrador, ignoro por completo las leyes de la

composición dramática, y si me he embarcado en esta empresa es porque confío en

la luz de lo mucho que he leído en la vida. Dicho en romance crudo, soy un cabo de

raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no

haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria

de mi grande amor.

El día de mis noventa años había recordado, como siempre, a las cinco de la

mañana. Mi único compromiso, por ser viernes, era escribir la nota firmada que se

publica los domingos en El Diario de La Paz. Los síntomas del amanecer habían

sido perfectos para no ser feliz: me dolían los huesos desde la madrugada, me ardía

el culo, y había truenos de tormenta después de tres meses de sequía. Me bañé

mientras estaba el café, me tomé un tazón endulzado con miel de abejas y

acompañado con dos tortas de cazabe, y me puse el mameluco de lienzo de estar

en casa.

El tema de la nota de aquel día, cómo no, eran mis noventa años. Nunca he

pensado en la edad como en una gotera en el techo que le indica a uno la cantidad

de vida que le va quedando. De muy niño oí decir que cuando una persona muere

los piojos que incuban en la pelambre escapan pavoridos por las almohadas para

vergüenza de la familia. Esto me escarmentó de tal suerte, que me dejé tusar a coco

para ir a la escuela, y las escasas hebras que me quedan me las lavo todavía con el

jabón del perro agradecido. Quiere decir, me digo ahora, que de muy niño tuve mejor

formado el sentido del pudor social que el de la muerte.

Desde hacía meses había previsto que mi nota de aniversario no fuera el sólito

lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez.

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Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy

poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un

dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un

dolor natural a su edad, me dijo.

-En ese caso -le dije yo-, lo que no es natural es mi edad.

El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue

la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en

olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba

cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un

zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el

primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar

condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se

parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre.

La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno

sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten

desde fuera.

En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté

los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos

hasta que descubría que los llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o

me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces

porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no

se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la

semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y

otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que

coincidieran las caras con los nombres.

Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de

mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de

los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos

sobresaltos, sin saber que en los noventa son peores, pero ya no importan: son

riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los

viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle

para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada:

No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.

Con esas reflexiones, y otras varias, había terminado un primer borrador de la nota

cuando el sol de agosto estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del

correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto.

Pensé: Ahí llegan mis noventa años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al

conjuro de aquella evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa

Cabarcas para que me ayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina.

Llevaba años de santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis

clásicos y a mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue

tan apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude

seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da el

sol por la mañana, y me tumbé con el pecho oprimido por la ansiedad de la espera.

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Había sido un niño consentido con una mamá de dones múltiples, aniquilada por la

tisis a los cincuenta años, y con un papá formalista al que nunca se le conoció un

error, y amaneció muerto en su cama de viudo el día en que se firmó el tratado de

Neerlandia, que puso término a la guerra de los Mil Días y a las tantas guerras

civiles del siglo anterior. La paz cambió la ciudad en un sentido que no se previo ni

se quería. Una muchedumbre de mujeres libres enriquecieron hasta el delirio las

viejas cantinas de la calle Ancha, que fuera después el camellón Abello y ahora es el

paseo Colón, en esta ciudad de mi alma tan apreciada de propios y ajenos por la

buena índole de su gente y la pureza de su luz.

Nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle, y a las pocas que no eran del

oficio las convencí por la razón o por la fuerza de que recibieran la plata aunque

fuera para botarla en la basura. Por mis veinte años empecé a llevar un registro con

el nombre, la edad, el lugar, y un breve recordatorio de las circunstancias y el estilo.

Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había

estado por lo menos una vez. Interrumpí la lista cuando ya el cuerpo no me dio para

tantas y podía seguir las cuentas sin papel. Tenía mi ética propia. Nunca participé en

parrandas de grupo ni en contubernios públicos, ni compartí secretos ni conté una

aventura del cuerpo o del alma, pues desde joven me di cuenta de que ninguna es

impune.

La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era

casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se

movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba

leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad

inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus

corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé

las mutandas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un

quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le

estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme. Humillado por haberla humillado quise

pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un

ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes,

siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario.

Alguna vez pensé que aquellas cuentas de camas serían un buen sustento para una

relación de las miserias de mi vida extraviada, y el título me cayó el cielo: Memoria

de mis putas tristes. Mi vida pública, en cambio, carecía de interés: huérfano de

padre y madre, soltero sin porvenir, periodista mediocre cuatro veces finalista en los

Juegos Florales de Cartagena de Indias y favorito de los caricaturistas por mi

fealdad ejemplar. Es decir: una vida perdida que había empezado mal desde la tarde

en que mi madre me llevó de la mano a los diecinueve años para ver si lograba

publicar en El Diario de La Paz una crónica de la vida escolar que yo había escrito

en la clase de castellano y retórica. Se publicó el domingo con un exordio

esperanzado del director. Pasados los años, cuando supe que mi madre había

pagado la publicación y las siete siguientes, ya era tarde para avergonzarme, pues

mi columna semanal volaba con alas propias, y era además inflador de cables y

crítico de música.

Desde que obtuve mi grado de bachiller con diploma de excelencia empecé a dictar

clases de castellano y latín en tres colegios públicos al mismo tiempo. Fui un mal

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maestro, sin formación, sin vocación ni piedad alguna por esos pobres niños que

iban a la escuela como el modo más fácil de escapar a la tiranía de sus padres. Lo

único que pude hacer por ellos fue mantenerlos bajo el terror de mi regla de madera

para que al menos se llevaran de mí el poema favorito: Estos, Fabio, ay dolor, que

ves ahora, campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa. Sólo

de viejo me enteré por casualidad del mal apodo que los alumnos me pusieron a mis

espaldas: el Profesor Mustio Collado.

Esto fue todo cuanto me dio la vida y no he hecho nada por sacarle más. Almorzaba

solo entre una clase y otra, y a las seis de la tarde llegaba a la redacción del

periódico a cazar las señales del espacio sideral. A las once de la noche, cuando se

cerraba la edición, empezaba mi vida real. Dormía en el Barrio Chino dos o tres

veces por semana, y con tan variadas compañías, que dos veces fui coronado como

el cliente del año. Después de la cena en el cercano café Roma escogía cualquier

burdel al azar y entraba a escondidas por la puerta del traspatio. Lo hacía por el

gusto, pero terminó por ser parte de mi oficio gracias a la ligereza de lengua de los

grandes cacaos de la política, que les daban cuenta de sus secretos de Estado a

sus amantes de una noche, sin pensar que eran oídos por la opinión pública a

través de los tabiques de cartón. Por esa vía, cómo no, descubrí también que mi

celibato inconsolable lo atribuían a una pederastía nocturna que se saciaba con los

niños huérfanos de la calle del Crimen. He tenido la fortuna de olvidarlo, entre otras

buenas razones porque también conocí lo bueno que se decía de mí, y lo aprecié en

lo que valía.

Nunca tuve grandes amigos, y los pocos que llegaron cerca están en Nueva York.

Es decir: muertos, pues es donde supongo que se van las almas en pena para no

digerir la verdad de su vida pasada. Desde mi jubilación tengo poco que hacer,

como no sea llevar mis papeles al diario los viernes en la tarde, u otros empeños de

cierta monta: conciertos en Bellas Artes, exposiciones de pintura en el Centro

Artístico, del cual soy socio fundador, alguna que otra conferencia cívica en la

Sociedad de Mejoras Públicas, o un acontecimiento grande como la temporada de la

Fábregas en el teatro Apolo. De joven iba a los salones de cine sin techo, donde lo

mismo podía sorprendernos un eclipse de luna que una pulmonía doble por un

aguacero descarriado. Pero más que las películas me interesaban las pajaritas de la

noche que se acostaban por el precio de la entrada, o lo daban de balde o de fiado.

Pues el cine no es mi género. El culto obsceno de Shirley Temple fue la gota que

desbordó el vaso.

Mis únicos viajes fueron cuatro a los Juegos Florales de Cartagena de Indias, antes

de mis treinta años, y una mala noche en lancha de motor, invitado por Sacramento

Montiel a la inauguración de un burdel suyo en Santa Marta. En cuanto a mi vida

doméstica, soy de poco comer y de gustos fáciles. Cuando Damiana se hizo vieja no

se volvió a cocinar en casa, y mi única comida regular desde entonces ha sido la

tortilla de papas en el café Roma después del cierre del periódico.

Así que la víspera de mis noventa años me que dé sin almorzar y no pude

concentrarme en la lectura a la espera de noticias de Rosa Cabarcas. Las chicharras

pitaban a reventar en el calor de las dos, y las vueltas del sol por las ventanas

abiertas me forzaron a cambiar tres veces el lugar de la hamaca. Siempre me

pareció que por los días de mi aniversario estaba el más caliente del año, y había

aprendido a soportarlo, pero el humor de aquel día no me dio para tanto. A las

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cuatro traté de apaciguarme con las seis suites para chelo solo de Juan Sebastián

Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casáis. Las tengo como lo más sabio de

toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito me dejaron en un estado

de la peor postración. Me adormecí con la segunda, que me parece un poco

remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que

se fue. Casi al instante me despertó el teléfono, y la voz oxidada de Rosa Cabarcas

me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita

mejor de la que querías, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.

No me importa cambiar pañales, le dije en chanza sin entender sus motivos. No es

por ti, dijo ella, pero ¿quién va a pagar por mí los tres años de cárcel?

Nadie iba a pagarlos, pero ella menos que nadie, por supuesto. Recogía su cosecha

entre las menores de edad que hacían mercado en su tienda, a las cuales iniciaba y

exprimía hasta que pasaban a la vida peor de putas graduadas en el burdel histórico

de la Negra Eufemia. Nunca había pagado una multa, porque su patio era la arcadia

de la autoridad local, desde el gobernador hasta el último camaján de alcaldía, y no

era imaginable que a la dueña le faltaran poderes para delinquir a su antojo. De

modo que sus escrúpulos de última hora sólo debían ser para sacar ventajas de sus

favores: más caros cuanto más punibles. El diferendo se arregló con el aumento de

dos pesos en los servicios, y acordamos que a las diez de la noche yo estuviera en

su casa con cinco pesos en efectivo y por adelantado. Ni un minuto antes, pues la

niña tenía que darles de comer y dormir a sus hermanos menores, y acostar a su

madre baldada por el reumatismo.

Faltaban cuatro horas. A medida que discurrían, el corazón se me iba llenando de

una espuma acida que me estorbaba para respirar. Hice un esfuerzo estéril por

pastorear el tiempo con los trámites de la vestimenta. Nada nuevo por cierto, si

hasta Damiana dice que me visto con el ritual de un señor obispo. Me corté con la

navaja barbera, tuve que esperar a que se refrescara el agua de la ducha

recalentada por el sol en la tubería, y el esfuerzo simple de secarme con la toalla me

hizo sudar de nuevo. Me vestí de acuerdo con la ventura de la noche: el traje de lino

blanco, la camisa a rayas azules de cuello acartonado con engrudo, la corbata de

seda china, los botines remozados con blanco de zinc, y el reloj de oro coronario con

la leontina abrochada en el ojal de la solapa. Al final doblé hacia dentro las

bocapiernas de los pantalones para que no se notara que he disminuido un jeme.

Tengo fama de cicatero porque nadie puede imaginarse que sea tan pobre si vivo

donde vivo, y la verdad es que una noche como aquélla estaba muy por encima de

mis recursos. Del cofre de los ahorros transpuesto debajo de la cama saqué dos

pesos para alquiler del cuarto, cuatro para la dueña, tres para la niña y cinco de

reserva para mi cena y otros gastos menudos. O sea, los catorce pesos que me

paga el periódico por un mes de notas dominicales. Los escondí en un bolsillo

secreto de la pretina y me perfumé con el fumigador de Agua de Florida de Lanman

& Kemp-Barclay & Co. Entonces sentí el zarpazo del pánico y a la primera

campanada de las ocho bajé a tientas las escaleras en tinieblas, sudando de miedo,

y salí a la noche radiante de mis vísperas.

Había refrescado. Grupos de hombres solos discutían a gritos sobre fútbol en el

paseo Colón, entre los taxis parados en batería al centro de la calzada. Una banda

de cobres tocaba un valse lánguido bajo la alameda de matarratones floridos. Una

de las putitas pobres que cazan clientes de solemnidad en la calle de los Notarios

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me pidió el cigarrillo de siempre, y le contesté lo mismo de siempre: Dejé de fumar

hace hoy treinta y tres años, dos meses y diecisiete días. Al pasar frente a El

Alambre de Oro me miré en las vitrinas iluminadas y no me vi como me sentía, sino

más viejo y peor vestido.

Poco antes de las diez abordé un taxi y le pedí al chofer que me llevara al

Cementerio Universal para que no supiera adonde iba en realidad. Me miró divertido

por el espejo, y me dijo: No me dé estos sustos, don sabio, ojalá Dios me mantuviera

tan vivo como a usted. Nos bajamos juntos frente al cementerio porque él no tenía

moneda suelta y tuvimos que cambiar en La Tumba, una cantina indigente donde

lloran a sus muertos los borrachitos de la madrugada. Cuando arreglamos cuentas el

chofer me dijo en serio: Tenga cuidado, don, que ya la casa de Rosa Cabarcas no

es ni sombra de lo que fue. No pude menos que darle las gracias, convencido como

todo el mundo de que no había ningún secreto bajo el cielo para los choferes del

paseo Colón.

Me adentré en un barrio de pobres que no tenía nada que ver con el que conocí en

mis tiempos. Eran las mismas calles amplias de arenas calientes, con casas de

puertas abiertas, paredes de tablas sin cepillar, techos de palma amarga y patios de

cascajo. Pero su gente había perdido el sosiego. En la mayoría de las casas había

parrandas de viernes cuyos bombos y platillos repercutían en las entrañas.

Cualquiera podía entrar por cincuenta centavos en la fiesta que le gustara más, pero

también podía quedarse bailando de gorra en los sardineles. Yo caminaba ansioso

de que me tragara la tierra dentro de mi atuendo de filipichín, pero nadie se fijó en

mí, salvo un mulato escuálido que dormitaba sentado en el portón de una casa de

vecindad.

-Adiós, doctor -me gritó con todo el corazón-, ¡feliz polvo!

¿Qué podía hacer sino darle las gracias? Tuve que detenerme por tres veces para

recobrar el respiro antes de alcanzar la última cuesta. Desde allí vi la enorme luna

de cobre que se alzaba en el horizonte, y una urgencia imprevista del vientre me

hizo temer por mi destino, pero pasó de largo. Al final de la calle, donde el barrio se

convertía en un bosque de árboles frutales, entré en la tienda de Rosa Cabarcas.

No parecía la misma. Había sido la mama santa más discreta y por lo mismo la más

conocida. Una mujer de gran tamaño que queríamos coronar como sargenta de

bomberos, tanto por la corpulencia como por la eficacia para apagar las candelas de

la parroquia. Pero la soledad le había disminuido el cuerpo, le había avellanado la

piel y afilado la voz con tanto ingenio que parecía una niña vieja. De antes sólo le

quedaban los dientes perfectos, con uno que se había hecho forrar de oro por

coquetería. Guardaba un luto cerrado por el marido muerto a los cincuenta años de

vida común, y lo aumentó con una especie de bonete negro por la muerte del hijo

único que la ayudaba en sus entuertos. Sólo le quedaban vivos los ojos diáfanos y

crueles, y por ellos me di cuenta de que no había cambiado de índole.

La tienda tenía un foco macilento en el plafondo y casi nada para vender en los

armarios, que ni siquiera cumplían como pantalla de un negocio a voces que todo el

mundo conocía pero nadie reconocía. Rosa Cabarcas estaba despachando a un

cliente cuando entré en punta de pies. No sé si me desconoció de veras o si lo había

fingido por guardar las formas. Me senté en el escaño de espera mientras se

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desocupaba y traté de reconstruirla en la memoria como había sido. Más de dos

veces, cuando ambos estábamos enteros, también ella me había sacado de

espantos. Creo que me leyó el pensamiento, porque se volvió hacia mí y me

escudriñó con una intensidad alarmante. No te pasa el tiempo, suspiró con tristeza.

Yo quise halagarla: A ti sí, pero para bien. En serio, dijo ella, hasta te ha resucitado

un poco la cara de caballo muerto. Será porque cambié de comedero, le dije por

picardía. Ella se animó. Hasta donde me acuerdo tenías una tranca de galeote, me

dijo. ¿Cómo se porta? Me escapé por la tangente: Lo único distinto desde que no

nos vemos es que a veces me arde el culo. Su diagnóstico fue inmediato: Falta de

uso. Sólo lo tengo para lo que Dios lo hizo, le dije, pero era cierto que me ardía de

tiempo atrás, y siempre en luna llena. Rosa rebuscó en su cajón de sastre y destapó

una latita de una pomada verde que olía a linimento de árnica. Le dices a la niña que

te la unte con su dedito así, moviendo el índice con una elocuencia procaz. Le

repliqué que a Dios gracias todavía era capaz de defenderme sin untos guajiros. Ella

se burló: Ay, maestro, perdóname la vida.

Y fue a lo suyo.

La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien criada,

pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador

de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende

porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo:

Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una

fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó

ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña

un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la

compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra

es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por

adelantado. Así fue.

La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que

andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna

llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en

aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas

de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas

en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales,

había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo

para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba

en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la

vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la

puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla

descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo

estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez

fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.

No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña

dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su

madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por

una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde

de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían

sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el vello

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incipiente del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y

los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y

maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían

urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los

pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos.

Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se

volvía insoportable a medida que avanzaba la noche. Era imposible imaginar cómo

era la cara pintorreteada a brocha gorda, la espesa costra de polvos de arroz con

dos parches de colorete en las mejillas, las pestañas postizas, las cejas y los

párpados como ahumados con negrohumo, y los labios aumentados con un barniz

de chocolate. Pero ni los trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la

nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia.

A las once fui a mis trámites de rutina en el baño, donde estaba su ropa de pobre

doblada sobre una silla con un esmero de rica: un traje de etamina con mariposas

estampadas, un calzón amarillo de malapodán y unas sandalias de fique. Encima de

la ropa había una pulsera de baratillo y una cadenita muy fina con la medalla de la

Virgen. En la repisa del lavabo, una cartera de ruano con un lápiz de labios, un

estuche de colorete, una llave y unas monedas sueltas. Todo tan barato y envilecido

por el uso que no pude imaginarme a nadie tan pobre como ella.

Me desvestí y dispuse las piezas como mejor pude en el perchero para no dañar la

seda de la camisa y el planchado del lino. Oriné en el inodoro decadena, sentado y

como me enseñó desde niño Florina de Dios para que no mojara los bordes de la

bacinilla, y todavía, modestia aparte, con un chorro inmediato y continuo de potro

cerrero. Antes de salir me asomé al espejo del lavamanos. El caballo que me miró

desde el otro lado no estaba muerto sino lúgubre, y tenía una papada de Papa, los

párpados abotagados y desmirriadas las crines que habían sido mi melena de

músico.

-Mierda -le dije-, ¿qué puedo hacer si no me quieres?

Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya

acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la

yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por

dentro como un acorde de arpa, se volteó hacia mí con un gruñido y me envolvió en

el clima de su aliento ácido. Le apreté la nariz con el pulgar y el índice, y ella se

sacudió, apartó la cabeza y me dio la espalda sin despertar. Traté de separarle las

piernas con mi rodilla por una tentación imprevista. En las dos primeras tentativas se

opuso con los muslos tensos. Le canté al oído: La cama de Delgadina de ángeles

está rodeada. Se relajó un poco. Una corriente cálida me subió por las venas, y mi

lento animal jubilado despertó de su largo sueño.

Delgadina, alma mía, le supliqué ansioso. Delgadina. Ella lanzó un gemido lúgubre,

escapó de mis muslos, me dio la espalda y se enroscó como un caracol en su

concha. La pócima de valeriana debió ser tan eficaz para mí como para ella, porque

nada pasó, ni a ella ni a nadie. Pero no me importó. Me pregunté de qué servía

despertarla, humillado y triste como me sentía, y frío como un lebranche.

Nítidas, ineluctables, sonaron entonces las campanadas de las doce de la noche, y

empezó la madrugada del 29 de agosto, día del Martirio de San Juan Bautista.

Memorias de mis putas tristes 14

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Alguien lloraba a gritos en la calle y nadie le hacía caso. Recé por él, si le hiciera

falta, y también por mí, en acción de gracias por los beneficios recibidos: No se

engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio.

La niña gimió en sueños, y recé también por ella: Pues que todo ha de pasar por tal

manera. Después apagué el radio y la luz para dormir.

Desperté de madrugada sin recordar dónde estaba. La niña seguía dormida de

espaldas a mí en posición fetal. Tuve la sensación indefinida de que la había sentido

levantarse en la oscuridad, y de haber oído el desagüe del baño, pero lo mismo

pudo ser un sueño. Fue algo nuevo para mí. Ignoraba las mañas de la seducción, y

siempre había escogido al azar las novias de una noche más por el precio que por

los encantos, y hacíamos amores sin amor, medio vestidos las más de las veces y

siempre en la oscuridad para imaginarnos mejores. Aquella noche descubrí el placer

inverosímil de contemplar el cuerpo de una mujer dormida sin los apremios del

deseo o los estorbos del pudor.

Me levanté a las cinco, inquieto porque mi nota dominical debía estar en la mesa de

redacción antes de las doce. Hice mi deposición puntual todavía con los ardores de

la luna llena, y cuando solté la cadena del agua sentí que ñus rencores del pasado

se fueron por los albañales. Cuando volví fresco y vestido al dormitorio, la niña

dormía bocarriba a la luz conciliadora del amanecer, atravesada de lado a lado en la

cama, con los brazos abiertos en cruz y dueña absoluta de su virginidad. Que Dios

te la guarde, le dije. Toda la plata que me quedaba, la suya y la mía, se la puse en la

almohada, y me despedí por siempre jamás con un beso en la frente. La casa, como

todo burdel al amanecer, era lo más cercano al paraíso. Salí por el portón del huerto

para no encontrarme con nadie. Bajo el sol abrasante de la calle empecé a sentir el

peso de mis noventa años, y a contar minuto a minuto los minutos de las noches que

me hacían falta para morir.

Memorias de mis putas tristes 15

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2

Escribo esta memoria en lo poco que queda de la biblioteca que fue de mis padres, y

cuyos anaqueles están a punto de desplomarse por la paciencia de las polillas. A fin

de cuentas, para lo que me falta por hacer en este mundo me bastaría con mis

diccionarios de todo género, con las dos primeras series de los Episodios nacionales

de don Benito Pérez Galdós, y con La montaña mágica, que me enseñó a entender

los humores de mi madre desnaturalizados por la tisis.

A diferencia de los otros muebles, y de mí mismo, el mesón en que escribo parece

de mejor salud con el paso del tiempo, porque lo fabricó en maderas nobles mi

abuelo paterno, que fue carpintero de buques. Aunque no tenga que escribir, lo

aderezo todas las mañanas con el rigor ocioso que me ha hecho perder tantos

amores. Al alcance de la mano tengo mis libros cómplices: los dos tomos del Primer

Diccionario Ilustrado de la Real Academia,de 1903; el Tesoro de la Lengua

Castellana o Española de don Sebastián de Covarrubias; la gramática de don

Andrés Bello, por si hubiera alguna duda semántica, como es de rigor; el novedoso

Diccionario ideológico de don Julio Casares, en especial por sus antónimos y sus

sinónimos; el Vocabolario della Língua Italiana de Nicola Zingarelli, para

favorecerme con el idioma de mi madre, que aprendí desde la cuna, y el diccionario

de latín, que por ser éste la madre de las otras dos lo considero mi lengua natal.

A la izquierda del escritorio mantengo siempre las cinco fojas de papel de hilo

tamaño oficio para mi nota dominical, y el cuerno con polvo de carta que prefiero a la

moderna almohadilla de papel se cante. A la derecha están el calamaio y el palillero

de balso liviano con la péndola de oro, pues todavía manuscribo con la letra

romántica que me enseñó Florina de Dios para que no me hiciera a la caligrafía

oficial de su esposo, que fue notario público y contador juramentado hasta su último

aliento. Hace tiempo que se nos impuso en el periódico la orden de escribir a

máquina para mejor cálculo del texto en el plomo del linotipo y mayor acierto en la

armada, pero nunca me hice a este mal hábito. Seguí escribiendo a mano y

transcribiendo en la máquina con un arduo picoteo de gallina, gracias al privilegio

ingrato de ser el empleado más antiguo. Hoy, jubilado pero no vencido, gozo del

privilegio sacro de escribir en casa, con el teléfono descolgado para que nadie me

disturbe, y sin censor que aguaite lo que escribo por encima de mi hombro.

Vivo sin perros ni pájaros ni gente de servicio, salvo la fiel Damiana que me ha

sacado de los apuros menos pensados, y sigue viniendo una vez por semana para

lo que haya que hacer, aun como está, corta de vista y de cacumen. Mi madre en su

lecho de muerte me suplicó que me casara joven con mujer blanca, que tuviéramos

Memorias de mis putas tristes 16

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por lo menos tres hijos, y entre ellos una niña con su nombre, que había sido el de

su madre y su abuela. Estuve pendiente de la súplica, pero tenía una idea tan

flexible de la juventud que nunca me pareció demasiado tarde. Hasta un mediodía

caluroso en que me equivoqué de puerta en la casa que tenían los Palomares de

Castro en Pradomar, y sorprendí desnuda a Ximena Ortiz, la menor de las hijas, que

hacía la siesta en la alcoba contigua. Estaba acostada de espaldas a la puerta, y se

volvió a mirarme por encima del hombro con un gesto tan rápido que no me dio

tiempo de escapar. Ay, perdón, alcancé a decir con el alma en la boca. Ella sonrió,

se volteó hacia mí con un escorzo de gacela, y seme mostró de cuerpo entero. La

estancia toda se sentía saturada de su intimidad. No estaba en vivas carnes, pues

tenía en la oreja una flor ponzoñosa de pétalos anaranjados, como la Olimpia de

Manet, y también llevaba una esclava de oro en el puño derecho y una gargantilla de

perlas menudas. Nunca imaginé que pudiera ver algo más perturbador en lo que me

faltaba de vida, y hoy puedo dar fe de que tuve razón.

Cerré la puerta de un golpe, avergonzado de mi torpeza, y con la determinación de

olvidarla. Pero Ximena Ortiz me lo impidió. Me mandaba recados con amigas

comunes, esquelas provocadoras, amenazas brutales, mientras se esparcía la voz

de que estábamos locos de amor el uno por el otro sin que nos hubiéramos cruzado

palabra. Fue imposible resistir. Tenía unos ojos de gata cimarrona, un cuerpo tan

provocador con ropa como sin ella, y una cabellera frondosa de oro alborotado cuyo

tufo de mujer me hacía llorar de rabia en la almohada. Sabía que nunca llegaría a

ser amor, pero la atracción satánica que ejercía sobre mí era tan ardorosa que

intentaba aliviarme con cuanta guaricha de ojos verdes me encontraba al paso.

Nunca logré sofocar el fuego de su recuerdo en la cama de Pradomar, así que le

entregué mis armas, con petición formal de mano, intercambio de anillos y anuncio

de boda grande antes de Pentecostés.

La noticia estalló con más fuerza en el Barrio Chino que en los clubes sociales.

Primero fue con burlas, pero se transformó en una contrariedad cierta de las

académicas que veían el matrimonio como una situación más ridícula que sagrada.

Mi noviazgo cumplió todos los ritos de la moral cristiana en la terraza de orquídeas

amazónicas y helechos colgados de la casa de mi prometida. Llegaba a las siete de

la noche, todo de lino blanco, y con cualquier regalo de abalorios artesanales o

chocolates suizos, y hablábamos medio en clave y medio en serio hasta las diez,

con la custodia de la tía Argénida, que se dormía al primer parpadeo como las

chaperonas de las novelas de la época.

Ximena iba haciéndose más voraz cuanto mejor nos conocíamos, se aligeraba de

corpiños y pollerines a medida que apretaban los bochornos de junio, y era fácil

imaginarse el poder de demolición que debía tener en la penumbra. A los dos meses

de noviazgo no teníamos de qué hablar, y ella planteó el tema de los hijos sin

decirlo, tejiendo bolitas en crochet de lana cruda para recién nacidos. Yo, novio

gentil, aprendí a tejer con ella, y así se nos fueron las horas inútiles que faltaban

para la boda, yo tejiendo las botitas azules para niños y ella tejiendo las rosadas

para niñas, a ver quién acertaba, hasta que fueron bastantes para más de medio

centenar de hijos. Antes de que dieran las diez me subía a un coche de caballos y

me iba al Barrio Chino a vivir mi noche en la paz de Dios.

Los tempestuosos adioses de soltero que me hacían en el Barrio Chino iban en

contravía de las veladas opresivas del Club Social. Contraste que a mí me sirvió

Memorias de mis putas tristes 17

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para saber cuál de los dos mundos era en realidad el mío, y me hice la ilusión de

que eran ambos pero cada uno a sus horas, pues desde cualquiera de los dos veía

alejarse el otro con los suspiros desgarrados con que se separan dos barcos en

altamar. El baile de la víspera en El Poder de Dios incluyó una ceremonia final que

sólo podía ocurrírsele a un cura gallego encallado en la concupiscencia, que vistió a

todo el personal femenino con velos y azahares, para que todas se casaran conmigo

en un sacramento universal. Fue una noche de grandes sacrilegios en que veintidós

de ellas prometieron amor y obediencia y les correspondí con fidelidad y sustento

hasta el más allá de la tumba.

No pude dormir por el presagio de algo irremediable. Desde la madrugada empecé a

contar el paso de las horas en el reloj de la catedral, hasta las siete campanadas

temibles con que debía estar en la iglesia. El timbre del teléfono empezó a las ocho;

largo, tenaz, impredecible, durante más de una hora. No sólo no contesté: no

respiré. Poco antes de las diez llamaron a la puerta, primero con el puño, y luego

con gritos de voces conocidas y abominadas. Temía que la derribaran por algún

percance grave, pero hacia las once la casa quedó en el silencio erizado que sucede

a las grandes catástrofes. Entonces lloré por ella y por mí, y recé de todo corazón

para no encontrarme con ella nunca más en mis días. Algún santo me oyó a medias,

pues Ximena Ortiz se fue del país esa misma noche y no volvió hasta unos veinte

años después, bien casada y con los siete hijos que pudieron ser míos.

Trabajo me costó mantener mi puesto y mi columna en El Diario de La Paz, después

de aquella afrenta social. Pero no fue por eso que relegaron mis notas a la página

once, sino por el ímpetu ciego con que entró el siglo XX. El progreso se convirtió en

el mito de la ciudad. Todo cambió; volaron los aviones y un hombre de empresa tiró

un saco de cartas desde un Junker e inventó el correo aéreo.

Lo único que permaneció igual fueron mis notas en el periódico. Las nuevas

generaciones arremetieron contra ellas, como contra una momia del pasado que

debía ser demolida, pero yo las mantuve en el mismo tono, sin concesiones, contra

los aires de renovación. Fui sordo a todo. Había cumplido cuarenta años, pero los

redactores jóvenes la llamaban la Columna de Mudarra el Bastardo. El director de

entonces me citó en su oficina para pedirme que me pusiera a tono con las nuevas

corrientes. De un modo solemne, como si acabara de inventarlo, me dijo: El mundo

avanza. Sí, le dije, avanza, pero dando vueltas alrededor del sol. Mantuvo mi nota

dominical porque no habría encontrado otro inflador de cables. Hoy sé que tuve

razón, y por qué. Los adolescentes de mi generación avorazados por la vida

olvidaron en cuerpo y alma las ilusiones del porvenir, hasta que la realidad les

enseñó que el futuro no era como lo soñaban, y descubrieron la nostalgia. Allí

estaban ñus notas dominicales, como una reliquia arqueológica entre los escombros

del pasado, y se dieron cuenta de que no eran sólo para viejos sino para jóvenes

que no tuvieran miedo de envejecer. La nota volvió entonces a la sección editorial, y

en ocasiones especiales, a la primera página.

A quien me lo pregunta le contesto siempre con la verdad: las putas no me dejaron

tiempo para ser casado. Sin embargo, debo reconocer que nunca tuve esta

explicación hasta el día de mis noventa años, cuando salí de la casa de Rosa

Cabarcas con la determinación de nunca más provocar al destino. Me sentía otro. El

genio se me trastornó por la gente de tropa que vi apostada en las rejas de hierro

que rodeaban el parque. Encontré a Damiana trapeando los pisos, a gatas en la

Memorias de mis putas tristes 18

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sala, y la juventud de los muslos a su edad me suscitó un temblor de otra época. Ella

debió sentirlo porque se cubrió con la falda. No pude reprimir la tentación de

preguntarle: Dígame una cosa, Damiana: ¿de qué se acuerda? No estaba

acordándome de nada, dijo ella, pero su pregunta me lo recuerda. Sentí una

opresión en el pecho. Nunca me he enamorado, le dije. Ella replicó en el acto: Yo sí.

Y terminó sin interrumpir su oficio: Lloré veintidós años por usted. El corazón me dio

un salto. Buscando una salida digna, le dije: Hubiéramos sido una buena yunta.

Pues hace mal en decírmelo ahora, dijo ella, porque ya no me sirve ni de consuelo.

Cuando salía de la casa, me dijo del modo más natural: Usted no me creerá, pero

sigo siendo virgen, a Dios gracias.

Poco después descubrí que había dejado floreros de rosas rojas por toda la casa, y

una tarjeta en la almohada: Le deseo que llegue a los sien. Con este mal sabor me

senté a continuar la nota que había dejado a medias el día anterior. La terminé con

un solo aliento en menos de dos horas y tuve que torcerle el cuello al cisne para

sacármela de las tripas sin que se me notara el llanto. Por un golpe de inspiración

tardía decidí rematarla con el anuncio de que con ella ponía término feliz a una vida

larga y digna sin la mala condición de morirme.

Mi propósito era dejarla en la portería del periódico y volver a casa. Pero no pude. El

personal en pleno me esperaba para celebrarme el cumpleaños. El edificio estaba

en obra, con andamies y escombros fríos por todas partes, pero habían parado la

obra para la fiesta. En una mesa de carpintero estaban las bebidas para el brindis y

las cuelgas envueltas en papel de fantasía. Aturdido por los relámpagos de las

cámaras me hice con todas las fotos del recuerdo.

Me alegró encontrar allí a periodistas de radio y de los otros diarios de la ciudad: La

Prensa, matutino conservador; El Heraldo, matutino liberal, y El Nacional, vespertino

sensacionalista que trataba de aliviar las tensiones del orden público con folletones

pasionales. No era extraño que estuvieran juntos, pues dentro del espíritu de la

ciudad fue siempre de buen recibo que se mantuvieran intactas las amistades de la

tropa mientras los mariscales libraban la guerra editorial.

También estaba allí fuera de horas el censor oficial, don Jerónimo Ortega, a quien

llamábamos el Abominable Hombre de las Nueve porque llegaba puntual a esa hora

de la noche con su lápiz sangriento de sátrapa godo. Allí permanecía hasta

asegurarse de que no hubiera una letra impune en la edición de mañana. Tenía una

aversión personal contra mí, por mis ínfulas de gramático, o porque utilizaba

palabras italianas sin comillas ni cursivas cuando me parecían más expresivas que

en castellano, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas. Después

de padecerlo por cuatro años, habíamos terminado por aceptarlo como la mala

conciencia de nosotros mismos.

Las secretarias llevaron al salón un pudín con noventa velas encendidas que me

enfrentaron por primera vez al número de mis años. Tuve que tragarme las lágrimas

cuando cantaron el brindis, y me acordé de la niña sin ningún motivo. No fue un

golpe de rencor sino de compasión tardía por una criatura de la que no esperaba

volver a acordarme. Cuando acabó de pasar el ángel alguien me había puesto un

cuchillo en la mano para que cortara el pudín. Por temor a las burlas nadie se

arriesgó a improvisar un discurso. Yo hubiera preferido morirme que contestarlo.

Para terminar la fiesta, el jefe de redacción, por quien no tuve nunca gran simpatía,

Memorias de mis putas tristes 19

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nos devolvió a la realidad inclemente. Ahora sí, ilustre nonagenario, me dijo:

¿Dónde está su nota?

La verdad es que toda la tarde la sentía ardiéndome como una brasa en el bolsillo,

pero la emoción me había calado tan hondo que no tuve corazón para aguar la fiesta

con mi renuncia. Dije: Por esta vez no hay. El jefe de redacción se disgustó por una

falta que había sido inconcebible desde el siglo anterior. Entiéndalo por una vez, le

dije, tuve una noche tan difícil que amanecí embrutecido. Pues debió escribir eso,

dijo él con su humor de vinagre. A los lectores les gustará saber de primera mano

cómo es la vida a los noventa. Una de las secretarias terció. A lo mejor es un secreto

delicioso, dijo, y me miró con malicia: ¿O no? Una ráfaga ardiente me abrasó la cara.

Maldita sea, pensé, qué desleal es el rubor. Otra, radiante, me señaló con el dedo.

¡Qué maravilla! Todavía le queda la elegancia de ruborizarse. Su impertinencia me

provocó otro rubor encima del rubor. Debió ser una noche de ataque, dijo la primera

secretaria: ¡Qué envidia! Y me dio un beso que me quedó pintado en la cara. Los

fotógrafos se encarnizaron. Ofuscado, le entregué la nota al jefe de redacción, y le

dije que lo dicho antes era en broma, aquí la tiene, y escapé atolondrado por la

última salva de aplausos, para no estar presente cuando descubrieran que era mi

carta de renuncia al cabo de medio siglo de galeras.

La ansiedad me duraba todavía aquella noche cuando desenvolvía las cuelgas en mi

casa. Los linotipistas desacertaron con una cafetera eléctrica igual a las tres que

tenía de cumpleaños anteriores. Los tipógrafos me dieron una autorización para

recoger un gato de angora en el criadero municipal. La gerencia me dio una

bonificación simbólica. Las secretarias me regalaron tres calzoncillos de seda con

huellas de besos estampados, y una tarjeta en la que se ofrecían para quitármelos.

Se me ocurrió que uno de los encantos de la vejez son las provocaciones que se

permiten las amigas jóvenes que nos creen fuera de servicio.

Nunca supe quién me mandó un disco con los veinticuatro preludios de Chopin por

Stefan Askenase. Los redactores en su mayoría me regalaron libros de moda. No

había terminado de desenvolver los regalos cuando Rosa Cabarcas me llamó por

teléfono con la pregunta que yo no quería oír: ¿Qué te pasó con la niña? Nada, dije

sin pensarlo. ¿Te parece nada que ni siquiera la despertaste?, dijo Rosa Cabarcas.

Una mujer no perdona jamás que un hombre le desprecie el estreno. Le alegué que

la niña no podía estar tan agotada sólo por pegar botones, y tal vez se hiciera la

dormida por miedo del mal trance. Lo único grave, dijo Rosa, es que ella cree de

verdad que ya no sirves, y no me gustaría que lo fuera pregonando a los cuatro

vientos.

No le di el gusto de sorprenderme. Aunque así fuera, le dije, su estado es tan

deplorable que no se puede contar con ella ni dormida ni despierta: es carne de

hospital. Rosa Cabarcas bajó el tono: La culpa fue de las prisas con que se hizo el

trato, pero tiene remedio, ya verás. Prometió poner a la niña en confesión, y si era el

caso obligarla a devolver la plata, ¿qué te parece? Déjalo de ese tamaño, le dije,

aquí no pasó nada, y en cambio me ha valido como una prueba de que ya no estoy

para estos trotes. En ese sentido la niña tiene razón: ya no sirvo. Colgué el teléfono,

saturado por un sentimiento de liberación que no había conocido en vida mía, y por

fin a salvo de una servidumbre que me mantenía subyugado desde mis trece años.

Memorias de mis putas tristes 20

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A las siete de la noche fui invitado de honor al concierto de Jacques Thibault y Alfred

Cortot en la sala de Bellas Artes, con una interpretación gloriosa de la sonata para

violín y piano de César Frank, y en el intermedio escuché elogios inverosímiles. El

maestro Pedro Biava, nuestro músico enorme, me llevó casi a rastras a los

camerinos para presentarme a los intérpretes. Me ofusqué tanto que los felicité por

una sonata de Schumann que no habían tocado, y alguien me corrigió en público de

mala manera. La impresión de que había confundido las dos sonatas por ignorancia

simple quedó sembrada en el ambiente local, y agravada por una explicación

aturdida con que traté de remendarla el domingo siguiente en mi reseña crítica del

concierto.

Por primera vez en mi larga vida me sentí capaz de matar a alguien. Volví a casa

atormentado por el diablillo que sopla al oído las respuestas devastadoras que no

dimos a tiempo, y ni la lectura ni la música mitigaron mi rabia. Por fortuna Rosa

Cabarcasme sacó del desvarío con un grito en el teléfono: Estoy feliz con el

periódico, porque no pensaba que cumplías noventa sino cien. Le contesté

encrespado: ¿Así de jodido me viste? Al contrario, dijo ella, lo que me sorprendió fue

verte tan bien. Qué bueno que no eres de los viejos verdes que se aumentan la edad

para que los crean en buen estado. Y cambió sin transición: Te tengo tu cuelga. Me

sorprendió de veras: ¿Qué es? La niña, dijo ella.

No me tomé ni un instante para pensar. Gracias, le dije, pero esa vaina es agua

pasada. Ella siguió de largo: Te la mando a tu casa envuelta en papel de China y

hervida con palo de sándalo al baño maría, todo gratis. Me mantuve firme, y ella se

debatió en una explicación pedregosa que me pareció sincera. Dijo que la niña

estaba en tan mal estado aquel viernes por haber cosido doscientos botones con

aguja y dedal. Que era verdad su miedo a las violaciones sangrientas, pero ya

estaba instruida para el sacrificio. Que en su noche conmigo se había levantado

para ir al baño, y que yo estaba tan profundo que le dio lástima despertarme, pero ya

me había ido cuando volvió a despertar en la mañana. Me indigné con lo que me

pareció una mentira inútil. Bueno, prosiguió Rosa Cabarcas, aun si así fuera, la niña

está arrepentida. Pobrecita, la tengo aquí enfrente. ¿Quieres que tela pase? No, por

Dios, le dije.

Había empezado a escribir cuando llamó la secretaria del periódico. El mensaje era

que el director quería verme al día siguiente a las once de la mañana. Llegué

puntual. El estruendo de la restauración de la casa no parecía soportable, el aire

estaba enrarecido por los martillazos, el polvo de cemento y el humo de alquitrán,

pero la redacción había aprendido a pensar en la rutina del caos. Las oficinas del

director, en cambio, heladas y silentes, permanecían en un país ideal que no era el

nuestro.

El tercer Marco Tulio, con un aire adolescente, se puso de pie al verme entrar, sin

interrumpir una conversación telefónica, me estrechó la mano por encima del

escritorio y me indicó que me sentara. Llegué a pensar que no había nadie en el otro

extremo de la línea, y que él hacía la farsa para impresionarme, pero pronto

descubrí que hablaba con el gobernador, y era en verdad un diálogo difícil entre

enemigos cordiales. Además, creo que se esmeraba en parecer enérgico delante de

mí, aunque al mismo tiempo se mantenía de pie mientras hablaba con la autoridad.

Memorias de mis putas tristes 21

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Se le notaba el vicio de la pulcritud. Acababa de cumplir veintinueve años con cuatro

idiomas y tres maestrías internacionales, a diferencia del primer presidente vitalicio,

su abuelo paterno, que se hizo periodista empírico después de hacer una fortuna

con la trata de blancas. Tenía maneras fáciles, se pasaba de apuesto y sereno, y lo

único que ponía en peligro su prestancia era una nota falsa en la voz. Llevaba una

chaqueta deportiva con una orquídea viva en la solapa, y cada cosa le sentaba

como si fuera de su ser natural, pero nada en él estaba hecho para el clima de la

calle sino para la primavera de sus oficinas. Yo, que había gastado casi dos horas

para vestirme, sentí el oprobio de la pobreza y me aumentó la rabia.

Con todo, el veneno mortal estaba en una foto panorámica del personal de planta

tomada en el XXV aniversario de la fundación del periódico, en la que señalaban con

una crucecita sobre la cabeza a los que iban muriendo. Yo era el tercero de la

derecha, con el sombrero canotier, la corbata de nudo grande con una perla en el

prendedor, el primer mostacho de coronel civil que tuve hasta los cuarenta años, y

los espejuelos metálicos de seminarista présbita que no me hicieron falta después

del medio siglo. Había visto esa foto colgada durante años en distintas oficinas, pero

sólo entonces fui sensible a su mensaje: de los cuarenta y ocho empleados

originales sólo cuatro estábamos vivos, y el menor de nosotros cumplía una condena

de veinte años por asesinato múltiple.

El director terminó la llamada, me sorprendió mirando la foto, y sonrió. Las crucecitas

no las puse yo, dijo. Me parecen de muy mal gusto. Se sentó al escritorio y cambió

de tono: Permítame decirle que usted es el hombre más impredecible que he

conocido. Y ante mi sorpresa, se adelantó a todo: Lo digo por su renuncia. Apenas

acerté a decir: Es toda una vida. El replicó que justo por eso no era una solución

pertinente. La nota le parecía magnífica, y todo lo que decía de la vejez era de lo

mejor que había leído nunca, y no tenía sentido terminarla con una decisión que

parecía más bien una muerte civil. Por fortuna, dijo, el Abominable Hombre de las

Nueve la leyó cuando ya estaba armada la página editorial, y le pareció inadmisible.

Sin consultarlo con nadie la tachó de arriba abajo con su lápiz de Torquemada.

Cuando lo supe esta mañana ordené mandar una nota de protesta a la Gobernación.

Era mi deber, pero entre nos, puedo decirle que estoy muy agradecido por la

arbitrariedad del censor. De modo que no estaba dispuesto a aceptar que

suspendiera la nota. Se lo suplico con toda el alma, dijo. No abandone el barco en

altamar. Y concluyó con un gran estilo: Todavía nos queda mucho por hablar de

música.

Lo vi tan decidido, que no me atreví a agravar la discrepancia con un argumento de

distracción. El problema, en realidad, era que tampoco entonces encontraba un

motivo decente para abandonar la noria, y me aterrorizó la idea de decirle que sí una

vez más sólo por ganar tiempo. Tuve que reprimirme para que no se me notara la

emoción impúdica que me apremiaba las lágrimas .Y otra vez, como siempre,

quedamos en las mismas de siempre después de tantos años.

La semana siguiente, presa de un estado que era más de confusión que de alegría,

pasé por el criadero a recoger el gato que me habían regalado los impresores.

Tengo muy mala química con los animales, por lo mismo que la tengo con los niños

antes de que empiecen a hablar. Me parecen mudos del alma. No los odio, pero no

puedo soportarlos porque no aprendí a negociar con ellos. Me parece contra natura

que un hombre se entienda mejor con su perro que con su esposa, que lo enseñe a

Memorias de mis putas tristes 22

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comer y descomer a sus horas, a contestar preguntas y a compartir sus penas. Pero

no recoger el gato de los tipógrafos habría sido un desaire. Además, era un precioso

ejemplar de angora, de pelambre rosada y tersa y ojos iluminados, cuyos maullidos

parecían a punto de ser palabras. Me lo dieron en una canasta de mimbre con un

certificado de su estirpe y un manual de uso como el de las bicicletas para armar.

Una patrulla militar verificaba la identidad de los transeúntes antes de autorizar el

paso por el parque de San Nicolás. Nunca había visto nada igual ni podía

imaginarme nada más descorazonador como síntoma de mi vejez. Era una patrulla

de cuatro, al mando de un oficial casi adolescente. Los agentes eran hombres de

páramos, duros y callados con un olor de establo. El oficial los vigilaba a todos con

las mejillas chapeadas de los andinos en la playa. Después de revisar mi cédula de

identidad y mi credencial de prensa me preguntó qué llevaba en la cesta. Un gato, le

dije. El quiso verlo. Destapé la cesta con toda precaución por temor de que

escapara, pero un agente quiso ver si no había algo más en el fondo, y el gato le tiró

un zarpazo. El oficial se interpuso. Es una joya de angora, dijo. Lo acarició mientras

murmuraba algo, y el gato no lo agredió pero tampoco le hizo caso. ¿Cuántos años

tiene?, preguntó. No sé, le dije, acaban de regalármelo. Se lo pregunto porque se ve

que es muy viejo, diez años, quizás. Quise preguntarle cómo lo sabía, y muchas

cosas más, pero a despecho de sus buenas maneras y su habla florida no me sentía

con estómago para hablar con él. Me parece que es un gato abandonado que ha

pasado por muchas, dijo. Obsérvelo, no lo acomode a usted sino al contrario, usted

a él, y déjelo, hasta que se gane su confianza. Cerró la tapa de la cesta, y me

preguntó: ¿En qué trabaja usted? Soy periodista. ¿Desde cuándo? Desde hace un

siglo, le dije. No lo dudo, dijo él. Me estrechó la mano y se despidió con un frase

que lo mismo podía ser un buen consejo que una amenaza:

-Cuídese mucho.

Al mediodía desconecté el teléfono para refugiarme en la música con un programa

exquisito: la rapsodia para clarinete y orquesta de Wagner, la de saxofón de

Debussy y el quinteto para cuerdas de Bruckner, que es un remanso edénico en el

cataclismo de su obra. Y de pronto me encontré envuelto en las tinieblas del estudio.

Sentí deslizarse debajo de mi mesa algo que no me pareció un cuerpo vivo sino una

presencia sobrenatural que me rozó los pies, y salté con un grito. Era el gato con la

hermosa cola empenachada, su lentitud misteriosa y su estirpe mítica, y no pude

evitar el calofrío de estar solo en la casa con un ser vivo que no fuera humano.

Cuando dieron las siete en la catedral, había una estrella sola y límpida en el cielo

color de rosas, un buque lanzó un adiós desconsolado, y sentí en la garganta el

nudo gordiano de todos los amores que pudieron haber sido y no fueron. No soporté

más. Descolgué el teléfono con el corazón en la boca, marqué los cuatro números

muy despacio para no equivocarme, y al tercer timbrazo reconocí la voz. Bueno,

mujer, le dije con un suspiro de alivio: Perdóname el berrinche de esta mañana. Ella,

tranquila: No te preocupes, estaba esperando tu llamada. Le advertí: Quiero que la

niña me espere como Dios la echó al mundo y sin barnices en la cara. Ella hizo su

risa gutural. Lo que tú digas, dijo, pero te pierdes el gusto de encuerar la pieza por

pieza, como les encanta a los viejos, no sé por qué. Yo sí sé, le dije: Porque se

están volviendo cada vez más viejos. Ella lo dio por hecho.

Memorias de mis putas tristes 23

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-Está bien -dijo-, entonces esta noche a las diez en punto, antes de que se enfríe la

pescada.

Memorias de mis putas tristes 24

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3

¿Cómo podía llamarse? La dueña no me lo había dicho. Cuando me hablaba de ella

sólo decía: la niña. Y yo lo había convertido en un nombre de pila, como la niña de

los ojos o la carabela menor. Además, Rosa Cabarcas ponía a sus pupilas un

nombre distinto para cada cliente. A mí me divertía adivinarlos por las caras, y desde

el principio estuve seguro de que la niña tenía uno largo, como Filomena, Saturnina

o Nicolasa. En ésas estaba cuando ella se dio media vuelta en la cama y quedó de

espaldas a mí, y me pareció que había dejado un charco de sangre del tamaño y la

forma del cuerpo. Fue un sobresalto instantáneo hasta que comprobé que era la

humedad del sudor en la sábana.

Rosa Cabarcas me había aconsejado que la tratara con cautela, pues aún le duraba

el susto de la primera vez. Es más: creo que la misma solemnidad del rito le había

agravado el miedo y habían tenido que aumentarle la dosis de valeriana, pues

dormía con tal placidez que habría sido una lástima despertarla sin arrullos. De

modo que empecé a se carla con la toalla mientras le cantaba en susurros la

canción de Delgadina, la hija menor del rey, requerida de amores por su padre. A

medida que la secaba ella iba mostrándome los flancos sudados al compás de mi

canto: Delgadina, Delgadina, tú seras mi prenda amada. Fue un placer sin límites

pues ella volvía a sudar por un costado cuando acababa de secarla por el otro, para

que la canción no terminara nunca. Levántate, Delgadina, ponte tu falda de seda, le

cantaba al oído. Al final, cuando los criados del rey la encontraron muerta de sed en

su cama, me pareció que mi niña había estado a punto de despertar al escuchar el

nombre. Así que era ella: Delgadina.

Volví a la cama con mis calzoncillos de besos estampados y me tendí junto a ella.

Dormí hasta las cinco al arrullo de su respiración apacible. Me vestí a toda prisa sin

lavarme, y sólo entonces vi la sentencia escrita con lápiz labial en el espejo del

lavabo: El tigre no come lejos. Sé que no estaba la noche anterior y nadie podía

haber entrado en el cuarto, de modo que la entendí como la cuelga del diablo. Un

trueno terrorífico me sorprendió en la puerta, y el cuarto se llenó del olor

premonitorio de la tierra mojada. No tuve tiempo para escapar ileso. Antes de que

encontrara un taxi se precipitó un aguacero grande, de los que suelen desordenar la

ciudad entre mayo y octubre, pues las calles de arenas ardientes que bajan hacia el

río se convierten en torrenteras que arrastran cuanto encuentran a su paso. Las

aguas de aquel septiembre raro, después de tres meses de sequía, podían ser tan

providenciales como devastadoras.

Memorias de mis putas tristes 25

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Desde que abrí la puerta de casa me salió al encuentro la sensación física de que no

estaba solo. Alcancé a ver el celaje del gato que saltó del sofá y se escabulló por el

balcón. En su plato quedaban las sobras de una comida que yo no le había servido.

La peste de sus orines rancios y su caca caliente habían contaminado todo. Me

había dedicado a estudiarlo como estudié el latín. El manual decía que los gatos

escarban en la tierra para esconder su estiércol, y que en las casas sin patio, como

ésta, lo harían en las macetas de plantas, o en cualquier otro escondrijo. Lo

apropiado era prepararles desde el primer día una caja con arena para orientarles el

hábito, y así lo hice. También decía que lo primero que hacen en casa nueva es

marcar su territorio orinando por todas partes, y aquél pudo ser el caso, pero el

manual no decía cómo remediarlo. Seguía sus trazas para familiarizarme con sus

hábitos originales, pero no di con sus escondites secretos, sus sitios de reposo, las

causas de sus humores volubles. Quise enseñarlo a comer en sus horas, a usar la

cajita de arena en la terraza, a no subirse en mi cama mientras yo dormía ni a

olisquear los alimentos en la mesa, y no pude hacerle entender que la casa era suya

por derecho propio y no como un botín de guerra. De modo que lo dejé a su aire.

Al atardecer enfrenté el aguacero, cuyos vientos huracanados amenazaban con

desquiciar la casa. Sufrí un ataque de estornudos sucesivos, me dolía el cráneo y

tenía fiebre, pero me sentía poseído por una fuerza y una determinación que nunca

tuve a ninguna edad y por ninguna causa. Puse calderos en el piso para recoger las

goteras, y me di cuenta de que habían aparecido otras nuevas desde el invierno

anterior. La más grande había empezado a inundar el flanco derecho de la

biblioteca. Me apresuré a rescatar a los autores griegos y latinos que vivían por

aquel rumbo, pero al quitar los libros encontré un chorro de alta presión que salía de

un tubo roto en el fondo del muro. Lo amordacé con trapos hasta donde pude para

darme el tiempo de salvar los libros. El estrépito del agua y el aullido del viento

arreciaron en el parque. De pronto, un relámpago fantasmal y su trueno simultáneo

impregnaron el aire de un fuerte olor de azufre, el viento desbarató las vidrieras del

balcón y la tremenda borrasca de mar rompió los cerrojos y se metió dentro de la

casa. Sin embargo, antes de diez minutos escampó de un tajo. Un sol espléndido

secó las calles llenas de escombros varados, y volvió el calor.

Cuando pasó el aguacero seguía con la sensación de que no estaba solo en la casa.

Mi única explicación es que así como los hechos reales se olvidan, también algunos

que nunca fueron pueden estar en los recuerdos como si hubieran sido. Pues si

evocaba la emergencia del aguacero no me veía a mí mismo solo en la casa sino

siempre acompañado por Delgadina. La había sentido tan cerca en la noche que

percibía el rumor de su aliento en el dormitorio, y los latidos de su mejilla en mi

almohada. Sólo así entendí que hubiéramos podido hacer tanto en tan poco tiempo.

Me recordaba subido en el escabel de la biblioteca y la recordaba a ella despierta

con su trajecito de flores recibiendo los libros para ponerlos a salvo. La veía correr

de un lado al otro de la casa batallando con la tormenta, empapada de lluvia con el

agua a los tobillos. Recordaba cómo preparó al día siguiente un desayuno que

nunca fue, y puso la mesa mientras yo secaba los pisos y ponía orden en el

naufragio de la casa. Nunca olvidé su mirada sombría mientras desayunábamos:

¿Por qué me conociste tan viejo? Le contesté la verdad: La edad no es la que uno

tiene sino la que uno siente.

Desde entonces la tuve en la memoria con tal nitidez que hacía de ella lo que quería.

Le cambiaba el color de los ojos según mi estado de ánimo: color de agua al

Memorias de mis putas tristes 26

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despertar, color de almíbar cuando reía, color de lumbre cuando la contrariaba. La

vestía para la edad y la condición que convenían a mis cambios de humor: novicia

enamorada a los veinte años, puta de salón a los cuarenta, reina de Babilonia a los

setenta, santa a los cien. Cantábamos duetos de amor de Puccini, boleros de

Agustín Lara, tangos de Carlos Gardel, y comprobábamos una vez más que quienes

no cantan no pueden imaginar siquiera lo que es la felicidad de cantar. Hoy sé que

no fue una alucinación, sino un milagro más del primer amor de mi vida a los

noventa años.

Cuando la casa estuvo en orden llamé a Rosa Cabarcas. ¡Dios Santo!, exclamó al

oír mi voz, creí que te habías ahogado. No podía entender que hubiera vuelto a

pasar la noche con la niña sin tocarla. Tienes todo el derecho de que no te guste,

pero al menos pórtate como un adulto. Traté de explicarle, pero ella cambió el tema

sin transición: De todos modos te tengo vista otra un poco mayor, bella y también

virgen. Su papá quiere cambiarla por una casa, pero se puede discutir un descuento.

Se me heló el corazón. Ni más faltaba, protesté asustado, quiero la misma, y como

siempre, sin fracasos, sin peleas, sin malos recuerdos. Hubo un silencio en la línea,

y por fin la voz sumisa con que dijo como para sí misma: Bueno, esto debe ser lo

que los médicos llaman demencia senil.

Fui a las diez de la noche con un chofer conocido por la extraña virtud de no hacer

preguntas. Llevé un ventilador portátil y un cuadro de Orlando Rivera, el querido

Figurita, y un martillo y un clavo para colgarlo. En el camino hice una parada para

comprar cepillos de dientes, pasta dentífrica, jabón de olor. Agua de Florida, tabletas

de regaliz. Quise llevar también un buen florero y un ramo de rosas amarillas para

conjurar la pava de las flores de papel, pero no encontré nada abierto y tuve que

robarme en un jardín privado un ramo de astromelias recién nacidas.

Por instrucciones de la dueña llegué desde entonces por la calle de atrás, del lado

del acueducto, para que nadie me viera entrar por el portón del huerto. El chofer me

previno: Cuidado, sabio, en esa casa matan. Le contesté: Si es por amor no importa.

El patio estaba en tinieblas, pero había luces de vida en las ventanas y un revoltijo

de músicas en los seis cuartos. En el mío, a volumen más alto, distinguí la voz cálida

de don Pedro Vargas, el tenor de América, con un bolero de Miguel Matamoros.

Sentí que iba a morir. Empujé la puerta con la respiración desbaratada y vi a

Delgadina en la cama como en mis recuerdos: desnuda y dormida en santa paz del

lado del corazón.

Antes de acostarme arreglé el tocador, puse el ventilador nuevo en lugar del

oxidado, y colgué el cuadro donde ella pudiera verlo desde la cama. Me acosté a su

lado y la reconocí palmo a palmo. Era la misma que andaba por mi casa: las mismas

manos que me reconocían al tacto en la oscuridad, los mismos pies de pasos tenues

que se confundían con los del gato, el mismo olor del sudor de mis sábanas, el dedo

del dedal. Increíble: viéndola y tocándola en carne y hueso, me parecía menos real

que en mis recuerdos.

Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a quien

quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan buen

corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el lienzo

chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y con

pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una monja que

Memorias de mis putas tristes 27

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secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo primero

que veas al despertar.

No había cambiado de posición cuando apagué la luz, a la una de la madrugada, y

su respiración era tan tenue que le tomé el pulso para sentirla viva. La sangre

circulaba por sus venas con la fluidez de una canción que se ramificaba hasta los

ámbitos más recónditos de su cuerpo y volvía al corazón purificada por el amor.

Antes de irme al amanecer dibujé en un papel las líneas de su mano, y se las di a

leer a la Diva Sahibí para conocer su alma. Y fue así: una persona que sólo dice lo

que piensa. Es perfecta para trabajos manuales. Tiene contacto con alguien que ya

murió, y del cual espera ayuda, pero está equivocada: la ayuda que busca está al

alcance de su mano. No ha tenido ninguna unión, pero va a morir mayor y casada.

Ahora tiene un hombre moreno, que no ha de ser el de su vida. Puede tener ocho

hijos, pero se va a decidir sólo por tres. A los treinta y cinco años, si hace lo que le

indique el corazón y no la mente, va a manejar mucho dinero, y a los cuarenta

recibirá una herencia. Va a viajar mucho. Tiene doble vida y doble suerte, y puede

influir sobre su propio destino. Le gusta probar todo, por curiosidad, pero va a

arrepentirse si no se orienta por el corazón.

Atormentado de amor hice reparar los estragos de la borrasca, y aproveché para

hacer otros muchos remiendos que venía demorando desde años por insolvencia o

por desidia. Reorganicé la biblioteca, en el orden en que había leído los libros. Por

último rematé la pianola como reliquia histórica con sus más de cien rollos de

clásicos, y compré un tocadiscos usado pero mejor que el mío, con parlantes de alta

fidelidad que engrandecieron el ámbito de la casa. Quedé al borde de la ruina pero

bien compensado por el milagro de estar vivo a mi edad.

La casa renacía de sus cenizas y yo navegaba en el amor de Delgadina con una

intensidad y una dicha que nunca conocí en mi vida anterior. Gracias a ella me

enfrenté por vez primera con mi ser natural mientras transcurrían mis noventa años.

Descubrí que mi obsesión de que cada cosa estuviera en su puesto, cada asunto en

su tiempo, cada palabra en su estilo, no era el premio merecido de una mente en

orden, sino al contrario, todo un sistema de simulación inventado por mí para ocultar

el desorden de mi naturaleza. Descubrí que no soy disciplinado por virtud, sino como

reacción contra mi negligencia; que parezco generoso por encubrir mi mezquindad,

que me paso de prudente por mal pensado, que soy conciliador para no sucumbir a

mis cóleras reprimidas, que sólo soy puntual para que no se sepa cuan poco me

importa el tiempo ajeno. Descubrí, en fin, que el amor no es un estado del alma sino

un signo del zodíaco.

Me volví otro. Traté de releer los clásicos que me orientaron en la adolescencia, y no

pude con ellos. Me sumergí en las letras románticas que repudié cuando mi madre

quiso imponérmelas con mano dura, y por ellas tomé conciencia de que la fuerza

invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices sino los

contrariados. Cuando mis gustos en música hicieron crisis me descubrí atrasado y

viejo, y abrí mi corazón a las delicias del azar.

Me pregunto cómo pude sucumbir en este vértigo perpetuo que yo mismo provocaba

y temía. Flotaba entre nubes erráticas y hablaba conmigo mismo ante el espejo con

la vana ilusión de averiguar quién soy. Era tal mi desvarío, que en una manifestación

Memorias de mis putas tristes 28

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estudiantil con piedras y botellas, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no

ponerme al frente con un letrero que consagrara mi verdad: Estoy loco de amor.

Obnubilado por la evocación inclemente de Delgadina dormida, cambié sin la menor

malicia el espíritu de mis notas dominicales. Fuera cual fuera el asunto las escribía

para ella, las reía y las lloraba para ella, y en cada palabra se me iba la vida. En

lugar de la fórmula de gacetilla tradicional que tuvieron desde siempre, las escribí

como cartas de amor que cada quien podía hacer suyas. Propuse en el periódico

que el texto no se alzara en linotipo sino que fuera publicado con mi caligrafía

florentina. Al jefe de redacción, cómo no, le pareció otro acceso de vanidad senil,

pero el director general lo convenció con una frase que todavía anda suelta por la

redacción:

-No se equivoque: los loquitos mansos se adelantan al porvenir.

La respuesta pública fue inmediata y entusiasta, con numerosas cartas de lectores

enamorados. Algunas las leían en los noticieros de radio con urgencias de última

hora, y se hicieron copias en mimeógrafos o papel carbón, que vendían como

cigarrillos de contrabando en las esquinas de la calle San Blas. Desde el principio

fue evidente que obedecían a las ansias de expresarme, pero me hice a la

costumbre de tomarlas en cuenta al escribir, y siempre con la voz de un hombre de

noventa años que no aprendió a pensar como viejo. La comunidad intelectual, como

de sólito, se mostró timorata y dividida, y hasta los grafólogos menos pensados

montaron controversias por los análisis erráticos de mi caligrafía. Fueron ellos los

que dividieron los ánimos, recalentaron la polémica y pusieron de moda la nostalgia.

Antes del fin del año me había arreglado con Rosa Cabarcas para dejar en el cuarto

el abanico eléctrico, los recursos del tocador y lo que siguiera llevando en el futuro

para hacerlo vivible. Llegaba a las diez, siempre con algo nuevo para ella, o para

gusto de ambos, y dedicaba unos minutos a sacar la utilería escondida para armar el

teatro de nuestras noches. Antes de irme, nunca más tarde de las cinco, volvía a

asegurar todo bajo llave. La alcoba quedaba entonces tan escuálida como fue en

sus orígenes para los amores tristes de los clientes casuales. Una mañana oí que

Marcos Pérez, la voz más escuchada de la radio desde el amanecer, había decidido

leer mi nota dominical en su noticiero de los lunes. Cuando pude reprimir la náusea

dije sobrecogido: Ya lo sabes, Delgadina, la fama es una señora muy gorda que no

duerme con uno, pero cuando uno despierta está siempre mirándonos frente a la

cama.

Uno de esos días me quedé a desayunar con Rosa Cabarcas, que empezaba a

parecerme menos decrépita a pesar del luto severo y del bonete negro que ya le

tapaba las cejas. Sus desayunos tenían fama de espléndidos, con una carga de

pimienta que me hacía llorar. Al primer bocado de fuego vivo le dije bañado en

lágrimas: Esta noche no me hará falta la luna llena para que me arda el culo. No te

quejes, dijo ella. Si te arde es porque todavía lo tienes, a Dios gracias.

Se sorprendió cuando mencioné el nombre de Delgadina. No se llama así, dijo, se

llama. No me lo digas, la interrumpí, para mí es Delgadina. Ella se encogió de

hombros: Bueno, al fin y al cabo es tuya, pero me parece un nombre de diurético. Le

conté lo del letrero del tigre que la niña había escrito en el espejo. No pudo ser ella,

Memorias de mis putas tristes 29

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dijo Rosa, porque no sabe leer ni escribir. ¿Entonces quién? Ella se encogió de

hombros: Puede ser de alguien que se murió en el cuarto.

Yo aprovechaba aquellos desayunos para desahogarme con Rosa Cabarcas y le

pedía favores mínimos para el bienestar y el buen ver de Delgadina. Me los

concedía sin pensarlo con una picardía de colegiala. ¡Qué risa!, me dijo por aquellos

días. Me siento como si me estuvieras pidiendo su mano. Y a propósito, se le

ocurrió, ¿por qué no te casas con ella? Me quedé de una pieza. En serio, insistió, te

sale más barato. Al fin y al cabo, el problema a tu edad es servir o no servir, pero ya

me dijiste que lo tienes resuelto. Le salí al paso: El sexo es el consuelo que uno

tiene cuando no le alcanza el amor.

Ella soltó la risa: Ay, mi sabio, siempre supe que eres muy hombre, que siempre lo

fuiste, y me alegra que lo sigas siendo mientras tus enemigos entregan las armas.

Con razón se habla tanto de ti. ¿Oíste a Marcos Pérez? Todo el mundo lo oye, le

dije, para cortar el tema. Pero ella insistió: También el profesor Camacho y Cano, en

La hora de todo un poco, dijo ayer que el mundo ya no es lo que era porque no

quedan muchos hombres como tú.

Aquel fin de semana encontré a Delgadina con fiebre y tos. Desperté a Rosa

Cabarcas para que me diera algún remedio casero, y me llevó al cuarto un botiquín

de primeros auxilios. Dos días después Delgadina seguía postrada, y no había

podido volver a su rutina de pegar botones. El médico le había prescrito un

tratamiento casero para una gripa común que cedería en una semana, pero se

alarmó por su estado general de desnutrición. Dejé de verla, y sentí que me hacía

falta, y aproveché para arreglar el cuarto sin ella.

Llevé también un dibujo a pluma de Cecilia Porras para Todos estábamos a la

espera, el libro de cuentos de Alvaro Cepeda. Llevé los seis tomos de Juan

Cristóbal, de Romain Rolland, para pastorear mis vigilias. De modo que cuando

Delgadina pudo volver a la habitación la encontró digna de una felicidad sedentaria:

el aire purificado con un insecticida aromático, paredes color de rosa, lámparas

matizadas, flores nuevas en los floreros, mis libros favoritos, los buenos cuadros de

mi madre colgados de otro modo, según los gustos de hoy. Había cambiado el viejo

radio por uno de onda corta que mantenía sintonizado en un programa de música

culta, para que Delgadina aprendiera a dormir con los cuartetos de Mozart, pero una

noche lo encontré en una estación especializada en boleros de moda. Era el gusto

de ella, sin duda, y lo asumí sin dolor, pues también yo lo había cultivado con el

corazón en mis mejores días. Antes de volver a casa al día siguiente escribí en el

espejo con el lápiz de labios: Niña mía, estamos solos en el mundo.

Por esa época tuve la rara impresión de que se estaba volviendo mayor antes de

tiempo. Se lo comenté a Rosa Cabarcas, y a ella le pareció natural. Cumple quince

años el cinco de diciembre, me dijo. Una Sagitario perfecta. Me inquietó que fuera

tan real como para cumplir años. ¿Qué podría regalarle? Una bicicleta, dijo Rosa

Cabarcas. Tiene que atravesar la ciudad dos veces al día para ir a pegar botones.

Me mostró en la trastienda la bicicleta que usaba, y de verdad me pareció un

cacharro indigno de una mujer tan bien amada. Sin embargo, me conmovió como la

prueba tangible de que Delgadina existía en la vida real.

Memorias de mis putas tristes 30

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Cuando fui a comprar la mejor bicicleta para ella no pude resistir la tentación de

probarla y di algunas vueltas casuales en la rampa del almacén. Al vendedor que me

preguntó la edad le contesté con la coquetería de la vejez: Voy a cumplir noventa y

uno. El empleado dijo justo lo que yo quería: Pues representa veinte menos. Yo

mismo no entendía cómo conservaba la práctica del colegio, y me sentí colmado por

un gozo radiante. Empecé a cantar. Primero para mí mismo, en voz baja, y después

a todo pecho con ínfulas del gran Caruso, por entre los bazares abigarrados y el

tráfico demente del mercado público. La gente me miraba divertida, me gritaban, me

incitaban a participar en la Vuelta a Colombia en silla de ruedas. Yo les hacía con la

mano un saludo de navegante feliz sin interrumpir la canción. Esa semana, en

homenaje a diciembre, escribí otra nota atrevida: Cómo ser feliz en bicicleta a los

noventa años.

La noche de su cumpleaños le canté a Delgadina la canción completa, y la besé por

todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento: la espina dorsal, vértebra por vértebra,

hasta las nalgas lánguidas, el costado del lunar, el de su corazón inagotable. A

medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia

montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y

en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda

ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos.

Empezaba a adormecerme en la madrugada cuando sentí como un rumor de

muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles que me atravesaron el corazón.

Entonces fui al baño y escribí en el espejo: Delgadina de mi vida, llegaron las brisas

de Navidad.

Uno de mis recuerdos más felices fue un trastorno que sentí una mañana como

aquélla al salir de la escuela. ¿Qué me pasa? La maestra me dijo alelada: Ay, niño,

¿no ves que son las brisas? Ochenta años después volví a sentirlo cuando me

desperté en la cama de Delgadina, y era el mismo diciembre que volvía puntual con

sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que

Desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas. La ciudad adquiría

por entonces una resonancia fantasmal. En noches de brisa podían escucharse los

gritos del mercado público hasta en los barrios más altos, como si estuvieran a la

vuelta de la esquina. No era raro entonces que las ráfagas de diciembre nos

permitieran encontrar por sus voces a los amigos desperdigados en burdeles

remotos.

Sin embargo, también con las brisas me llegó la mala noticia de que Delgadina no

podía pasar las navidades conmigo sino con su familia. Si algo detesto en este

mundo son las fiestas obligatorias en que la gente llora porque está alegre, los

fuegos de artificio, los villancicos lelos, las guirnaldas de papel crespón que nada

tienen que ver con un niño que nació hace dos mil quinientos años en una

caballeriza indigente. Sin embargo, cuando llegó la noche no pude resistir la

nostalgia y me fui al cuarto sin ella. Dormí bien, y desperté junto a un oso de peluche

que caminaba en dos patas como si fuer polar, y una tarjeta que decía: Para el papá

feo. Rosa Cabarcas me había dicho que Delgadina estaba aprendiendo a leer con

mis clases escritas en el espejo, y su buena letra me pareció admirable. Pero ella

misma me defraudó con la noticia peor de que el oso era un regalo suyo, así que la

noche de Año Nuevo me quedé en mi casa y en mi cama desde las ocho, y me

dormí sin amarguras. Fui feliz, porque al toque de las doce, entre los repiques

furiosos de las campanas, las sirenas de fábricas y bomberos, los lamentos de los

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buques, las descargas de pólvora, los cohetes, sentí que Delgadina entró en punta

de pies, se acostó a mi lado, y me dio un beso. Tan real, que me quedó en la boca

su olor de regaliz.

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4

A principios del nuevo año empezábamos a conocernos como si viviéramos juntos y

despiertos, pues yo había encontrado un tono de voz cauteloso que ella oía sin

despertar, y me contestaba con un lenguaje natural del cuerpo. Sus estados de

ánimo se le notaban en el modo de dormir. De exhausta y montaraz que había sido

al principio, fue haciéndose a una paz interior que embellecía su rostro y enriquecía

su sueño. Le contaba mi vida, le leía al oído los borradores de mis notas dominicales

en las que estaba ella sin decirlo, y sólo ella.

Por esa época le dejé en la almohada unos zarcillos de esmeraldas que fueron de mi

madre. Los llevó puestos en la cita siguiente y no le lucían. Le llevé después unos

pendientes más adecuados para el color de su piel. Le expliqué: Los primeros que te

traje no te quedaban bien por tu tipo y el corte del cabello. Estos te irán mejor. No

llevó ninguno en las dos citas siguientes, pero a la tercera se puso los que le había

indicado. Así empecé a entender que no obedecía a mis órdenes, pero aguardaba la

ocasión para complacerme. Por esos días me sentí tan habituado a aquel género de

vida doméstica, que no seguí durmiendo desnudo sino que llevé las piyamas de

seda china que había dejado de usar por no tener para quién quitármelas.

Empecé a leerle El principito de Saint-Exupéry, un autor francés que el mundo

entero admira más que los franceses. Fue el primero que la entretuvo sin

despertarla, hasta el punto de que tuve que ir dos días continuos para acabar de

leérselo. Seguimos con los Cuentos de Perrault, la Historia sagrada, Las mil y una

noches en una versión desinfectada para niños, y por las diferencias entre uno y otro

me di cuenta de que su sueño tenía diversos grados de profundidad según su

interés por las lecturas. Cuando sentía que había tocado fondo apagaba la luz y me

dormía abrazado a ella hasta que cantaban los gallos.

Me sentía tan feliz, que la besaba en los párpados, muy suave, y una noche ocurrió

como una luz en el cielo: sonrió por primera vez. Más tarde, sin ningún motivo, se

revolvió en la cama, me dio la espalda, y dijo disgustada: Fue Isabel la que hizo

llorar a los caracoles. Exaltado por la ilusión de un diálogo, le pregunté en el mismo

tono: ¿De quién eran? No contestó. Su voz tenía un rastro plebeyo, como si no fuera

suya sino de alguien ajeno que llevaba dentro. Toda sombra de duda desapareció

entonces de mi alma: la prefería dormida.

Mi único problema era el gato. Estaba inapetente y huraño y llevaba dos días sin

levantar cabeza en su rincón habitual, y me tiró un zarpazo de fiera herida cuando

quise ponerlo en su canasto de mimbre para que Damiana lo llevara con el

Memorias de mis putas tristes 33

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veterinario. Apenas logró someterlo, y se lo llevó pataleando dentro de un saco de

fique. Al cabo de un rato me llamó desde el criadero para decirme que no había más

remedio que sacrificarlo, y necesitaban mi orden. ¿Por qué? Porque ya está muy

viejo, dijo Damiana. Pensé con rabia que a mí también podían asarme vivo en un

horno de gatos. Me sentí inerme entre dos fuegos: no había aprendido a querer el

gato, pero tampoco tenía corazón para ordenar que lo mataran sólo porque era viejo.

¿Dónde lo decía el manual?

El incidente me conmocionó tanto, que escribí una nota para el domingo con un

título usurpado a Neruda: ¿Es el gato un mínimo tigre de salón? La nota dio origen a

una nueva campaña que otra vez dividió a los lectores en favor y en contra de los

gatos. En cinco días prevaleció la tesis de que podía ser lícito sacrificar un gato por

razones de salud pública, pero no porque estuviera viejo.

Después de la muerte de mi madre me desvelaba el terror de que alguien me tocara

mientras dormía. Una noche la sentí, pero su voz me devolvió el sosiego: Figlio mió

poveretto. Volví a sentirlo una madrugada en el cuarto de Delgadina, y me retorcí de

gozo creyendo que ella me había tocado. Pero no: era Rosa Cabarcas en la

oscuridad. Vístete y ven conmigo, me dijo, tengo un problema serio.

Así era, y más serio de lo que pude imaginar. A uno de los clientes grandes de la

casa lo habían asesinado a puñaladas en el primer cuarto del pabellón. El asesino

había escapado. El cadáver enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía

una palidez de pollo al vapor en la cama empapa da de sangre. Lo reconocí de

entrada: era J.M.B., un banquero grande, famoso por su apostura, su simpatía y su

buen vestir, y sobre todo por la pulcritud de su hogar. Tenía en el cuello dos heridas

moradas como labios y una zanja en el vientre que no había acabado de sangrar.

Todavía no empezaba el rigor. Más que sus heridas me impresionó que tenía un

preservativo puesto y al parecer sin usar en el sexo desmirriado por la muerte.

Rosa Cabarcas no sabía con quién iba, porque también él tenía el privilegio de

entrar por el portón del huerto. No se descartaba la sospecha de que su pareja fuera

otro hombre. Lo único que la dueña quería de mí era que la ayudara a vestir el

cadáver. Estaba tan segura, que me inquietó la idea de que la muerte fuera para ella

un asunto de cocina. No hay nada más difícil que vestir a un muerto, le dije. Lo he

hecho a pasto de Dios, replicó ella. Es fácil si alguien me lo sostiene. Le hice ver:

¿Te imaginas quién va a creer en un cuerpo tasajeado a cuchilladas dentro de un

vestido intacto de caballero inglés?

Temblé por Delgadina. Lo mejor será que te la lleves tú, me dijo Rosa Cabarcas.

Primero muerto, le dije con la saliva helada. Ella lo percibió y no pudo ocultar su

desdén: ¡Estás temblando! Por ella, dije, aunque sólo era verdad a medias. Avísale

que se vaya antes de que llegue nadie. De acuerdo, dijo ella, aunque a ti como

periodista no te pasará nada. Ni a ti tampoco, le dije con cierto rencor. Eres el único

liberal que manda en este gobierno.

La ciudad, codiciada por su naturaleza pacífica y su seguridad congénita, arrastraba

la desgracia de un asesinato escandaloso y atroz cada año. Aquél no lo fue. La

noticia oficial en titulares excesivos y parca en detalles decía que al joven banquero

lo habían asaltado y muerto a cuchilladas en la carretera de Pradomar por motivos

incomprensibles. No tenía enemigos. El comunicado del gobierno señalaba como

Memorias de mis putas tristes 34

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presuntos asesinos a refugiados del interior del país, que estaban desatando una

oleada de delincuencia común extraña al espíritu cívico de la población. En las

primeras horas hubo más de cincuenta detenidos.

Acudí escandalizado con el redactor judicial, un periodista típico de los años veinte,

con visera de celuloide verde y ligas en las mangas, que presumía de anticiparse a

los hechos. Sin embargo, sólo conocía unas hilachas sueltas del crimen, y yo se las

completé hasta donde me fue prudente. Así escribimos cinco cuartillas a cuatro

manos para una noticia de ocho columnas en primera página atribuida al fantasma

eterno de las fuentes que nos merecen entero crédito. Pero al Abominable Hombre

de las Nueve -el censor- no le tembló el pulso para imponer la versión oficial de que

había sido un asalto de bandoleros liberales. Yo me lavé la conciencia con un ceño

de pesadumbre en el entierro más cínico y concurrido del siglo.

Cuando regresé a casa aquella noche llamé a Rosa Cabarcas para averiguar qué

había pasado con Delgadina, pero no contestó el teléfono en cuatro días. Al quinto

fui a su casa con los dientes apretados. Las puertas estaban selladas, pero no por la

policía sino por la Sanidad. Nadie en el vecindario daba noticias de nada. Sin ningún

indicio de Delgadina, me di a una búsqueda encarnizada y a veces ridícula que me

dejó acezante. Pasé días enteros observando a las jóvenes ciclistas desde los

escaños de un parque polvoriento donde los niños jugaban a encaramarse en la

estatua descascarada de Simón Bolívar. Pasaban pedaleando como venadas;

bellas, disponibles, listas para ser atrapadas a la gallina ciega. Cuando se me acabó

la esperanza me refugié en la paz de los boleros. Fue como un bebedizo

emponzoñado: cada palabra era ella. Siempre había necesitado el silencio para

escribir porque mi mente atendía más a la música que a la escritura. Entonces fue al

revés: sólo pude escribir a la sombra de los boleros. Mi vida se llenó de ella. Las

notas que escribí aquellas dos semanas fueron modelos en clave para cartas de

amor. El jefe de redacción, contrariado con la avalancha de respuestas, me pidió

que moderara el amor mientras pensábamos cómo consolar a tantos lectores

enamorados.

La falta de sosiego acabó con el rigor de mis días. Despertaba a las cinco, pero me

quedaba en la penumbra del cuarto imaginando a Delgadina en su vida irreal de

levantar a sus hermanos, vestirlos para la escuela, darles el desayuno, si lo había, y

atravesar la ciudad en bicicleta para cumplir la condena de coser botones. Me

pregunté asombrado: ¿Qué piensa una mujer mientras pega un botón? ¿Pensaba

en mí? ¿También ella buscaba a Rosa Cabarcas para dar conmigo? Pasé hasta una

semana sin quitarme el mameluco de mecánico ni de día ni de noche, sin bañarme,

sin afeitarme, sin cepillarme los dientes, porque el amor me enseñó demasiado tarde

que uno se arregla para alguien, se viste y se perfuma para alguien, y yo nunca

había tenido para quién. Damiana creyó que estaba enfermo cuando me encontró

desnudo en la hamaca a las diez de la mañana. La vi con los ojos turbios de la

codicia y la invité a revolearnos desnudos. Ella, con un desprecio, me dijo:

-¿Ya pensó lo que va a hacer si le digo que sí?

Así supe hasta qué punto me había corrompido el sufrimiento. No me reconocía a mí

mismo en mi dolor de adolescente. No volví a salir de la casa por no descuidar el

teléfono. Escribía sin descolgarlo, y al primer timbrazo le saltaba encima pensando

que pudiera ser Rosa Cabarcas. Interrumpía a cada rato lo que estuviera haciendo

Memorias de mis putas tristes 35

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para llamarla, e insistí días enteros hasta comprender que era un teléfono sin

corazón.

Al volver a casa una tarde de lluvia encontré el gato enroscado en la escalinata del

portón. Estaba sucio y maltrecho, y con una mansedumbre de lástima. El manual me

hizo ver que estaba enfermo y seguí sus normas para alentarlo. De golpe, mientras

descabezaba un sueñecito de siesta, me despabiló la idea de que pudiera

conducirme a la casa de Delgadina. Lo llevé en una bolsa de mercado hasta la

tienda de Rosa Cabarcas, que seguía sellada y sin indicios de vida, pero se revolvió

en el talego con tanto ímpetu que logró escapar, saltó la tapia del huerto y

desapareció entre los árboles. Toqué al portón con el puño, y una voz militar

preguntó sin abrir: ¿Quién vive? Gente de paz, dije yo para no ser menos. Ando en

pos de la dueña. No hay dueña, dijo la voz. Por lo menos ábrame para coger el gato,

insistí. No hay gato, dijo. Pregunté: ¿Quién es usted?

-Nadie -dijo la voz.

Siempre había entendido que morirse de amor no era más que una licencia poética.

Aquella tarde, de regreso a casa otra vez sin el gato y sin ella, comprobé que no sólo

era posible morirse, sino que yo mismo, viejo y sin nadie, estaba muriéndome de

amor. Pero también me di cuenta de que era válida la verdad contraria: no habría

cambiado por nada del mundo las delicias de mi pesadumbre. Había perdido más de

quince años tratando de traducir los cantos de Leopardi, y sólo aquella tarde los

sentí a fondo: Ay de mí, si es amor, cuánto atormenta.

Mi entrada al periódico en mameluco y mal afeitado despertó ciertas dudas sobre mi

estado mental. La casa remodelada, con cabinas individuales de vidrio y luces

cenitales, parecía una clínica de maternidad. El clima artificial callado y confortable

invitaba a hablar en susurros y caminar en puntillas. En el vestíbulo, como virreyes

muertos, estaban los retratos al óleo de los tres directores vitalicios y las fotografías

de visitantes ilustres. La enorme sala principal estaba presidida por la fotografía

gigantesca de la redacción actual tomada la tarde de mi cumpleaños. No pude evitar

la comparación mental con la otra de mis treinta años, y una vez más comprobé con

horror que se envejece más y peor en los retratos que en la realidad. La secretaria

que me había besado la tarde del cumpleaños me preguntó si estaba enfermo. Fui

feliz de contestarle la verdad para que no la creyera: Enfermo de amor. Ella dijo:

¡Lástima que no sea por mí! Yo le correspondí el cumplido: No esté tan segura.

El redactor judicial salió de su cabina gritando que había dos cadáveres de

muchachas sin identificar en el anfiteatro municipal. Le pregunté asustado: ¿De qué

edad? Jóvenes, dijo él. Pueden ser refugiadas del interior perseguidas hasta aquí

por matones del régimen. Respiré aliviado. La situación nos invade en silencio como

una mancha de sangre, dije. El redactor judicial, ya lejos, gritó:

-De sangre no, maestro, de mierda.

Algo peor me ocurrió días después, cuando una muchacha instantánea con una

canasta igual a la del gato pasó como un escalofrío frente a la librería Mundo. La

perseguí a codazos por entre la muchedumbre en el fragor de las doce del día. Era

muy bella, de trancos largos y con una fluidez para abrirse camino entre el gentío

que me costó trabajo alcanzarla. Por fin la rebasé y la miré de frente. Ella me apartó

Memorias de mis putas tristes 36

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con la mano sin detenerse ni pedir perdón. No era la que creía, pero su altivez me

dolió como si lo fuera. Comprendí entonces que no sería capaz de reconocer a

Delgadina despierta y vestida, ni ella podía saber quién era yo si nunca me había

visto. En un acto de locura tejí durante tres días doce pares de zapatitos azules y

rosados para recién nacidos, tratando de darme valor para no escuchar, ni cantar, ni

recordar las canciones que me recordaban a ella.

La verdad era que no podía con mi alma, y empezaba a tomar conciencia de la vejez

por mis flaquezas frente al amor. Una prueba todavía más dramática la tuve cuando

un autobús de servicio público arrolló una ciclista en el puro centro comercial.

Acababan de llevársela en una ambulancia y la magnitud de la tragedia se apreciaba

por el estado de chatarra en que quedó la bicicleta sobre un charco de sangre viva.

Pero mi impresión no fue tanta por los destrozos de la bicicleta como por la marca, el

modelo y el color. No podía ser otra que la que yo mismo le había regalado a

Delgadina.

Los testigos coincidieron en que la ciclista herida era muy joven, alta y delgada, y

con el cabello corto y rizado. Aturdido, tomé el primer taxi que pasó, y me hice llevar

al hospital de Caridad, un viejo edificio de muros ocres que parecía una cárcel

encallada en un arenal. Necesité media hora para entrar, y otra más para salir de un

patio fragante de árboles frutales donde una mujer atribulada se me atravesó en el

camino, me miró a los ojos y exclamó:

-Yo soy la que no buscas.

Sólo entonces recordé que era allí donde vivían en libertad los internos mansos del

manicomio municipal. Tuve que identificarme como periodista ante la dirección del

hospital para que un enfermero me condujera al pabellón de urgencias. En

elcuaderno de ingresos estaban los datos: Rosalba Ríos, dieciséis años, sin oficio

conocido. Diagnóstico: conmoción cerebral. Pronóstico: reservado. Pregunté al jefe

del pabellón si podía verla, con la esperanza íntima de que me dijeran que no, pero

me llevaron encantados por si quería escribir sobre el estado de abandono del

hospital.

Atravesamos una sala abigarrada con un fuerte olor de ácido fénico y los enfermos

apelotonados en las camas. Al fondo, en un cuarto solo, tendida en una camilla

metálica, estaba la que buscábamos. Tenía el cráneo cubierto de vendas, la cara

indescifrable, gonfia y amoratada, pero me bastó con verle los pies para saber que

no era. Sólo entonces se me ocurrió preguntarme: ¿Qué habría hecho yo si hubiera

sido ella?

Todavía enredado en las telarañas de la noche tuve el valor de ir el día siguiente a la

fábrica de camisas donde Rosa Cabarcas había dicho alguna vez que trabajaba la

niña, y le pedí al propietario que nos mostrara sus instalaciones como modelo para

un proyecto continental de las Naciones Unidas. Era un libanés paquidérmico y

taciturno, que nos abrió las puertas de su reino con la ilusión de ser un ejemplo

universal.

Trescientas jóvenes de blusas blancas con la ceniza del miércoles en la frente

cosían botones en la vasta nave iluminada. Cuando nos vieron entrar se irguieron

como colegialas y nos observaron de reojo mientras el gerente explicaba sus

Memorias de mis putas tristes 37

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aportes al arte inmemorial de pegar botones. Yo escrutaba las caras de cada una,

con el pavor de descubrir a Delgadina vestida y despierta. Pero fue una de ellas la

que me descubrió a mí con la mirada temible de la admiración sin clemencia:

-Dígame, señor: ¿no es usted el que escribe las cartas de amor en el periódico?

Nunca me hubiera imaginado que una niña dormida pudiera causar en uno

semejantes estragos. Escapé de la fábrica sin despedirme ni pensar siquiera si

alguna de aquellas vírgenes de purgatorio era por fin la que buscaba. Cuando salí

de ahí, el único sentimiento que me quedaba en la vida eran las ganas de llorar.

Rosa Cabarcas llamó al cabo de un mes con una explicación increíble: se había

tomado un merecido descanso en Cartagena de Indias, después del asesinato del

banquero. No le creí, desde luego, pero la felicité por su suerte y la dejé explayarse

en su mentira antes de hacerle la pregunta que me borboritaba en el corazón:

-¿Y ella?

Rosa Cabarcas hizo un silencio largo. Ahí está, dijo al fin, pero su voz se hizo

evasiva: Hay que esperar un tiempo. ¿Cuánto? Ni idea, ya te avisaré. Sentí que se

me iba y la paré en seco: Espérate, dame alguna luz. No hay luz, dijo ella, y

concluyó: Ten cuidado, puedes perjudicarte tú, y sobre todo, perjudicarla a ella. Yo

no estaba para esa clase de remilgos. Le supliqué aunque fuera una oportunidad de

acercarme a la verdad. Al fin y al cabo, le dije, somos cómplices. Ella no dio un paso

más. Cálmate, me dijo, la niña está bien y esperando que la llame, pero ahora

mismo no hay nada que hacer ni voy a decir nada más. Adiós.

Me quedé con el teléfono en la mano sin saber por dónde seguir, pues también la

conocía bastante para pensar que no conseguiría nada de ella si no era por las

buenas. Después del mediodía me di una vuelta furtiva por su casa, más confiado en

la casualidad que en la razón, y la encontré todavía cerrada y con los sellos de la

Sanidad. Pensé que Rosa Cabarcas me había telefoneado de otra parte, tal vez de

otra ciudad, y la sola idea me llenó de presagios turbios. No obstante, a las seis de

la tarde, cuando menos lo esperaba, me soltó por teléfono mi propio santo y seña:

-Bueno, ahora sí.

A las diez de la noche, tembloroso y con los labios mordidos para no llorar, fui

cargado de cajas de chocolates suizos, turrones y caramelos, y una canasta de

rosas ardientes para cubrir la cama. La puerta estaba entreabierta, las luces

encendidas y en el radio se diluía a medio volumen la sonata número uno para violín

y piano de Brahms. Delgadina en la cama estaba tan radiante y distinta que me

costó trabajo reconocerla.

Había crecido, pero no se le notaba en la estatura sino en una madurez intensa que

la hacía parecer con dos o tres años más, y más desnuda que nunca. Sus pómulos

altos, la piel tostada por soles de mar bravo, los labios finos y el cabello corto y

rizado le infundían a su rostro el resplandor andrógino del Apolo de Praxíteles. Pero

no había equívoco posible, porque sus senos habían crecido hasta el punto de que

no me cabían en la mano, sus caderas habían acabado de formarse y sus huesos se

habían vuelto más firmes y armónicos. Me encantaron aquellos aciertos de la

Memorias de mis putas tristes 38

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naturaleza, pero me aturdieron los artificios: las pestañas postizas, las uñas de las

manos y los pies esmaltadas de nácar, y un perfume de a dos cuartillos que no tenía

nada que ver con el amor. Sin embargo, lo que me sacó de quicio fue la fortuna que

llevaba encima: pendientes de oro con gajos de esmeraldas, un collar de perlas

naturales, una pulsera de oro con resplandores de diamantes, y anillos con piedras

legítimas en todos los dedos. En la silla estaba su traje de nochera con lentejuelas y

bordados, y las zapatillas de raso. Un vapor raro me subió de las entrañas.

-¡Puta! -grité.

Pues el diablo me sopló en el oído un pensamiento siniestro. Y fue así: la noche del

crimen Rosa Cabarcas no debió tener tiempo ni serenidad para prevenir a la niña, y

la policía la encontró en el cuarto, sola, menor de edad y sin coartada. Nadie igual a

Rosa Cabarcas para una situación como aquélla: le vendió la virginidad de la niña a

alguno de sus grandes cacaos a cambio de que a ella la sacaran limpia del crimen.

Lo primero, claro, fue desaparecer mientras se aplacaba el escándalo. ¡Qué

maravilla! Una luna de miel para tres, ellos dos en la cama, y Rosa Cabarcas en una

terraza de lujo disfrutando de su impunidad feliz. Ciego de una furia insensata, fui

reventando contra las paredes cada cosa del cuarto: las lámparas, el radio, el

ventilador, los espejos, las jarras, los vasos. Lo hice sin prisa, pero sin pausas, con

un grande estropicio y una embriaguez metódica que me salvó la vida. La niña dio

un salto al primer estallido, pero no me miró sino que se enroscó de espaldas a mí, y

así permaneció con espasmos entrecortados hasta que cesó el estropicio. Las

gallinas en el patio y los perros de la madrugada aumentaron el escándalo. Con la

cegadora lucidez de la cólera tuve la inspiración final de prenderle fuego a la casa,

cuando apareció en la puerta la figura impasible de Rosa Cabarcas en camisa de

dormir. No dijo nada. Hizo con la vista el inventario del desastre, y comprobó que la

niña estaba enroscada sobre sí misma como un caracol y con la cabeza escondida

entre los brazos: aterrada pero intacta.

-¡Dios mío! -exclamó Rosa Cabarcas-. ¡Qué no hubiera dado yo por un amor como

éste!

Me midió de cuerpo entero con una mirada de misericordia, y me ordenó: Vamos. La

seguí hasta la casa, me sirvió un vaso de agua en silencio, me hizo una seña de que

me sentara frente a ella, y me puso en confesión. Bueno, me dijo, ahora pórtate

como un adulto, y cuéntame: ¿qué te pasa?

Le conté con lo que tenía como mi verdad revelada. Rosa Cabarcas me escuchó en

silencio, sin asombro, y por fin pareció iluminada. Qué maravilla, dijo. Siempre he

dicho que los celos saben más que la verdad. Y entonces me contó la realidad sin

reservas. En efecto, dijo, en su ofuscación de la noche del crimen, se había olvidado

de la niña dormida en el cuarto. Uno de sus clientes, abogado del muerto, además,

repartió prebendas y sobornos a cuatro manos, e invitó a Rosa Cabarcas a un hotel

de reposo de Cartagena de Indias, mientras se disipaba el escándalo. Créeme, dijo

Rosa Cabarcas, que en todo este tiempo no dejé de pensar ni un momento en ti y en

la niña. Volví antier y lo primero que hice fue llamarte por teléfono, pero nadie

contestó. En cambio la niña vino enseguida, y en tan mal estado que te la bañé, te la

vestí y te la mandé al salón de belleza con la orden de que la arreglaran como una

reina. Ya viste cómo: perfecta. ¿La ropa de lujo? Son los trajes que les alquilo a mis

pupilas más pobres cuando tienen que ir a bailar con sus clientes. ¿Las joyas? Son

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las mías, dijo: Basta con tocarlas para darse cuenta de que son diamantes de vidrio

y estoperoles de hojalata. De modo que no jodas, concluyó: Anda, despiértala,

pídele perdón, y hazte cargo de ella de una vez. Nadie merece ser más feliz que

ustedes.

Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la razón.

¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las entrañas. ¡Eso

es lo que son ustedes!, grité: ¡Putas de mierda! No quiero saber nada más de tí, ni

de ninguna otra guaricha en el mundo, y menos de ella. Le hice desde la puerta una

señal de adiós para siempre. Rosa Cabarcas no lo dudó.

-Vete con Dios -me dijo con un rictus de tristeza, y volvió a su vida real-. De todos

modos te pasaré la cuenta del desmadre que me hiciste en el cuarto.

Memorias de mis putas tristes 40

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Leyendo Los idus de marzo encontré una frase siniestra que el autor atribuye a Julio

César: Es imposible no terminar siendo como los otros creen que uno es. No pude

comprobar su verdadero origen en la propia obra de Julio César ni en las obras de

sus biógrafos, desde Suetonio hasta Carcopino, pero valió la pena conocerla. Su

fatalismo aplicado al curso de mi vida en los meses siguientes fue lo que me dio la

determinación que me hacía falta no sólo para escribir esta memoria, sino para

empezarla sin pudores con el amor de Delgadina.

No tenía un instante de sosiego, apenas si probaba bocado y perdí tanto peso que

no se me tenían los pantalones en la cintura. Los dolores erráticos se me quedaron

en los huesos, cambiaba de ánimo sin razón, pasaba las noches en un estado de

deslumbramiento que no me permitía leer ni escuchar música, y en cambio se me

iba el día cabeceando por una somnolencia sonsa que no servía para dormir.

El alivio me cayó del cielo. En la atestada góndola de Loma Fresca una vecina de

asiento que no había visto subir me susurró al oído: ¿Todavía tiras? Era Casilda

Armenia, un viejo amor de a tres por cinco que me había soportado como cliente

asiduo desde que era una adolescente altiva. Una vez retirada, medio enferma y sin

un clavo, se había casado con un hortelano chino que le dio nombre y apoyo, y

quizás un poco de amor. A los setenta y tres años tenía el peso de siempre, seguía

bella y de carácter fuerte, y conservaba intacto el desparpajo del oficio.

Me llevó a su casa, una huerta de chinos en una colina de la carretera al mar. Nos

sentamos en las sillas de playa de la terraza umbría, entre helechos y frondas de

astromelias, y jaulas de pájaros colgadas en el alero. En la falda de la colina se

veían los hortelanos chinos con sombreros de cono sembrando las hortalizas bajo el

sol abrasante, y el piélago gris de las Bocas de Ceniza con los dos tajamares de

rocas que canalizan el río varias leguas en el mar. Mientras conversábamos vimos

entrar un trasatlántico blanco por la desembocadura y lo seguimos callados hasta oír

su bramido de toro lúgubre en el puerto fluvial. Ella suspiró. ¿Te das cuenta? En

más de medio siglo es la primera vez que no te recibo la visita en la cama. Ya somos

otros, dije. Ella prosiguió sin oírme: Cada vez que dicen cosas de ti en el radio, que

te elogian por el cariño que te tiene la gente y te llaman maestro del amor,

imagínate, pienso que nadie te conoció tus gracias y tus mañas tan bien como yo.

En serio, dijo, nadie hubiera podido soportarte mejor.

No resistí más. Ella lo sintió, vio mis ojos húmedos de lágrimas, y sólo entonces

debió descubrir que ya no era el que fui y le sostuve la mirada con un valor del que

Memorias de mis putas tristes 41

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nunca me creí capaz. Es que me estoy volviendo viejo, le dije.Ya lo estamos, suspiró

ella. Lo que pasa es que uno no lo siente por dentro, pero desde fuera todo el

mundo lo ve.

Era imposible no abrirle el corazón, así que le conté la historia completa que me

ardía en las entrañas, desde mi primera llamada a Rosa Cabarcas la víspera de mis

noventa años, hasta la noche trágica en que hice añicos el cuarto y no regresé más.

Ella me oyó el desahogo como si estuviera viviéndolo, lo rumió muy despacio, y por

fin sonrió.

-Haz lo que quieras, pero no pierdas a esa criatura -me dijo-. No hay peor desgracia

que morir solo.

Fuimos a Puerto Colombia en el trenecito de juguete tan despacioso como un

caballo. Almorzamos frente al muelle de maderas carcomidas por donde había

entrado el mundo entero al país antes que se dragaran las Bocas de Ceniza. Nos

sentamos bajo un cobertizo de palma, donde las grandes matronas negras servían

pargos fritos con arroz de coco y tajadas de plátano verde. Dormitamos en el sopor

denso de las dos, y seguimos conversando hasta que se hundió en el mar el

inmenso sol de candela. La realidad me parecía fantástica. Mira adonde ha venido a

dar nuestra luna de miel, se burló ella. Pero prosiguió en serio: Hoy miro para atrás,

veo la fila de miles de hombres que pasaron por mis camas, y daría el alma por

haberme quedado aunque fuera con el peor. Gracias a Dios, encontré mi chino a

tiempo. Es como estar casada con el dedo meñique, pero es sólo mío.

Me miró a los ojos, midió mi reacción a lo que acababa de contarme, y me dijo: Así

que vete a buscar ahora mismo a esa pobre criatura aunque sea verdad lo que te

dicen los celos, sea como sea, que lo bailado no te lo quita nadie. Pero eso sí, sin

romanticismos de abuelo. Despiértala, tíratela hasta por las orejas con esa pinga de

burro con que te premió el diablo por tu cobardía y tu mezquindad. En serio, terminó

con el alma: no te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.

El pulso me temblaba al día siguiente cuando marqué el número del teléfono. Tanto

por la tensión del reencuentro con Delgadina, como por la incertidumbre de la forma

en que Rosa Cabarcas me respondiera. Habíamos tenido una disputa seria por el

abuso con que tasó los destrozos que hice en su cuarto. Tuve que vender uno de los

cuadros más amados de mi madre, cuyo valor se calculaba en una fortuna, pero a la

hora de la verdad no llegó a un décimo de mis ilusiones.

Aumenté la suma con el resto de mis ahorros y se la llevé a Rosa Cabarcas con una

consigna inapelable: Lo tomas o lo dejas. Fue un acto suicida, porque sólo con

vender uno de mis secretos ella habría aniquilado mi buen nombre. Pero no

respingó, sino que se quedó con los cuadros que había tomado en prenda la noche

del pleito. Fui el perdedor absoluto en una sola jugada: me quedé sin Delgadina, sin

Rosa Cabarcas y sin mis últimos ahorros. Sin embargo, oí el timbre del teléfono una

vez, dos veces, tres, y por fin ella: ¿A ver? No me salió la voz. Colgué. Me eché en

la hamaca, tratando de serenarme con la lírica ascética de Satie, y sudé tanto que el

lienzo quedó empapado. Hasta el día siguiente no tuve el valor de llamar.

-Bueno, mujer -dije con voz firme-. Hoy sí.

Memorias de mis putas tristes 42

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Rosa Cabarcas, cómo no, estaba más allá de todo. Ay, mi sabio triste, suspiró con

su ánimo invencible, te pierdes dos meses y sólo vuelves para pedir ilusiones. Me

contó que no había visto a Delgadina desde hacía más de un mes, que parecía tan

repuesta del susto de mis estropicios que ni siquiera habló de ellos ni preguntó por

mí, y estaba muy contenta en un nuevo empleo, más cómodo y mejor pagado que

coser botones. Una oleada de fuego vivo me quemó las entrañas. Sólo puede ser de

puta, dije. Rosa me replicó sin pestañear: No seas bruto, si así fuera estaría aquí.

¿O dónde podría estar mejor? La rapidez de su lógica me agravó la duda: ¿Y cómo

sé que no está ahí? En ese caso, replicó ella, lo que más te conviene es no saberlo.

¿O no? Una vez más la odié. Ella, a prueba de erosiones, prometió rastrear a la

niña. Sin muchas esperanzas, porque el teléfono de la vecina donde la llamaba

seguía cortado y no tenía la menor idea de dónde vivía. Pero no era para echarse a

morir, qué carajo, dijo, te llamo en una hora.

Fue una hora de tres días, pero encontró a la niña disponible y sana. Volví

avergonzado, y la besé palmo a palmo, como penitencia, desde las doce de la noche

hasta que cantaron los gallos. Un perdón largo que me prometí seguir repitiendo

para siempre y fue como empezar otra vez por el principio. El cuarto había sido

desmantelado, y el mal uso había acabado con todo lo que yo había puesto. Ella lo

había dejado así, y me dijo que cualquier mejora tenía que hacerla yo por lo que

estaba debiéndole. Sin embargo, mi situación económica tocaba fondo. El dinero de

las jubilaciones alcanzaba cada vez para menos. Las pocas cosas vendibles que

quedaban en la casa -salvo las joyas sagradas de mi madre- carecían de valor

comercial y nada era bastante viejo para ser antiguo. En tiempos mejores, el

gobernador me había hecho la oferta tentadora de comprarme en bloque los libros

de los clásicos griegos, latinos y españoles para la Biblioteca Departamental, pero

no tuve corazón para venderlos. Después, con los cambios políticos y el deterioro

del mundo, nadie del gobierno pensaba en las artes ni las letras. Cansado de buscar

una solución decente, me eché al bolsillo las joyas que Delgadina me había

devuelto, y me fui a empeñarlas en un callejón siniestro que conducía al mercado

público. Con aires de sabio distraído recorrí varias veces aquel tugurio atiborrado de

cantinas de mala muerte, librerías de viejo y casas de empeño, pero la dignidad de

Florina de Dios me cerró el paso: no me atreví. Entonces decidí venderlas con la

frente en alto a la joyería más antigua y acreditada.

El dependiente me hizo algunas preguntas mientras examinaba las joyas con su

monóculo. Tenía la conducta, el estilo y el pavor de un médico. Le expliqué que eran

joyas heredadas de mi madre. El aprobaba con un gruñido cada una de mis

explicaciones, y por fin se quitó el monóculo.

-Lo siento -dijo-, pero son culos de botellas.

Ante mi sorpresa, me explicó con una suave conmiseración: Menos mal que el oro

es oro y el platino es platino. Me toqué el bolsillo para asegurarme de que llevaba las

facturas de compra, y dije sin resabios:

-Pues fueron compradas en esta noble casa hace más de cien años.

El no se inmutó. Suele suceder, dijo, que en las joyas hereditarias vayan

desapareciendo las piedras más valiosas con el paso del tiempo; sustituidas por

díscolos de la familia, o por joyeros bandidos, y sólo cuando alguien trata de

Memorias de mis putas tristes 43

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venderlas se descubre el fraude. Pero permítame un segundo, dijo, y se llevó las

joyas por la puerta del fondo. Al cabo de un momento regresó, y sin explicación

alguna me indicó que me sentara en la silla de espera, y siguió trabajando.

Examiné la tienda. Había ido con mi madre varias veces, y recordaba una frase

recurrente: No se lo digas a tu papá. De pronto se me ocurrió una idea que me

crispó: ¿no sería que Rosa Cabarcas y Delgadina, de común acuerdo, habían

vendido las piedras legítimas y me devolvieron las joyas con las piedras falsas?

Estaba ardiendo en dudas cuando una secretaria me invitó a seguirla por la misma

puerta del fondo, hasta una oficina pequeña, con una larga estantería de gruesos

volúmenes. Un beduino colosal se levantó en el escritorio del fondo y me estrechó la

mano tuteándome con una efusión de viejo amigo. Hicimos juntos el bachillerato, me

dijo, a modo de saludo. Me fue fácil recordarlo: era el mejor futbolista de la escuela y

campeón de nuestros primeros burdeles. Había dejado de verlo en algún momento

incierto, y debió verme tan decrépito que me confundió con un condiscípulo de su

infancia.

Sobre el cristal del escritorio tenía abierto uno de los mamotretos del archivo donde

estaba la memoria de las joyas de mi madre. Una relación exacta, con fechas y

detalles de que ella en persona había hecho cambiar las piedras de dos

generaciones de hermosas y dignas Cargamantos, y había vendido las legítimas a la

misma tienda. Esto había ocurrido cuando el padre del propietario actual estaba al

frente de la joyería, y él y yo en la escuela. Pero él mismo me tranquilizó: aquellas

triquiñuelas eran de uso corriente entre las grandes familias en desgracia, para

resolver urgencias de plata sin sacrificar el honor. Ante la realidad cruda, preferí

conservarlas como recuerdo de otra Florina de Dios que nunca conocí.

A principios de julio sentí la distancia real de la muerte. Mi corazón perdió el paso y

empecé a ver y sentir por todos lados los presagios inequívocos del final. El más

nítido fue en el concierto de Bellas Artes. El aire acondicionado había fallado y la flor

y nata de las artes y las letras se cocinaban al bañomaría en el salón abarrotado,

pero la magia de la música era un clima celestial. Al final, con el Allegretto poco

mosso, me estremeció la revelación deslumbrante de que estaba escuchando el

último concierto que me deparaba el destino antes de morir. No sentí dolor ni miedo

sino la emoción arrasadora de haber alcanzado a vivirlo.

Cuando por fin logré abrirme camino empapado de sudor a través de los abrazos y

las fotos, me encontré de manos a boca con Ximena Ortiz, como una diosa de cien

años en la silla de ruedas. Su sola presencia se me imponía como un pecado mortal.

Tenía una túnica de seda color marfil, tan tersa como su piel, un hilo de perlas

legítimas de tres vueltas, el cabello color de nácar cortado a la moda de los veintes

con una punta de ala de gaviota en la mejilla, y los grandes ojos amarillos iluminados

por la sombra natural de las ojeras. Todo en ella contradecía el rumor de que su

mente estaba quedándose en blanco por la erosión irredimible de la memoria.

Petrificado y sin recursos frente a ella, me sobrepuse al vaho de fuego que me subió

a la cara, y la saludé en silencio con una venia versallesca. Ella sonrió como una

reina, y me agarró la mano. Entonces me di cuenta de que también aquello era una

coartada del destino, y no la perdí, para sacarme una espina que me estorbaba

desde siempre. He soñado durante años con este momento, le dije. Ella no pareció

Memorias de mis putas tristes 44

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entender. ¡No me digas!, dijo. ¿Y tú quién eres? No supe nunca si en verdad lo

había olvidado o si fue la venganza final de su vida.

La certidumbre de ser mortal, en cambio, me había sorprendido poco antes de los

cincuenta años en una ocasión como aquélla, una noche de carnaval en que bailaba

un tango apache con una mujer fenomenal a la que nunca le vi la cara, más

corpulenta que yo como por cuarenta libras y más alta como de dos palmos, que sin

embargo se dejaba llevar como una pluma al viento. Bailábamos tan apretados que

sentía circular su sangre por las venas, y me hallaba como adormecido de gusto con

su resuello trabajoso, su grajo de amoníaco, sus tetas de astrónoma, cuando me

sacudió por la primera vez y casi me derribó por tierra el frémito de la muerte. Fue

como un oráculo brutal en el oído: Hagas lo que hagas, en este año o dentro de

ciento, estarás muerto hasta jamás. Ella se separó asustada: ¿Qué le pasa? Nada,

le dije, tratando de sujetarme el corazón:

-Tiemblo por usted.

Desde entonces empecé a medir la vida no por años sino por décadas. La de los

cincuenta había sido decisiva porque tomé conciencia de que casi todo el mundo era

menor que yo. La de los sesenta fue la más intensa por la sospecha de que ya no

me quedaba tiempo para equivocarme. La de los setenta fue temible por una cierta

posibilidad de que fuera la última. No obstante, cuando desperté vivo la primera

mañana de mis noventa años en la cama feliz de Delgadina, se me atravesó la idea

complaciente de que la vida no fuera algo que transcurre como el río revuelto de

Heráclito, sino una ocasión única de voltearse en la parrilla y seguir asándose del

otro costado por noventa años más.

Me volví de lágrima fácil. Cualquier sentimiento que tuviera algo que ver con la

ternura me causaba un nudo en la garganta que no siempre lograba dominar, y

pensé en renunciar al placer solitario de velar el sueño de Delgadina, no tanto por la

incertidumbre de mi muerte como por el dolor de imaginarla sin mí en el resto de su

vida. Uno de aquellos días inciertos fui a dar por distracción a la muy noble calle de

los Notarios, y me sorprendió no encontrar nada más que los escombros del viejo

hotel de lance donde fui iniciado por la fuerza en las artes del amor poco antes de

mis doce años. Había sido una mansión de antiguos navieros, espléndida como

pocas en la ciudad, con columnas enchapadas de alabastro y frisos de oropeles,

alrededor de un patio interior con una cúpula de cristales de siete colores que

irradiaba un resplandor de invernadero. En la planta baja, con un portal gótico sobre

la calle, estuvieron por más de un siglo las notarías coloniales en las que trabajó,

prosperó y se arruinó mi padre en toda una vida de sueños fantásticos. Las familias

históricas abandonaron poco a poco los pisos superiores, que terminaron ocupados

por una legión de nocheras en desgracia que subían y bajaban hasta el amanecer

con los clientes atrapados por un peso y medio en las cantinas del cercano puerto

fluvial.

A mis doce años, todavía con mis pantalones cortos y mis botitas de la escuela

primaria, no pude resistir la tentación de conocer los pisos superiores mientras mi

padre se debatía en una de sus reuniones interminables, y me encontré con un

espectáculo celestial. Las mujeres que malvendían sus cuerpos hasta el amanecer

se movían por la casa desde las once de la mañana, cuando ya la canícula del vitral

era insoportable, y tenían que hacer su vida doméstica caminando en pelotas por

Memorias de mis putas tristes 45

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toda la casa mientras comentaban a gritos sus aventuras de la noche. Me quedé

aterrorizado. Lo único que se me ocurrió fue escapar por donde había llegado,

cuando una de las desnudas de carnes macizas olorosas a jabón de monte me

abrazó por la espalda y me llevó en vilo hasta su cubículo de cartón sin que yo

pudiera verla en medio de la gritería y los aplausos de las inquilinas en cueros. Me

tiró bocarriba en su cama para cuatro, me quitó los pantalones con una maniobra

maestra y se acaballó sobre mí, pero el terror helado que me empapaba el cuerpo

me impidió recibirla como un hombre. Aquella noche, desvelado en la cama de mi

casa por la vergüenza del asalto, no pude dormir más de una hora con las ansias de

volver a verla. Pero la mañana siguiente, mientras los trasnochados dormían, subí

temblando hasta su cubículo, y la desperté llorando a gritos, con un amor

enloquecido que duró hasta que se lo llevó sin misericordia el ventarrón de la vida

real. Se llamaba Castorina y era la reina de la casa.

Los cubículos del hotel costaban un peso para los amores de paso, pero muy pocos

sabíamos que costaban lo mismo hasta por veinticuatro horas. Además, Castorina

me introdujo en su mundo de mala muerte, donde invitaban a los clientes pobres a

sus desayunos de gala, le prestaban el jabón, les atendían los dolores de muela, y

en casos de urgencia mayor les daban un amor de caridad.

Pero, en las tardes de la última vejez se acordaba de la inmortal Castorina, muerta

quien sabía cuando, que había sucedido desde las esquinas miserables del muelle

fluvial hasta el trono sagrado de mamasanta mayor, con un parche de pirata en el

ojo perdido en el pleito de cantina. Su último machucante de planta, un negro feliz

de Camagüey a quien llamaba Jonás el Galeote, había sido un trompetista de los

grandes en La Habana hasta que perdió la sonrisa completa en una catástrofe de

trenes.

Al salir de aquella visita amarga sentí una punzada en el corazón que no había

logrado aliviar en tres días con toda clase de pócimas caseras. El médico al que

acudí de urgencia, miembro de una estirpe de insignes, era nieto del que me vio a

mis cuarenta y dos años, y me asustó que pareciera el mismo, pues estaba tan

envejecido como su abuelo a los setenta, por una calvicie prematura, unos lentes de

miope sin regreso y una tristeza inconsolable. Me hizo un examen minucioso de

cuerpo entero con una concentración de orfebre. Me auscultó el pecho y la espalda,

y me revisó la presión arterial, los reflejos de la rodilla, el fondo del ojo, el color del

párpado inferior. En las pausas, mientras yo cambiaba de posición en la mesa de

reconocimiento, me hacía preguntas tan vagas y rápidas que apenas si me daban

tiempo de pensar las respuestas. Al cabo de una hora me miró con una sonrisa feliz.

Bueno, dijo, creo que no tengo nada que hacer por usted. ¿Qué quiere decir? Que

su estado es el mejor posible a su edad. Qué curioso, le dije, lo mismo me dijo su

abuelo cuando yo tenía cuarenta y dos años, como si el tiempo no pasara. Siempre

encontrará uno que se lo diga, dijo, porque siempre tendrá una edad. Yo,

provocándolo para una sentencia aterradora, le dije: La única definitiva es la muerte.

Sí, dijo él, pero no es fácil llegar a ella en tan buen estado como usted. Siento de

veras no poder complacerlo.

Eran recuerdos nobles, pero la víspera del 29 de agosto sentí el peso inmenso del

siglo que me esperaba impasible cuando subí con pasos de hierro las escaleras de

mi casa. Entonces volví a ver una vez más a Florina de Dios, mi madre, en mi cama

que había sido la suya hasta su muerte, y me hizo la misma bendición de la última

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vez que la vi, dos horas antes de morir. Trastornado por la conmoción lo entendí

como el anuncio final, y llamé a Rosa Cabarcas para que me llevara a mi niña

aquella misma noche, en previsión de que no se cumpliera mi ilusión de sobrevivir

hasta el último aliento de mis noventa años. Volví a llamarla a las ocho, y una vez

más repitió que no era posible. Tiene que serlo, a cualquier precio, le grité

aterrorizado. Colgó sin despedirse, pero quince minutos después volvió a llamar:

-Bueno, aquí la tienes.

Llegué a las diez y veinte de la noche, y le di a Rosa Cabarcas las últimas cartas de

mi vida, con mis disposiciones sobre la niña después de mi final terrible. Ella pensó

que me había impresionado con el acuchillado y me dijo con aires de burla: Si te vas

a morir que no sea aquí, imagínate. Pero yo le dije: Di que me atropello el tren de

Puerto Colombia, ese pobre cacharro de lástima incapaz de matar a nadie.

Preparado para todo aquella noche, me acosté bocarriba a la espera del dolor final

en el primer instante de mis noventa y un años. Oí campanas distantes, sentí la

fragancia del alma de Delgadina dormida de costado, oí un grito en el horizonte,

sollozos de alguien que quizás había muerto un siglo antes en la alcoba. Entonces

apagué la luz con el último aliento, entrelacé mis dedos con los suyos para

llevármela de la mano, y conté las doce campanadas de las doce con mis doce

lágrimas finales, hasta que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las

campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber

sobrevivido sano y salvo a mis noventa años.

Mis primeras palabras fueron para Rosa Cabarcas: Te compro la casa, toda, con la

tienda y el huerto. Ella me dijo: Hagamos una apuesta de viejos: el que se muera

primero se queda con todo lo del otro, firmado ante notario. No, porque si yo me

muero, todo debería ser para ella. Es igual, dijo Rosa Cabarcas, yo me hago cargo

de la niña y después le dejo todo, lo tuyo y lo mío; no tengo a nadie más en este

mundo. Mientras tanto, remodelamos tu cuarto con buenos servicios, aire

acondicionado, y tus libros y tu música.

-¿Crees que ella estará de acuerdo?

-Ay mi sabio triste, está bien que estés viejo, pero no pendejo -dijo Rosa Cabarcas

muerta de risa-. Esa pobre criatura está lela de amor por ti.

Salí a la calle radiante y por primera vez me reconocí a mí mismo en el horizonte

remoto de mi primer siglo. Mi casa, callada y en orden a las seis y cuarto, empezaba

a gozar los colores de una aurora feliz. Damiana cantaba a toda voz en la cocina, y

el gato redivivo enroscó la cola en mis tobillos y siguió caminando conmigo hasta mi

mesa de escribir. Estaba ordenando mis papeles marchitos, el tintero, la pluma de

ganso, cuando el sol estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del

correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto.

Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor

en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.

Mayo de 2004

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