NARRACIONES EXTRAORDINARIAS. El pozo y el péndulo
KATTYTTAMResumen21 de Abril de 2016
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Narraciones extraordinarias
Autor: Edgar Allan Poe.
El pozo y el péndulo
Tipo de Narrador: Narrador protagonista
Género literario: Novela de dramática, se narra los tormentos de un hombre condenado a morir
Personajes
-El hombre: el personaje principal, el que cuenta su historia.
-Los Soldados: los que iban a matar al hombre.
-Demonios y fantasmas: los que atormentaban a aquel hombre.
-El general Lasalle: Francés que salvo la vida al hombre.
Ambiente Físico: Toledo, en una cárcel de torturas humanas
Ambiente Psicológico: El miedo y sentimientos de desesperación son los que entrega este relato,
El protagonista se encuentra en cautiverio a causa de una condena impuesta por la inquisición. Agobiado por la soledad y la oscuridad, inventa un método para medir la celda en donde se encuentra, de esta forma encuentra un pozo profundo. Al ver el péndulo moverse hacia él, se queda viéndolo hasta entretenerse. Con la ayuda de la comida proporcionada, logra llamar la atención de unas ratas para roer la cuerda. Al liberarse se da cuenta que tiene dos opciones: Morir Ahogado o Cortado….
El relato comienza en una oscura celda de castigo de la Inquisición, donde la tortura consiste en la soledad, el abandono, la oscuridad, el frio y el hambre. La realidad del hombre está muy distorsionada, a ciegas en una oscuridad absoluta, era tanto el éxtasis y miedo se desvanece. Cuando logra recobrar la conciencia se ve atado, en medio de un calabozo y experimenta la angustia de conocer su próxima muerte pues un péndulo descendía hacia él. Mediante su tacto comienza a palpar la pared, mediante el olfato se da cuenta que estaba en un lugar húmedo y por la voz (el eco) podía llegar a saber que muy cerca había un pozo y que era muy profundo.
La condena era dejarlo morir en medio de un calabozo oscuro, donde no se podía ver nada, desde lo alto bajaba un péndulo con un filo en la punta y en medio del calabozo había un pozo, entre la oscuridad o moría por la navaja del péndulo o caía por el pozo
Su muerte era segura, el hombre se entretiene mirando la trayectoria del péndulo buscando la manera de escapar, mientras el péndulo bajaba amenazante hacia él, se le ocurre una idea, tenía a su disposición un poco de comida (carne grasosa) que le habían dejado en su celda, con dificultad logra hacer que los roedores se acercaran y rompieran las cuerdas que lo ataban y así quedar libre, de inmediato el péndulo se detiene justo frente a su pecho. Al salvarse de esa terrible muerte el hombre razona, se da cuenta que está siendo vigilado por los soldados y que se prepara para él una muerte quizás peor. De pronto la habitación cambia de forma y comienza a reducir su tamaño, se ve en la disyuntiva de morir aplastado o lanzarse al pozo que esta en medio de la habitación, aquel que originalmente iba a ser su sepultura.
Cuando está a punto de caer al pozo y sin más espacio para huir, totalmente desesperado, comenzó a oír voces humanas, de pronto una mano le salva, era la de un francés, el General Lasalle que había entrado en Toledo y descubierto las torturas a que eran sometidos los infortunados.
LA CAIDA DE LA CASA USHER
Tipo de Narrador: Narrador protagonista
Género literario: Novela de terror
Personajes
- Roderick Usher: Amigo del narrador, estaba muy enfermo, tenía pánico a los ruidos extraños
- Lady Madelin: Hermana de Roderick, enferma desde tiempo por de una extraña languidez, la enterraron viva
Ambiente Físico: La Casa Usher, una vieja mansión, lugar lúgubre, desolado
Mi mejor amigo de la infancia estaba enfermo de muerte y me pidió que lo fuera a visitar a su casa la cual todos los vecinos la llamaban la casa Usher ya que allí había vivido toda su familia y había una especia de conexión entre la casa y los habitantes.
Usher sufría daños cerebrales y tenía pavor a los sonidos de los instrumentos que no fuesen de cuerda. Amaba leer historias, libros, novelas y tenía un pensamiento muy crítico y amplio. Llegue a su casa a hacerle compañía, días después, su hermana lady Madeline murió a causa de un enfermedad grave y Usher y yo decidimos enterrarla en una bóveda que estaba en un muro de la casa, en la cripta que está justo debajo de mi habitación, en la que años atrás pareció usarse como una mazmorra. Abrimos la caja por última vez y vi el rostro de la mujer con esa extraña sonrisa en los labios que daba terror a la muerte. Noté que había un gran parecido entre la difunta y mi amigo y él me explicó que eran gemelos.
Los días siguientes, Usher se pasaba horas mirando al vacío muy concentrado como si oyese atento algún sonido; o sino pasaba caminando rápidamente e irregularmente de habitación en habitación murmurando cosas inentendibles.
Al parecer su comportamiento me estaba contagiando ya que una noche, empecé a desesperarme en la oscuridad de mi lúgubre habitación sin poder dormir durante horas hasta que Usher llegó a mi habitación con una lámpara y apenas entró, corrió a abrir la ventana haciendo que una ráfaga de viento nos golpease y parecía que allá afuera había un tornado por la fuerza y velocidad del viento y porque las nubes estaban muy bajas, pero se podía distinguir la catástrofe que estaba ocurriendo afuera.
Luego cerré la ventana y agarré un libro y le dije a Usher que era su libro favorito y que se lo iba a leer, empecé a hacerlo y llegué a una parte en la que el caballero rompe la puerta y la madera suena crujiente, extrañamente, sin saber de dónde proviene el sonido, lo escuché a la par de lo que acababa de pronunciar; luego el caballero del libro golpeaba la cabeza del dragón haciendo que este emitiera un chillido ahogado, el cual también escuché pero no me detuve para no perturbar el estado mental de Usher que se encontraba mirando hacia la puerta meciéndose levemente; y por último, el escudo de plata del caballero cae al suelo haciendo un sonido agudo y salté de mi asiento al oírlo también y seguro de que mi amigo también lo oyó pero guarda la compostura. Cierro el libro y me acerco a su rostro y noto que está susurrando cosas hasta que logra decirme: ¡¡Yo sabía que estaba viva!!, te dije que tenía muy desarrollados los sentidos, podía oír su corazón latir pero no me atrevía a decir nada:
La puerta crujiente de la historia, era el sonido de cuando el ataúd se abrió; el chillido ahogado del dragón más bien eran las puertas de la prisión girando y la caída del escudo, sus esfuerzos por salir de la bóveda de la cripta... ¡ahora ella está al otro lado de la puerta!
Y en efecto, una ráfaga de viento abrió la puerta de nuestra habitación y allí estaba su hermana, manchada de sangre, inmóvil un rato para luego caer sobre el cuerpo de su hermano y en medio de un terror de muerte y violencia, aterrado por lo que acababa de ver salí de inmediato de esa casa y corrí, cuando ya me alejé de ella, volví la mirada para ver la casa que había dejado atrás, vi cómo la mansión se derrumbaba tras las ráfagas de aire y la luz roja de la luna. La casa de Usher desaparecía entre las tinieblas y el pantano que la rodeaba, llevándose con ella a sus últimos habitantes con un infortunado final.
La máscara de la muerte roja
Tipo de Narrador: Narrador en tercera persona
Género literario: Novela gótica, utiliza mucha sangre y violencia.
Personajes
- Principe Prospero: protagonista
- La muerte roja: Una enfermedad que había llegado al país
- Ambiente Físico: La historia se desarrolla en la abadía fortificada del Príncipe Próspero. Se le considera como un ambiente hostil, sobre todo al cuarto con las ventanas de color escarlata que producían un efecto siniestro en la habitación
- Ambiente Psicológico: un ambiente gótico, siniestro. La presencia de la Muerte Roja crea una sensación de hostilidad y muerte, que son típicas en los relatos de Poe.
Relata la historia del príncipe Próspero que, tratando de evadir el contagio de una enfermedad que devastó la comarca, se encierra con un millar de amigos sanos en su castillo. Luego de unos meses de encierro decide hacer una fiesta de máscaras, sin saber que la muerte roja también acudiría a ella.
La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora. Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja. Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia. Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre. A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación. Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Se veían figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, se veían fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos. Más otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias. Se congregaba densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, se alzó al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata. Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), se convulsionó en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas! Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano. Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Más entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, se acercó impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible. Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
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