Papaito Piernas Largas
luthermateo27 de Mayo de 2014
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MIÉRCOLES NEGRO
El primer miércoles del mes era un día terrible. Así, con mayúsculas. Un día que había que esperar con temor, soportar con coraje y olvidar con prisa. Los pisos debían estar inmaculados, las sillas, sin una partícula de polvo y las camas sin la más mínima arruga. Noventa y siete movedizos huerfanitos debían ser lavados, peinados y enfundados en limpios delantales de algodón a cuadritos, además de tener que recordarles sus buenos modales y que debían responder "Sí, señor", "No, señor", cada vez que alguno de los síndicos del orfanato les dirigieran la palabra.
Era una ardua jornada, sí, y a la pobre Jerusha Abbott, por ser la mayor de todos aquellos huérfanos, le tocaba siempre la peor parte. Al igual que los precedentes, este primer miércoles en que comienza nuestra historia llegó a su término y Jerusha pudo por fin escapar de la despensa, donde había estado ocupada haciendo sandwiches para las visitas del asilo, y encaminarse al piso de arriba para cumplir con su tarea de todos los días. Se hallaba bajo su especial cuidado el Cuarto F, donde once chiquilines de entre siete y once años ocupaban once camitas dispuestas en hilera. Jerusha reunió a sus huerfanitos, les alisó sus deslucidos delantales, les sonó las narices y los hizo marchar a paso vivo y en ordenada fila hasta el comedor, donde por espacio de una bendita media hora la dejarían descansar, ocupados como estarían con su leche y su budín de ciruelas.
La muchacha se desplomó entonces en el asiento de la ventana y recostó sus sienes ardientes contra el vidrio fresco. Estaba en pie desde las cinco de la mañana, a las órdenes de todo el mundo, soportando los regaños y los apurones de la nerviosa directora. No siempre la señora Lippett guardaba, de puertas adentro, aquella calma y pomposa dignidad de que hacía gala frente a una reunión de síndicos o de damas visitantes. Por la ventana Jerusha alcanzaba a ver, tras el enrejado de hierro que marcaba el límite del asilo, un amplio trecho de césped cubierto de hielo. Más lejos se divisaban las colinas ondulantes, sembradas de importantes residencias de campo, y más lejos aún, las torrecitas del pueblo elevándose por detrás de los árboles desnudos.
El día había terminado y, hasta donde ella había podido comprobar, con el mayor éxito. Tanto los síndicos como la comisión visitante habían efectuado sus rondas habituales y leído sus informes. Y después de tomar el té con que siempre los agasajaba el asilo, se apresuraron a regresar a sus cómodos hogares, alegres y calentaos, y allí olvidarse cuanto antes de sus fastidiosos huerfanitos hasta el próximo mes.
Jerusha se asomó a la ventana para observar con curiosidad —y un dejo de tristeza— la hilera interminable de coches y automóviles que salía por los portales del asilo. Con el pensamiento se puso a seguir primero un carruaje, después otro, hasta las grandes mansiones de las colinas. Se imaginó a sí misma con abrigo de piel y sombrero de terciopelo adornado de plumas, recostándose en el asiento trasero de uno de ellos como la cosa más natural del mundo mientras murmuraba al cochero: "A casa". Sin embargo, al llegar al umbral de la casa elegida, el cuadro se hacía borroso.
Jerusha tenía imaginación, ¡vaya si la tenía! Una imaginación que, al decir de la señora Lippett, le traería dificultades si no se cuidaba. Sin embargo, por activa que fuese su fantasía, no podía llevarla más allá de los pórticos de las casas en las que habría deseado penetrar. La pobre muchacha, sedienta de vida y de aventuras, jamás en sus diecisiete años de existencia había entrado en una casa de verdad. Y le era imposible imaginar la rutina cotidiana de aquellos seres cuyas vidas no se veían incomodadas por huérfano alguno.
¡Je-ru-sha A-bbott
Te ne-ce-si-tan
En la di-rec-ciún
Y me pa-re-ce
Que harías mejor
En a-pu-rar-te!
Tommy Dillon, que acababa de unirse al coro, subió cantando las escaleras y su canturreo se hizo cada vez más alto al acercarse al Cuarto F.
Haciendo un esfuerzo, Jerusha se apartó de la ventana y volvió a las tribulaciones de la vida.
—¿Quién me llama? —preguntó, interrumpiendo con una nota de aguda inquietud la cantata de Tommy.
La señora Lippett, en la dirección Y creo que está... ¡e-no-ja-da! ¡A-a-mén!
entonó piadosamente Tommy. Pero su tono no era del todo travieso, ya que hasta el más encallecido huerfanito se compadecía cuando una compañera era hallada en falta y convocada a la dirección por una directora de mal humor. Y Tommy quería a Jerusha, a pesar de que ella solía agarrarlo bruscamente del brazo y poco menos que arrancarle casi la nariz de tanto sonársela.
Jerusha marchó sin comentarios, pero con dos arrugas paralelas en la frente. "¿Qué puede haber salido mal? —se preguntaba—. ¿Será que no corté bastante delgado el pan para los sandwiches? ¿O habrán aparecido algunas cáscaras en las masitas de nuez? Puede que alguna de las damas visitantes haya visto el agujero en la media de Susie Hawthorne ¿O quizás... ¡horror! algún 'angelito de Dios' habrá regado a un síndico?"
Las luces del largo hall de la planta baja no estaban encendidas y, al bajar la escalera, Jerusha vio a un último síndico que, parado ante la puerta abierta que daba a la cochera, se disponía a partir. Sólo tuvo de él una visión fugaz, y la impresión podía resumirse en dos palabras: "alta estatura". Aquel hombre alto agitaba el brazo en dirección a un automóvil que aguardaba en el camino de acceso. Al ponerse el vehículo en movimiento, los faros rutilantes proyectaron contra la pared, por un instante nomás, pero bien nítida, la sombra del individuo. Y la sombra dibujó unas piernas grotescamente largas que se extendían por todo el suelo y subían por la pared del corredor. "Parece un enorme y vacilante papaíto-piernas-largas", pensó Jerusha, asociando la imagen con la de la araña de cuerpo chico y patas largas conocida entre ellos con ese nombre.
Muy pronto, una repentina sonrisa reemplazó al ceño adusto de la muchacha. Es que Jerusha era una chica de genio alegre por naturaleza que sabía aprovechar la menor excusa para divertirse. Y si uno podía extraer una pequeña diversión del deprimente hecho representado por un síndico, ¡ya podía decirse que tenía suerte!
Al acercarse a la dirección, muy reconfortada por el pequeño episodio, Jerusha pudo exhibir ante la señora Lippett un rostro sonriente. Con gran sorpresa vio que también la directora estaba, si no precisamente sonriente, al menos afable. Su expresión era casi como la que reservaba para las visitas.
—Siéntate, Jerusha. Tengo algo que decirte... —Jerusha se dejó caer sobre la silla más próxima y esperó con un dejo de ansiedad. Un automóvil que partía iluminó la sala al pasar por la ventana. La señora Lippett le echó una mirada y preguntó a la muchacha: —¿Te fijaste en el caballero que acaba de partir?
—Alcancé a verlo de espaldas.
—Es uno de nuestros síndicos más adinerados y ha donado fuertes sumas para el mantenimiento del asilo. No estoy autorizada a revelar su nombre y él ha estipulado muy especialmente que deseaba mantenerse en el anonimato.
Los ojos de Jerusha se abrieron de sorpresa; no estaba acostumbrada a que la llamaran a la Dirección para discutir con las autoridades las excentricidades de los síndicos.
—Este señor ya se ha interesado por varios de nuestros muchachos. ¿Te acuerdas de Charles Benton y de Henry Frieze? Ambos fueron enviados a la universidad gracias a la generosidad del señor... de este síndico, y ambos han retribuido con mucho trabajo y éxitos el dinero gastado en ellos con tanto desinterés. El caballero no desea otra recompensa. Hasta ahora su filantropía se ha dirigido exclusivamente a los varones; nunca logré interesarlo por ninguna de las chicas de la institución, por merecedoras que fueran. Puedo decírtelo: no le gustan las chicas.
—No, señora —murmuró Jerusha, ya que al llegar la conversación a ese punto parecía esperarse de ella alguna respuesta.
—Hoy, en el curso de la sesión ordinaria, se trató el asunto de tu porvenir.
La señora Lippett dejó transcurrir un momento de silencio; luego reanudó el discurso con tono lento y plácido, exasperante para los nervios de la que escuchaba, ahora en súbita tensión.
—Sabes que lo usual es no conservar a los chicos en el instituto después de los dieciséis años y que tu caso constituyó una excepción. A los catorce terminaste aquí los estudios, y dado que tu desempeño había sido tan meritorio —aunque no siempre tu conducta—, se resolvió permitir que asistieras a la escuela secundaria del pueblo. Ahora que ya estás por terminarla, el asilo no puede seguir haciéndose cargo de tu mantenimiento, puesto que has usufructuado de él dos años más que la mayoría.
Aquí la señora Lippett omitió mencionar que Jerusha había trabajado muy duro para ganarse la pensión durante esos dos años, que la conveniencia del asilo siempre había tenido prioridad sobre su educación, y que, en días como ése, la hacían quedar adentro para fregar.
—Como te decía, se discutió la cuestión de tu futuro y tus antecedentes. Y a fondo —añadió con tono solemne.
La directora volvió sus ojos acusadores hacia la prisionera sentada en el banquillo y la "imputada" puso cara de culpable, tan sólo porque eso parecía ser lo que la otra esperaba y no porque recordara ninguna hoja demasiado negra en su legajo.
—Por supuesto, la disposición habitual en un caso
...