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El Naranjo De Carlos Fuentes


Enviado por   •  17 de Marzo de 2014  •  2.673 Palabras (11 Páginas)  •  335 Visitas

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Carlos Fuentes

El naranjo

Alfaguara, Buenos Aires, 1993.

Como los planetas en sus órbitas, el mundo

de las ideas tiende a la circularidad.

Amos Oz, Amor tardío

Cambien de royaumes nous ignorent!

Pascal, Pensées

10.

Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad azteca, en medio del rumor

de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los

cañones castellanos. Vi el agua quemada de la laguna sobre la cual se

asentó esta Gran Tenochtitlan, dos veces más grande que Córdoba.

Cayeron los templos, las insignias, los trofeos. Cayeron los mismísimos dioses. Y al día siguiente de la derrota, con las piedras de los

templos indios, comenzaron a edificar las iglesias cristianas. Quien

sienta curiosidad o sea topo, encontrará en la base de las columnas de

la catedral de México las divisas mágicas del Dios de la Noche, el

espejo humeante de Tezcatlipoca. ¿Cuánto durarán las nuevas mansiones de nuestro único Dios, construidas sobre las ruinas de no uno,

sino mil dioses? Acaso tanto como el nombre de éstos: Lluvia, Agua,

Viento, Fuego, Basura...

En realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas. Una muerte atroz,

dolorosa, sin remedio. Un ramillete de plagas que me regalaron mis

propios hermanos indígenas, a cambio de los males que los españoles

les trajimos a ellos. Me maravilla ver, de la noche a la mañana, esta

ciudad de México poblada de rostros carcarañados, marcados por la

viruela, tan devastados como las calzadas de la ciudad conquistada. Se

agita, hirviente, el agua de la laguna; los muros han contraído una

lepra incurable; los rostros han perdido para siempre su belleza oscura, su perfil perfecto: Europa le ha arañado para siempre el rostro a

este Nuevo Mundo que, bien visto, es más viejo que el europeo. Aunque desde esta perspectiva olímpica que me da la muerte, en verdad

veo todo lo que ha ocurrido como el encuentro de dos viejos mundos,

ambos milenarios, pues las piedras que aquí hemos encontrado son tan

antiguas como las del Egipto y el destino de todos los imperios ya

estaba escrito, para siempre, en los muros del festín de Baltasar.

Lo he visto todo. Quisiera contarlo todo. Pero mis apariciones en la

historia están severamente limitadas a lo que de mí se dijo. Cincuenta

y ocho veces soy mencionado por el cronista Bernal Díaz del Castillo

en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Lo

último que se sabe de mí es que ya estaba muerto cuando Hernán Cortés, nuestro capitán, salió en su desventurada expedición a Honduras en octubre de 1524. Así lo describe el cronista y pronto se olvida de

mí.

Reaparezco, es cierto, en el desfile final de los fantasmas, cuando

Bernal Díaz enumera el destino de los compañeros de la Conquista. El

escritor posee una memoria prodigiosa; recuerda todos los nombres,

no se le olvida un solo caballo, ni quien lo montaba. Quizás no tiene

otra cosa sino el recuerdo con el cual salvarse, él mismo, de la muerte.

O de algo peor: la desilusión y la tristeza. No nos engañemos; nadie

salió ileso de estas empresas de descubrimiento y conquista, ni los

vencidos, que vieron la destrucción de su mundo, ni los vencedores,

que jamás alcanzaron la satisfacción total de sus ambiciones, antes

sufrieron injusticias y desencantos sin fin. Ambos debieron construir

un nuevo mundo a partir de la derrota compartida. Esto lo sé yo porque ya me morí; no lo sabía muy bien el cronista de Medina del Campo al escribir su fabulosa historia, y de allí que le sobre memoria, pero

le falte imaginación.

No falta en su lista un solo compañero de la Conquista. Pero la inmensa mayoría son despachados con un lacónico epitafio: “Murió de su

muerte”. Unos cuantos, es cierto, se distinguen porque murieron “en

poder de indios”. Los más interesantes son los que tuvieron un destino

singular y, casi siempre, violento.

La gloria y la abyección, debo añadir, son igualmente notorias en estas

andanzas de la Conquista. A Pedro Escudero y a Juan Cermeño, Cortés los mandó ahorcar porque intentaron escaparse con un navío a

Cuba, mientras que a su piloto, Gonzalo de Umbría, sólo le mandó

cortar los dedos de los pies y así, mocho y todo, el tal Umbría tuvo el

valor de presentarse ante el rey a quejarse, obteniendo rentas en oro y

pueblos de indios. Cortés debió arrepentirse de no haberle ahorcado

también. Ved así, lectores, auditores, penitentes, o lo que seáis al acercaros a mi tumba, cómo se toman decisiones cuando el tiempo urge y

la

...

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