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Los Buenos Amigos


Enviado por   •  5 de Junio de 2014  •  2.731 Palabras (11 Páginas)  •  199 Visitas

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Los acusados fueron procesados por homicidio. El tribunal del Condado de Stowfteld los declaró culpables y fueron condenados a la horca. Los aludidos apelan ante esta Corte. Los hechos aparecen con suficiente detalle en la relación del Señor Presidente.

Presidente Truepenny

Los cuatro acusados son miembros de la Sociedad Espeleológica, que es una organización de aficionados a la exploración de cavernas. A principios de mayo de 4299, en compañía de Roger Whetmore, en aquel entonces miembro también de la Sociedad, penetraron en el interior de una caverna de piedra caliza, del tipo que se encuentra en la Plataforma Central de esta Commonwealth. Cuando se hallaban ya lejos de la entrada de la caverna, tuvo lugar una avalancha. La única abertura conocida de la caverna fue completamente bloqueada por pesados cantos. Al descubrir la situación, los exploradores se ubicaron en las cercanías de la entrada obstruida para aguardar que alguna partida de rescate removiera los escombros que les impedían salir de su prisión subterránea.

Al no volver Whetmore y los acusados a sus casas, el secretario de la Sociedad fue notificado por las familias de aquellos. Los exploradores habían dejado indicaciones en la sede central de la Sociedad acerca de la ubicación de la caverna que se proponían visitar. Una partida de rescate fue enviada de inmediato al lugar indicado.

La tarea del rescate, empero, resultó de extraordinaria dificultad. Se hizo menester engrosar las fuerzas de la partida originaria con repetidos envíos de hombres y máquinas, cuyo transporte a la lejana y aislada región en la que se hallaba la caverna fue realizado a elevado costo. Se instaló un enorme campamento de obreros, ingenieros, geólogos y otros expertos.

Las tareas de remoción fueron varias veces frustradas por nuevas avalanchas. En una de ellas perecieron diez obreros ocupados en despejar la entrada. Los fondos de la Sociedad Espeleológica se agotaron rápidamente con los trabajos de rescate y se gastó la suma de ochocientos mil frelanes —en partes obtenidos de suscripciones populares, en parte botados por resolución legislativa— antes de poder rescatar a los atrapados. El éxito fue finalmente alcanzado el trigésimo segundo día a contar de la entrada de los exploradores en la caverna.

Como se sabía que los exploradores habían llevado consigo sólo escasas provisiones, y como también era sabido que la caverna no contenía sustancia animal ni vegetal que permitiera subsistir; desde un principio se previó la angustiosa posibilidad de que los prisioneros perecieran por inanición antes de que se hiciere viable un acceso a ellos.

Recién el vigésimo primer día se supo que aquellos habían llevado consigo a la caverna un equipo inalámbrico portátil con el que se podía tanto transmitir como recibir mensajes. De inmediato se instaló en el campamento de rescate un equipo similar y se estableció comunicación oral con los infortunados exploradores. Éstos pidieron que se les informara que tiempo insumiría su liberación. Los ingenieros a cargo del proyecto contestaron que harían falta por lo menos diez días, y siempre que no ocurrieran nuevas avalanchas. Los exploradores preguntaron, entonces, si había algún médico presente y se les puso en comunicación con una comisión de ellos, a quienes describieron su condición y dieron cuenta de las raciones que habían llevado consigo. Por último les solicitaron opinión médica acerca de la probabilidad de seguir subsistiendo sin alimentos durante diez días más. El jefe de la comisión de médicos les informó que había muy poca.

El equipo inalámbrico del interior de la caverna se mantuvo silencioso durante las siguientes ocho horas. Al restablecerse la comunicación, los exploradores pidieron hablar nuevamente con los médicos. El jefe de la comisión se acercó al aparato, y Whetmore, hablando por sí y en representación de los otros, preguntó si comiéndose a uno de ellos los restantes podrían sobrevivir diez días más. Ninguno de los médicos se mostró dispuesto a responder. Whetmore preguntó entonces si había algún juez u otro funcionario público en el campamento que quisiera contestar aquella pregunta. Nadie se mostró dispuesto a hacerlo.

Whetmore inquirió si había algún ministro religioso o sacerdote que quisiera contestar a su pregunta, y no pudo encontrarse ninguno. Después de ello no se recibieron ulteriores mensajes desde la caverna y se presumió (erróneamente, según pudo comprobarse más tarde) que las pilas del equipo inalámbrico de los exploradores se habían agotado. Cuando los prisioneros fueron finalmente rescatados, se supo que el día vigésimo tercero a contar de su entrada a la caverna, Whetmore había sido asesinado y comido por sus compañeros.

De las declaraciones de los acusados, aceptadas por el jurado, surge que fue Whetmore el primero en proponer que alguno de los exploradores sirviera de alimento a los demás.

También fue Whetmore el primero en proponer que se echaran suertes, a cuyo fin exhibió a los acusados un par de dados que casualmente llevaba consigo. Los acusados se resistieron en un principio a adoptar un procedimiento tan desesperado, pero después de las conversaciones por el aparato inalámbrico, arriba relatadas, terminaron por aceptar el plan propuesto por Whetmore. Después de discutir largamente los problemas matemáticos involucrados, se arribó, por fin a un acuerdo sobre el método para resolver la cuestión mediante el uso de los dados. Sin embargo, antes de que se arrojaran los dados, Whetmore declaró que se retiraba del acuerdo, pues reflexionando mejor había decidido esperar otra semana más antes de recurrir a tan terrible y odioso temperamento. Los otros lo acusaron de violación de lo convenido y procedieron a arrojar los dados. Cuando le tocó a Whetmore, uno de los acusados echó los dados por él, pidiéndosele a Whetmore hiciera las objeciones que tuviere en cuanto a la corrección de la tirada. Declaró no tener ninguna objeción. El tiro le resultó adverso, siendo luego privado de la vida y comido por sus compañeros.

Luego del rescate de los acusados y después que éstos pasaron una temporada en un hospital donde fueron objeto de un tratamiento por desnutrición y shock, se los sometió a proceso por homicidio en la persona de Roger Whetmore. En el juicio oral, una vez concluida la prueba testimonial, el portavoz del jurado, de profesión abogado, preguntó al juez si el jurado no podía emitir un “veredicto especial”, dejando al juez la determinación de la culpabilidad de los reos, en base a los hechos que resultaren probados.

Luego de alguna discusión, tanto el fiscal como el abogado defensor dieron su conformidad a tal procedimiento que fue adoptado por el Tribunal. En un extenso “veredicto especial” el jurado decidió que los hechos ocurrieron tal como los acabo de relatar, y decidió, además, que si en base a estos hechos los acusados eran culpables del crimen que se les imputaba entonces debía condenárselos. En base a tal veredicto el juez decidió que los acusados eran culpables de homicidio en la persona de Roger Whetmore. En consecuencia, los sentenció a ser ahorcados, pues la ley de nuestro Commonwelth no permite discreción alguna con respecto a la pena a imponerse a aquel delito. Disuelto el jurado, sus miembros suscribieron una comunicación al jefe del Poder Ejecutivo, peticionándole que conmutara la pena de muerte por la de seis meses de prisión. El juez dirigió una comunicación similar al Poder Ejecutivo. Aún no se ha adoptado resolución alguna con respecto a estas peticiones, y parece que el Poder Ejecutivo está aguardando nuestra decisión en el presente recurso.

Pienso que en este inusitado caso el jurado y el juez siguieron un camino que, aparte de ser justo y atinado, era el único camino que les quedaba abierto con arreglo a las disposiciones legales. El lenguaje de nuestra leyes bien conocido: “Quienquiera privare intencionalmente de la vida a otro será castigado con la muerte” N.C.S.A.(n.s.) 12-A. Esta ley no permite excepción alguna aplicable a este caso, por más que nuestras simpatías nos induzcan a tomar en cuenta la trágica situación en que se hallaron estos hombres.

En casos como el presente la clemencia ejecutiva aparece admirablemente adecuada para mitigar los rigores de la ley, y propongo a mis colegas que sigamos el ejemplo del jurado y del juez inferior haciéndonos solidarios con la petición que ellos han dirigido al jefe del Poder Ejecutivo. Todo hace suponer que estas peticiones de clemencias serán resueltas favorablemente proviniendo, como provienen, de personas que han estudiado el caso y tenido oportunidad de compenetrarse cabalmente con todas sus circunstancias. Es altamente improbable que el Poder Ejecutivo pudiera denegar esas peticiones, sin darle al asunto una consideración por lo menos tan amplia como la que recibió en la instancia inferior, cuyas audiencias duraron tres meses.

Empero, tal examen del caso (que virtualmente equivaldría a una reapertura del juicio) sería difícilmente compatible con la índole de las funciones del Ejecutivo, tal como usualmente se las concibe. Creo por lo tanto que podemos asumir que alguna forma de clemencia se acordará a estos acusados. Si así ocurriere, se hará justicia, sin menoscabo de la letra ni del espíritu de nuestra ley sin ofrecer estímulo a su trasgresión.

Ministro Foster

Me choca que el Presidente de la Corte, en un esfuerzo por eludir los graves inconvenientes de este trágico caso, haya adoptado y propuesto a sus colegas una solución a la vez tan sórdida y obvia. Creo que en este caso está en juicio algo más que el destino de estos infortunados exploradores; está en juicio el derecho de nuestro Commonwealth. Si esta Corte llega a declarar que de acuerdo con nuestro derecho estos hombres han cometido un crimen, entonces nuestro derecho mismo resultará condenado ante el tribunal del sentido común, cualquiera sea la suerte final de los individuos implicados en este recurso de apelación. Pues nuestra afirmación de que el derecho que como jueces sostenemos y enunciamos nos arrastra a una conclusión que nos avergüenza y de la que sólo podemos librarnos apelando a excepciones diferidas al capricho personal del Poder Ejecutivo, equivale, pienso, a la admisión de que el orden jurídico de este Commonwealth no pretende ya realizar la justicia.

Personalmente no creo que nuestro derecho haga necesaria la monstruosa conclusión de que estos hombres son asesinos. Creo, por el contrario, los declara inocentes de todo crimen. Apoyo esta conclusión en dos fundamentos independientes que bastan, cualquiera de ellos, para justificar la absolución de los acusados.

El primero de estos fundamentos se basa en una premisa que puede despertar oposición si no es analizada sin prejuicio. Sostengo que todo el derecho positivo de este Commonwealth, incluyendo todas sus leyes y todos sus precedentes, es inaplicable a este caso, y que el mismo se halla regido por lo que los antiguos autores de Europa y América llamaban “el derecho natural”.

Esta conclusión se basa en la proposición de que nuestro derecho positivo presupone la posibilidad de la coexistencia de los hombres en sociedad. Al surgir una situación en la cual tal coexistencia de los hombres se hace imposible, entonces ha dejado de existir una condición implícita en todos nuestros precedentes y en todas nuestras leyes. Cuando esta condición desaparece, en mi opinión, desaparece con ella toda la fuerza de nuestro orden positivo. No estamos acostumbrados a aplicar la máxima Cesante ratione legis, cesta ipsa lex [del latín, significa: “Cesando el motivo de la ley, cesa la ley misma”. N. de MyE] al conjunto de nuestro derecho positivo, mas creo que este es un caso en el cual la máxima debe aplicarse.

La proposición de que todo derecho positivo está basado en la posibilidad de la coexistencia de los hombres suena extrañamente, no porque la verdad que contiene sea extraña, sino simplemente porque es una verdad tan obvia y omnipresente que rara vez tenemos ocasión de expresarla en palabras. Como el aire que respiramos está en nuestra circunstancia de manera tal que nos olvidamos que existe hasta que, de repente, nos vemos privados de ella.

Cualesquiera sean los objetivos que persigan las distintas de nuestro derecho resulta claro a la reflexión que todas ellas están encaminadas hacia la finalidad de facilitar y mejorar la coexistencia de los hombres y regular en forma razonable y equitativa las relaciones de su vida en común. Cuando la suposición de que los hombres pueden vivir en común deja de ser verdadera, como obviamente sucedió en ésta extraordinaria situación, en la que la conservación de la vida sólo se hizo posible quitando otra, entonces las premisas básicas subyacentes a todo nuestro orden jurídico pierden su sentido y su fuerza. Si los trágicos acontecimientos de este caso hubieran sucedido una milla más allá de los límites territoriales de nuestro Commonwealth, nadie pretendería aplicarles nuestra ley.

Reconocemos que la jurisdicción tiene bases territoriales. La razón de ser de este principio no es nada obvia y raras veces se examina. Entiendo que este principio se apoya en la presunción de que sólo es practicable aplicar un orden jurídico único a un grupo de hombres si ellos habitan dentro de los límites de un área dada de la superficie terrestre. La premisa de que los hombres deban coexistir en un grupo, subyace pues, al principio territorial, como al derecho todo. Ahora bien, sostengo que un caso puede ser sustraído de la fuerza de un orden jurídico, no sólo en sentido geográfico sino también moral. Si atendemos a los propósitos del derecho y del gobierno, y a las premisas subyacentes a nuestro derecho positivo, nos percatamos de que cuando aquellos tomaron su funesta decisión, se hallaban tan remotos de nuestro orden jurídico como si hubieran estado mil millas más allá de nuestras fronteras. Hasta en un sentido físico su prisión subterránea estaba separada de nuestros tribunales y ujierías [ujier es el portero de un tribunal, N. de MyE] por una sólida cortina de roca que pudo despejarse sólo tras un extraordinario gasto de tiempo y esfuerzos.

Llego por ello a la conclusión de que en el momento en que Roger Whetmore perdió su vida a manos de estos acusados, todos ellos —para usar el arcaico lenguaje de los autores del siglo XIX— se encontraban no en un “estado de sociedad civil”, sino en “estado de naturaleza”. Tal cosa tiene como consecuencia que el derecho a ellos aplicable no sea el derecho sancionado y establecido por este Commonwealth, sino el que se deriva de aquellos principios adecuados a su condición. No vacilo en decir que bajo aquellos principios no son culpables de crimen alguno.

Lo que aquellos hombres hicieron fue un hecho en cumplimiento de un contrato aceptado por todos ellos y originariamente propuesto por el propio Whetmore. Desde que era obvio que su inusitada situación hizo inaplicables los principios usuales que regulan la conducta entre los hombres, se vieron en la necesidad de trazar, como quien dice, una nueva carta de gobierno, apropiada a las circunstancias en las que se hallaban.

Ya desde antiguo se ha reconocido que el principio último de toda ley o gobierno debe buscarse en la noción de un contrato o convenio. Pensadores antiguos, especialmente del periodo que va desde 1600 a 1900, solían fundamentar el gobierno mismo en un supuesto Contrato Social. Los escépticos hicieron hincapié en que tal teoría contradecía los hechos históricos conocidos, y que no existía evidencia científica para apoyar la noción de que gobierno alguno se hubiera jamás fundado de la manera supuesta por aquella teoría. Replicaron los moralistas que aunque tal hipótesis fuera una ficción desde el punto de vista histórico, la noción de contrato o convenio proveía la única justificación ética en que basar los poderes del gobierno, poderes que incluyen el de privar de la vida.

Los poderes del gobierno sólo pueden justificarse moralmente sobre la presuposición de tratarse de poderes que hombres razonables convendrían y aceptarían en caso de confrontarse con la necesidad de tener que volver a construir algún orden para hacer posible la vida en común.

Afortunadamente, nuestro Commonwealth no tiene que embarcarse en estas perplejidades que torturaban a los antiguos. Conocemos en calidad de verdad histórica que nuestro gobierno se fundó sobre un contrato o acuerdo voluntario entre los hombres. Las pruebas arqueológicas son concluyentes en el sentido de que en el período subsiguiente a la Gran Espiral, los sobrevivientes de aquella hecatombe se reunieron voluntariamente y trazaron una carta de gobierno. Autores sofistas han planteado la cuestión acerca del poder de aquellos remotos contratantes de obligar a generaciones futuras, pero sigue siendo un hecho que nuestro gobierno desciende en la línea ininterrumpida de aquella carta originaria.

Si, pues, nuestros verdugos tienen el poder de poner fin a la vida de los hombres; si nuestros oficiales de justicia tienen el poder de lanzar a inquilinos morosos, si nuestros agentes de policía tienen el poder de arrestar a ebrios escandalosos, tales poderes hallan su

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