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ACTITUDES


Enviado por   •  18 de Julio de 2013  •  6.497 Palabras (26 Páginas)  •  510 Visitas

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Capítulo XII

Las actitudes

Introducción

Es éste uno de los temas más clásicos de la psicología social y, a la vez,

de los más actuales así como uno de los que más investigación recibe y

sobre el que se publica un número creciente de trabajos, incluyendo algunos

interesantes libros como los de Eagly y Chaiken (1993), Shavitt y Brock

(1994), Stiff (1994), Petty y Krosnick (1995), etc. De hecho, no hace

mucho escribían Olson y Zanna (1993, pág. 118) en su revisión en el

Annual Review of Psychology: «Estamos abrumados por la gran cantidad

de artículos y capítulos sobre actitudes que han aparecido a lo largo de los

últimos tres años», viéndose obligados a excluir varios cientos de ellos para

poder hacer la revisión. Algo similar podrían decir quienes hicieron la

última revisión del Annual (Petty y cols., 1997) o la de Petty y Wegener

(1997) en la 4.ª edición del Handbook of Social Psychology. «Las actitudes

tal vez sean el concepto más interdisciplinar de las ciencias sociales. Los

economistas dedican gran atención a las actitudes de los consumidores...

Los politólogos usan las actitudes como su principal medida de las preferencias

políticas y como predictor de la conducta de voto. Los sociólogos

caracterizan la sociedad sirviéndose de las distribuciones de actitudes, asumiendo

que los cambios en estas distribuciones son indicadores de cambio

social» (Latané y Nowak, 1994, pág. 219). Y desde luego, el concepto de

actitud «es probablemente el más distintivo e imprescindible... en la psicología

social norteamericana contemporánea» (Allport, 1954, pág. 43). Es

más, de alguna manera casi podemos decir que la psicología social, tal

como la conocemos en este siglo XX, nace en los Estados Unidos y lo hace

como estudio de las actitudes, de la mano principalmente, en sus inicios,

de Thomas y Znaniecki (1918), para quienes el concepto de actitud permi-

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tía captar el momento subjetivo del proceso de cambio social. Sin embargo,

fue transformándose paulatinamente en un concepto casi exclusivamente

psicológico e intraindividual, tanto en psicología social como incluso en la

sociología, como consecuencia tanto de la progresiva individualización y

psicologización de nuestra disciplina como del temprano desarrollo, ya en

los años 20, de técnicas para su medición.

En todo caso, si nos ha interesado tanto, y nos sigue interesando, el

tema de las actitudes es por una razón obvia: porque creemos que está muy

estrechamente relacionado con las conductas. Lo que realmente nos interesa

modificar es la conducta, pero creemos que ello lo conseguiremos

mejor modificando primero las actitudes. Como dice Stahlberg y Frey

(1990), el cambio de actitudes se concibe, no sólo en la investigación psicosocial

sino también en la vida cotidiana, como un significativo punto de

partida para modificar la conducta.

Probablemente los tres temas más estudiados en psicología social hayan

sido éstos: los grupos, la influencia social y las actitudes. Pues bien, si algunos

afirmaban que era la influencia social el aspecto central de nuestra disciplina,

también se ha llegado a decir, por ejemplo G. Allport, que el concepto

de actitud es el más importante y el más frecuentemente utilizado en

psicología social e incluso algún psicólogo social, como por ejemplo

Collins, ha defendido que la psicología social es el estudio de las actitudes

sociales. De hecho, la bibliografía sobre este tema es ya prácticamente inabarcable.

Ya Newcomb (1966, pág. 168) en un trabajo de 1956 estimaba

en 9.426 los artículos y 2.712 los libros aparecidos en inglés en los treinta

años anteriores, y el ritmo de publicaciones ha continuado siendo cada vez

mayor y, aunque hubo un importante descenso durante los años 70 (Lamberth,

1980), luego volvió a crecer, hasta el punto de que las últimas revisiones

del tema (Eagly y Himmelfarb, 1978; Cialdini y cols., 1981; Cooper

y Croyle, 1984; Olson y Zanna, 1993; Petty y cols., 1997) indican que ese

descenso duró poco tiempo, de tal forma que hacia 1977 ya ascendió de

nuevo y no ha dejado de hacerlo hasta el momento.

Concepto, definición y naturaleza de las actitudes

En psicología social, el concepto de actitud constituye una sutil

trampa intelectual. Sin duda no existe ningún otro campo en que las

investigaciones descriptivas (encuestas), fundamentales (experimentos),

metodológicas (escalas de medición) sean tan numerosas, pues cubre toda

la historia de la disciplina hasta nuestros días. Y no obstante, no hay concepto

que haya sido objeto de tantas definiciones diferentes. Para ciertos

autores, este concepto es indispensable, para otros, inútil. En suma, se

hacen numerosos y serios estudios sobre las condiciones y los procesos

del cambio de actitudes, pero se ignora lo que son estas últimas y este

hecho parece carecer de importancia (Montmollin, 1985, pág. 118).

De ahí que nosotros sí le demos importancia.

192 Anastasio Ovejero Bernal

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El término actitud fue introducido en nuestra disciplina por Thomas y

Znaniecki (1918), como actitud social, para explicar las diferencias comportamentales

existentes en la vida cotidiana entre los campesinos polacos que

residían en Polonia y los que residían en los Estados Unidos. Desde entonces

han sido muchas las propuestas de definición que se han hecho, destacando

ésta de Rosenberg y Hovland (1960, pág. 3): las actitudes son «predisposiciones

a responder a alguna clase de estímulo con ciertas clases de

respuesta». Más específicamente, de las múltiples definiciones existentes

podemos concluir que una actitud es una predisposición aprendida a responder

de una manera consistentemente favorable o desfavorable a un

objeto dado (objeto físico, personas, grupos, etc.).

Existen básicamente dos tipos de concepciones de la actitud: la concepción

multidimensional, que es la más seguida tradicionalmente en psicología

social, y que considera que la actitud tiene tres componentes (cognitivo,

afectivo y conductual) y la concepción unidimensional, que está ganando

terreno en los últimos años y que enfatiza la dimensión afectiva o evaluativa

como la más importante o incluso la única. Así, Eagly (1992), o Petty

y Caccioppo (1981, pág. 7), para quienes «el término actitud debería ser

usado para referirse a un sentimiento general, permanentemente positivo o

negativo, hacia alguna persona, objeto o problema». También Ajzen y Fishbein

(1980) defienden este modelo de componente único. No niegan la

existencia de un componente cognitivo aunque sí que éste sea una parte de

la actitud. Además, como subrayan Cooper y Croyle (1984), aunque el

enfoque cognitivo sigue siendo central en este campo, sin embargo, se está

dando cada vez más protagonismo al afecto y la motivación (por ejemplo,

Abelson y cols., 1982 proporcionan un fuerte ejemplo del papel desempeñado

por el afecto en las actitudes políticas). Con ello se vuelve a etapas

anteriores: el afecto refleja la motivación. La gente es vista como motivada

a adoptar actitudes, a cambiar las actitudes existentes, y a actuar de forma

consistente con sus actitudes como una función de los constructos motivacionales.

Y es que «el trabajo en el cambio de actitudes no ha sido nunca

puramente cognitivo ni tampoco puramente motivacional. Tal vez haya sido

ésta una razón por la que ha durado tanto tiempo y ha resistido el cambio

de las modas experimentales. Nuestra revisión sugiere que el énfasis de la

investigación en el cambio de la actitud durante los últimos años ha estado

en el lado cognitivo. Pero se han oído significativas llamadas para volver al

otro lado. Sospechamos que el péndulo atraído por las cogniciones ha llegado

cerca de la cúspide de su arco y que los próximos años veremos una

mejor atracción ejercida por las fuerzas motivacionales» (Cooper y Croyle,

1984, pág. 422).

Sin embargo, ha existido desde hace mucho, aunque cada vez menos,

un relativo consenso en cuanto a la naturaleza tridimensional de la actitud,

cuyos tres componentes son fuertemente consistentes entre sí, de tal forma

que es muy difícil modificar uno sin modificar los otros, y al contrario, es

sumamente probable que cambien los otros dos componentes cuando se

modifica uno de ellos. Más específicamente, estos componentes son: a) Per-

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ceptivo o cognitivo: consiste en las creencias de un individuo acerca de un

objeto determinado; b) Afectivo o sentimental: se refiere a las emociones,

los sentimientos vinculados a un determinado objeto, y es lo que dota a las

actitudes de su carácter motivacional; y c) Comportamental o reactivo:

incluye toda inclinación a actuar de una manera determinada ante el objeto

de dicha actitud. En definitiva, como señala Rodríguez González (1989,

pág. 202), desde muy pronto vio la psicología social la enorme potencia del

conocimiento de las actitudes como instrumento de influencia sobre la conducta

de individuos, grupos y colectividades, partiendo de lo que luego se

ha llamado postulado de congruencia; es decir, de la relación causal directa

entre actitud y conducta. Hasta tal punto cobró importancia el estudio de

las actitudes que, como ya hemos dicho, algunos autores llegan a identificarlo

con la propia psicología social. Sin embargo, el concepto de actitud

ha sido también objeto de muchas críticas desde que Symonds (1927) afirmara

que era totalmente superflua su utilización, ya que es un mero nombre

que duplicaba el viejo término de hábito, hasta Doob (1947), quien

desde supuestos conductistas, le niega al concepto de actitud todo carácter

científico, pasando por Strauss (1945) que desde la perspectiva del Interaccionismo

Simbólico y tras calificarlo como un concepto confuso y no técnico,

lo rebaja a la categoría de simple instrumento del sentido común.

En todo caso, subraya Rodríguez González (1989), en psicología social,

al menos desde 1920, ha prevalecido la orientación mentalista sancionada

definitivamente por Thomas, que ya a partir de 1900 había dictado lecciones

sobre actitudes sociales en el sentido que luego quedará reflejado en el

prólogo a la conocida obra que escribió junto con Znaniecki. A partir de

ahí, la psicología social, con unas u otras matizaciones, entenderá las actitudes

como formas de relación de un sujeto con un objeto social. La actitud

es social porque se aprende o adquiere en el proceso de socialización,

porque se suele compartir con otras personas y porque se refiere a objetos

de naturaleza y significado claramente sociales. Esto ya lo decía hace años

Torregrosa (1968, pág. 157):

Quiero poner de manifiesto que muchas actitudes no son sólo sociales

en el sentido de que su objeto es un valor social cuya contrapartida

subjetiva son las actitudes, o que éstas están socialmente determinadas —

son aprendidas en los procesos de interacción social—, sino también en

el sentido de que constituyen propiedades o características de grupos y

situaciones sociales, creencias y modos de evaluación de los mismos,

independientemente de que lo sean de los miembros individuales de tales

grupos y situaciones; y que, por tanto, la perspectiva teórica adecuada

para su comprensión y explicación debe ser una perspectiva sociológica.

De ahí que estemos ante un concepto tanto individual, ya que desempeña

un papel importante en el funcionamiento psicológico de las personas,

como psicosocial, dada su capacidad para insertar al individuo en su

medio social, y en el que el elemento que, con el tiempo, más interesó fue

la supuesta relación existente entre la actitud y la conducta.

194 Anastasio Ovejero Bernal

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Ha sido Allport ( 1935, 1954) quien más a fondo ha estudiado la historia

del concepto de actitud en psicología social, y quien ha señalado las

razones de esta casi unánime aceptación (1966, pág. 60): a) se trata de un

concepto que difícilmente puede ser adscrito a alguna escuela o teoría concreta

y por ello es fácilmente utilizable por varios autores; b) por su naturaleza

escapa a la vieja polémica herencia-ambiente; c) es susceptible de ser

aplicado tanto a los individuos como a los grupos (actitudes colectivas); y

d) es un lugar de encuentro para psicólogos y sociólogos.

Finalmente, ¿por qué la gente adopta actitudes? La respuesta es sencilla,

al menos desde una óptica funcionalista: la gente adopta actitudes porque

le son útiles, porque cumplen unas funciones muy concretas, entre

ellas las siguientes: a) nos ayudan a comprender el mundo que nos rodea,

organizando y simplificando una entrada muy compleja de estímulos procedentes

de su medio ambiente; b) protegen nuestra autoestima, haciendo

que evitemos verdades desagradables sobre nosotros; c) nos ayudan a adaptarnos

a un mundo complejo, haciendo más probable que reaccionemos de

modo que aumente al máximo nuestras recompensas procedentes del

entorno; y d) nos permiten expresar nuestros valores fundamentales.

Medida de las actitudes

Como es obvio, resulta imposible medir las actitudes directamente, ya

que no son objetos físicos que están ahí, sino constructos hipotéticos que

inferimos para explicar otras cosas. Como es bien sabido, las actitudes no

pueden ser observadas directamente, sino que debemos inferirlas a partir

de la conducta observable. De ahí que se acuda a medir indicadores de las

mismas, como pueden ser las opiniones o creencias de las personas (medidas

directas) o incluso aspectos fisiológicos, como la tasa cardíaca o la respuesta

galvánica de la piel (medidas indirectas).

Aunque deberíamos dedicar al menos uno o dos capítulos a este aspecto,

a la medición de las actitudes, sin embargo, al no poder hacerlo, resumiremos

este apartado todo lo posible, comenzando por las medidas directas,

entre las que sin duda alguna, las escalas son las más conocidas y utilizadas.

La primera contribución importante a este tipo de mediciones proviene de

Thurstone (1929; Thurstone y Chave, 1929) cuando aplicó los métodos psicométricos

al estudio de la medición de actitudes (véase López, 1985, páginas

237-250). Como dice López (1985, págs. 238-239), el continuo psicológico

de actitud que trata de estudiarse con esta técnica parte de un conjunto de

juicios y opiniones que están distribuidos en una escala de 11 puntos, en la

que el punto 1 de la misma representa el extremo más favorable respecto a

la actitud; el punto 6 representa una posición de indiferencia o neutra de

actitud; y el punto 11 supone el otro extremo desfavorable a la actitud.

Poco después, Likert (1932) propuso un nuevo tipo de escala que con

el tiempo se haría mucho más popular aún que el de Thurstone, posiblemente

a causa de su mayor sencillez (véase López, 1985, págs. 251-260).

Las actitudes 195

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Como afirmaba el propio Likert, «nuestro interés está orientado a demostrar

que incluso escalas más breves y sencillas como éstas expresan diferencias

de actitudes definidas y fiables». En estas escalas, como se sabe,

cada ítem aparece como un juicio o una afirmación con la que el sujeto

debe decir si está de acuerdo o en desacuerdo y en qué grado, de esta

manera: el sujeto debe señalar en cada una de las frases el grado en que

está de acuerdo (totalmente de acuerdo, moderadamente de acuerdo,

indiferente, moderadamente en desacuerdo o totalmente en desacuerdo,

aunque a veces en lugar de cinco se proponen siete alternativas). Estas

escalas suelen poseer más altos coeficientes de fiabilidad que las escalas

Thurstone. Peor conocida y menos utilizada es la escala de Guttman

(1950): se trata de una técnica que presenta diferencias básicas en relación

con las dos anteriores que hemos visto, pues mientras estas últimas,

con intervalos iguales y estimaciones sumadas, suministran sistemas para

la selección de un conjunto de ítem que habrán de constituir el instrumento

de medida, en cambio, el análisis escalar de Guttman sólo se

ocupa de la evaluación de tales ítem una vez que han sido seleccionados

mediante cualquier otro método (véase López, 1985, págs. 260-274).

Menos utilizada todavía es la técnica de discriminación escalar de

Edwards y Kilpatrick (1948) (véase López, 1985, págs. 274-278). Como

señala López, el procedimiento de discriminación escalar no es una contribución

nueva en la selección de ítem, ya que combina elementos tomados

de la técnica de Thurstone con los de la de Likert con el fin de llegar

a la construcción de un sistema de tipo Guttman, pero constituye un interesante

procedimiento de selección de los ítem que conserva y supera las

mejores ventajas de las técnicas anteriores. Además, de las escalas de actitudes,

entre las medidas directas destaca, por su utilidad y popularidad, el

Diferencial Semántico (véase Ross, 1985, págs. 224-231; y Bechini, 1986).

Finalmente, existen también medidas indirectas, de las que las más

estudiadas son las que acuden a las respuestas fisiológicas (véase Petty y

Caccioppo, 1983). Con estas técnicas el sujeto es consciente de que está

siendo observado, pero no sabe que está siendo evaluada su actitud, es

decir, no tiene control sobre sus respuestas respecto al objeto de la evaluación.

Entre las respuestas fisiológicas más utilizadas para medir actitudes

sobresalen las dos siguientes: a) La dilatación de la pupila: por ejemplo

Hess, Seltzer y Shlien (1965), partiendo del hecho de que la pupila tiende

a dilatarse cuando observa un estímulo en el que tiene especial interés,

investigaron la dilatación de la pupila de cinco varones heterosexuales y

cinco homosexuales al observar fotos de hombres y mujeres desnudos o

parcialmente desnudos. Los cinco heterosexuales mostraron una mayor

diferencia en la dilatación media que los cinco homosexuales cuando veían

las fotografías de mujeres; b) La respuesta galvánica de la piel: esta respuesta,

que «tiende a ocurrir cuando la persona está ansiosa o excitada...,

consiste en un cambio en la conducción eléctrica de la piel que puede

manifestarse sudando, con el incremento o decremento del flujo capilar,

etc. Generalmente, la respuesta se manifiesta por una caída en la resisten-

196 Anastasio Ovejero Bernal

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cia de la piel» (Ros, 1985, pág. 223). Esta técnica ha sido utilizada, por

ejemplo, para medir los prejuicios.

Aparte de los problemas éticos implicados en la utilización de estas técnicas,

pues los sujetos no saben con qué finalidad se observan y evalúan sus

respuestas, existen también serios problemas de tipo metodológico. Así,

bien puede suceder que esas medidas impliquen respuestas, como la salivación,

parpadeo, contracción vascular, que hayan sido condicionadas a un

estímulo verbal y, por un proceso de generalización semántica, aparezcan al

responder a palabras, o bien que impliquen conceptos semejantes en significado

al estímulo original. Por ejemplo, Volkova informó de una serie de

experimentos llevados a cabo en la Unión Soviética en los que ciertos sujetos

fueron condicionados a salivar en respuesta a la palabra «bueno»; subsecuentemente,

afirmaciones como «el joven pionero ayuda a su camarada»

produjeron salivación máxima, mientras que afirmaciones como «los fascistas

destruyeron muchas ciudades», producían salivación mínima.

Relación actitud-conducta

La mayor parte del interés científico por las actitudes y su estudio

radica en la hipótesis de que las actitudes y la conducta están relacionadas,

o sea, el comportamiento de la gente refleja sus actitudes.

En el caso del prejuicio racial, saber que un grupo de personas blancas

mantienen actitudes muy negativas hacia los negros invita a pensar

que apoyarán políticas segregacionistas, votarán a senadores conservadores,

vivirán en barrios monorraciales, evitarán el contacto con los negros,

leerán periódicos y publicaciones de corte racista y evitarán las publicaciones

liberales y las antirracistas, primarán en sus creencias aquellos

aspectos que sean negativos para los negros, minimizando o ignorando

cualquier aspecto positivo y se relacionarán con personas que mantengan

actitudes y creencias parecidas (Morales y Moya, 1996, pág. 219).

Sin embargo, ¿hasta qué punto es posible predecir las acciones de una

persona conociendo sus actitudes?

Ya en 1934, La Piere publicó un estudio, ya clásico, en el que mostraba

que no existía mucha relación entre las actitudes y la conducta. En efecto,

La Piere había viajado por los Estados Unidos con una joven pareja china,

visitando 251 restaurantes y hoteles. Se les negó el servicio, debido a la raza

de la pareja, sólo en un establecimiento. Seis meses después, envió a cada

de los establecimientos que habían visitado un cuestionario que incluía esta

pregunta: ¿aceptaría usted miembros de la raza china en su establecimiento?

De los 128 que devolvieron el cuestionario (el 50 por 100 de los

que había visitado), sólo uno respondió que sí, mientras que 118 (92

por 100) respondieron que no (9 respondieron que dependía de las circunstancias).

Así, pues, la gran mayoría dijeron que no atendían a clientes

chinos, en tanto que La Piere ya había comprobado que sí los atendían.

Las actitudes 197

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Pero estos datos no parecen tan demostrativos como a primera vista

parece, puesto que tal vez resulte más fácil afirmar en un cuestionario

que no se servirá a huéspedes chinos que negarse en la realidad a servirlos

cuando se los tiene delante, máxime si, como en este caso, esos chinos

acompañaban a un blanco, iban bien vestidos, etc. Pero al menos sirvió

este trabajo para suscitar una gran cantidad de investigación sobre este

problema. Por ejemplo, Wicker (1969) revisó más de 30 estudios que trataban

sobre la consistencia actitud-conducta, y encontró que la correlación

media entre las mediciones de las actitudes y las mediciones de las

conductas fue aproximadamente de 0,30, relación claramente baja concluyendo

de forma desalentadora que «había pocas pruebas para apoyar

la existencia postulada de actitudes estables subyacentes dentro del individuo,

las cuales incluyen tanto su expresión verbal como sus acciones»

(Wicker, 1969, pág. 75).

Por mostrar un estudio concreto, Diener y Wallbom (1976) constataron

que casi todos los estudiantes universitarios dicen que hacer trampa es moralmente

incorrecto. Sin embargo, cuando estos autores pidieron a sus sujetos

que realizasen una tarea de solución de anagramas (que se les dijo que medían

el CI) y que se detuvieran cuando sonara una campana en la habitación, el 71

por 100 de ellos, haciendo trampa, siguieron trabajando después de que sonó

la campana. En cambio, con otra muestra similar de sujetos, a los que se les

hizo autoconscientes trabajando frente a un espejo mientras escuchaban sus

voces grabadas, sólo el 7 por 100 hizo trampa, lo que nos indica que colocar

espejos al nivel de los ojos en las tiendas presumiblemente disminuirían los

hurtos al hacer a las personas más conscientes de sus actitudes contra el robo.

Y es que las actitudes son, sin ninguna duda, un (no el) determinante de la

conducta. Además, tampoco debemos olvidar que también la conducta

influye en las actitudes y las modifica, como mostró Festinger.

Como consecuencia de estas investigaciones, en los primeros 70 muchos

científicos sociales vieron el concepto de actitud como de poca utilidad.

Sin embargo, como señalan Eagly y Himmelfarb (1978), recientemente la

investigación actitud-conducta ha resurgido como consecuencia de que

revisiones más recientes son considerablemente más optimistas al mostrar

que las relaciones al menos moderadas son la regla y no la excepción

cuando se estudian actitudes y conductas socialmente importantes en contextos

de no laboratorio. Por ejemplo, la revisión de Cialdini y colaboradores

(1981) muestra que en este tema se ha pasado en pocos años del pesimismo,

o como mucho el escepticismo, a una perspectiva más optimista

(véase también Zanna y cols. 1982). Finalmente, Cooper y Croyle (1984)

señalan que la cuestión de si las actitudes predicen y/o causan la conducta

no es ya la única que se plantea, sino que también interesa ya responder

a estas otras dos: ¿qué es lo que mediatiza las relaciones actitud-conducta?

Y ¿cómo pueden los psicólogos predecir mejor la conducta a partir de

las actitudes? Y es que la pregunta «¿están correlacionadas las actitudes

y la conducta?» no es muy útil, dado que resulta demasiado global e indiferenciada.

198 Anastasio Ovejero Bernal

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Sin duda alguna, este tema de la consistencia entre la actitud y la conducta

ha avanzado muchísimo en los últimos diez años, habiéndose llegado a

una etapa, de alguna manera superadora de las anteriores, que se centra en

los procesos cognitivos mediacionales, como el modelo procesual de Fazio y

colaboradores (1983). Así, como señalan Ajzen y Fishbein (1977), cuando la

actitud medida es general —por ejemplo, una decisión como la de ayudar a

una pareja de asiáticos particulares en el estudio de La Piere—, no debemos

esperar una correspondencia estrecha entre las palabras y las acciones. En

efecto, Fishbein y Ajzen nos informan de que en 26 de 27 de los estudios

que ellos revisaron, las actitudes no predijeron la conducta. Pero las actitudes

predijeron la conducta en todos los estudios que pudieron encontrar en

los que la actitud medida era directamente pertinente a la situación. Por

ejemplo, las actitudes hacia el concepto general de «conveniencia de la

salud» predicen muy poco las prácticas específicas de ejercicio y dieta. Sin

embargo, es más probable que el hecho de que las personas hagan footing dependa

de sus opiniones acerca de los costos y beneficios del hacer footing.

De la misma manera, las actitudes hacia la contracepción predicen en alto

grado el uso de anticonceptivos (Morrison, 1989). Igualmente, las actitudes

hacia el reciclaje (pero no las actitudes generales a favor del medio ambiente)

predicen la participación en el reciclaje (Oskamp, 1991).

En definitiva, las actitudes son débiles predictoras de la conducta

cuando los condicionamientos ambientales resultan tan fuertes que es difícil

e incluso imposible ninguna conducta individual, es decir, cuando las

normas sociales son tan fuertes que difícilmente cabe salirse de ellas. Así,

por ejemplo, en los años 50 resultaba prácticamente imposible en una aldea

castellana que una familia con actitudes contra la religión católica no llevara

a su hijo a hacer la primera comunión. Esto lo explica perfectamente

la teoría de la acción razonada de Fishbein y Ajzen (1975), que veremos en

el próximo capítulo y que probablemente es el modelo más influyente y

conocido sobre la relación actitud-conducta. El apoyo empírico que ha

obtenido esta teoría nos permite concluir que factores como las normas

sociales, las normas morales y los hábitos evocados en cierta situación pueden

ejercer fuertes influencias en la conducta y fortalecer o atenuar la relación

entre la actitud y la conducta.

Representaciones sociales como actitudes colectivas

Tradicionalmente, el carácter social o compartido de las actitudes ha

recibido, paradójicamente, poca atención por parte de los psicólogos sociales.

Es más, los estudios tradicionales sobre las actitudes han ido haciéndose

cada vez más individualistas, llegándose a minimizar casi totalmente

su carácter compartido. Según esta perspectiva, como dirían Lalljee, Brown

y Ginsburg (1984), la actitud es algo característico de un «ermitaño social»,

de una persona aislada de las demás, relegando al olvido las situaciones

interpersonales de intensa comunicación en las que se forma, se adquiere,

se modifica y se expresa. Sin embargo, últimamente se está volviendo a

Las actitudes 199

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prestar atención especial al carácter compartido de la actitud, cosa que ya

hacían hace muchas décadas, los pioneros del estudio psicosocial de las actitudes,

Thomas y Znaniecki (1918), con lo que se va aproximando al estudio,

éste tan de moda en la psicología social de los últimos quince años, de las

representaciones sociales. Aunque existe, cuando menos, una diferencia sustancial

entre ambos conceptos: el de actitud es más motivacional mientras

que el de representación social es más cognitivo, además del significado eminentemente

psicologista e individualista que con los años, sobre todo tras la

influencia de Gordon Allport, fue adquiriendo el concepto de actitud,

frente al significado claramente colectivo del de representación social.

Por ello, los estudiosos de las representaciones sociales pretenden, otra

cosa es que lo consigan, ir más allá de las actitudes. En efecto, el tema de

la cognición social ha sido en los últimos años desarrollado en profundidad

y en su ampliación ha ido siendo relacionado con otros factores sociales

como el pensamiento colectivo, la ideología, etc., creando con ello las bases

para una adecuada explicación del comportamiento social tanto individual

como colectivo.

Al aislar los mecanismos sociocognitivos que intervienen en el pensamiento

social, el estudio de las representaciones sociales ofrece una poderosa

alternativa de los modelos de la cognición social. Su alcance en psicología

social no se detiene ahí, ya que debido a los lazos que las unen al

lenguaje, al universo de lo ideológico, de lo simbólico y de lo imaginario

social y debido a su papel dentro de la orientación de las conductas y de

las prácticas sociales, las representaciones sociales constituyen objetos

cuyo estudio devuelve a esta disciplina sus dimensiones históricas, sociales

y culturales. Su teoría debería permitir unificar el enfoque de toda una

serie de problemas situados en la intersección de la psicología con otras

ciencias sociales (Jodelet, 1986, pág. 494).

Esta misma autora, Denise Jodelet, propone la siguiente definición

general de representación social (pág. 474): «El concepto de representación

social designa una forma de conocimiento específico, el saber de sentido

común, cuyos contenidos manifiestan la operación de procesos generativos

y funcionales socialmente caracterizados. En sentido más amplio, designa

una forma de pensamiento social. Las representaciones sociales constituyen

modalidades de pensamiento práctico orientadas hacia la comunicación, la

comprensión y el dominio del entorno social, material e ideal» (véase un

interesantísimo y completo análisis de las representaciones sociales en Ibáñez,

1988b). Así pues, la representación social es el punto donde se solapa

lo psicológico y lo social. De hecho, el concepto de representación social

—o más bien, colectiva— aparece en sociología, con Durkheim, pero la

teoría de la representación social va a ser esbozada en psicología social por

Moscovici (1961, 1981b, 1982, 1984) y actualmente se está aplicando a

muy diferentes campos como es, por ejemplo el SIDA (véase Páez y cols.,

1991, Basabe y cols., 1996).

Sin embargo, no resulta fácil de distinguir el concepto de representa-

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ción social del concepto de actitudes colectivas, hasta el punto de que,

como admite Montero (1994), la introducción en psicología social del concepto

de representación social no ha supuesto un avance en la clarificación

del confuso panorama definicional constituido por otros conceptos básicos

en la disciplina como los de actitud, creencia, opinión, valor o estereotipo.

«En resumen, pese al poco eco que entre los teóricos de las representaciones

han tenido las dudas expresadas por algunos psicólogos sociales acerca

de que el concepto de representación social difiera del de actitud, estas críticas

deberían tenerse más en cuenta» (Álvaro, 1995, pág. 81). De hecho,

aunque la actitud es individual, existen también actitudes interindividuales

que no son producto del azar. Así, una comunidad de actitudes crea un

lazo que puede convertirse en la base de un grupo permanente. Por su

parte, la pertenencia a un grupo, psicológico o sociológico, implica una

comunidad de actitudes respecto a cierto número de objetos sociales, lo

que constituye una de las marcas de las pertenencias sociales. Las actitudes

constituyen, de esta forma, un elemento de formación y conservación de

los lazos sociales. En este sentido, habría pocas diferencias entre las actitudes

colectivas o interindividuales y las representaciones sociales. De hecho,

¿qué añade el concepto de representación social al de actitud que tenían

hace ya ochenta años Thomas y Znaniecki?

Por otra parte, el estudio de las representaciones sociales va indisolublemente

unido al estudio del lenguaje. La particular complejidad de los contactos

entre los hombres proviene del papel que en ellos desempeña el lenguaje.

«Al tener el mismo significado para quien habla y para quien

escucha, el lenguaje permite tanto “representar” un objeto ausente o invisible,

como evocar el pasado o el futuro, liberando así las relaciones humanas

de las limitaciones del espacio-tiempo que sufren las otras especies» (Farr,

1986, pág. 495). Como señala Farr, en la mayoría de las sociedades humanas,

las personas pasan una gran parte de su tiempo hablando, y quien

desee estudiar las representaciones sociales deberá interesarse por el contenido

de estas conversaciones que, por otra parte, presentan muy variadas

formas: conversaciones formales, charlas de café, diálogos telefónicos, parlamentarios,

etc. En cuanto al cometido de las representaciones sociales, éstas

poseen una doble función: Hacer que lo extraño resulte familiar y que lo

invisible se haga visible. Además, las representaciones sociales determinan el

comportamiento tanto individual como colectivo de quienes las comparten,

porque vienen a ser ideologías de la vida cotidiana (Ibáñez, 1988a). De

hecho, ya a finales del siglo xix Gabriel Tarde propuso que la psicología

social se hiciese cargo sobre todo del estudio comparativo de las conversaciones,

ya que había entendido la importancia de la comunicación en la

reproducción y la transformación de las sociedades humanas. Ahora bien,

desde la proposición de Tarde las cosas han evolucionado y, tanto en

Francia como en otros países desarrollados, uno de los cambios más

espectaculares es, sin duda, el papel cada vez más determinante de los

medios de comunicación de masas en la creación y la difusión de informaciones,

opiniones e ideas. Las conversaciones particulares nunca han

Las actitudes 201

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girado tanto alrededor de acontecimientos de alcance nacional e internacional.

Todo ello llevó a Serge Moscovici a caracterizar nuestro tiempo

como la época por excelencia de las representaciones sociales (Farr, 1986,

pág. 496).

Finalmente, como puede fácilmente deducirse de lo que llevamos

dicho, existe una estrecha relación entre la representación y la ideología,

relación que es analizada en un libro de Páez y colaboradores (1987), en

que estos autores afirman textualmente (pág. 297):

Las representaciones sociales son la forma presistematizada o vulgarizada,

en el discurso del sentido común, de las ideologías. Desde esta perspectiva,

las representaciones sociales deben situarse como un componente

básico y difuso de las ideologías. En otros términos, se trata del discurso

ideológico no institucionalizado. Por el contrario, la ideología es el discurso

social de legitimación de la hegemonía basada en la división del trabajo

y en el lenguaje. Este conjunto sistematizado de representaciones dan

sentido al mundo social, y explican problemas del orden social.

De ahí que, como señala Moscovici, las representaciones sociales surjan

con más empuje precisamente en épocas de crisis y conflictos, cuando las

personas no entienden lo que pasa a su alrededor, cuando necesitan entender

el comportamiento de ciertos grupos sociales y las ideologías existentes

no les sirven suficientemente para ello. Una consecuencia importante de

todo ello es precisamente que las representaciones sociales sirven, como

hacen las actitudes, para articular los procesos cognitivos con los procesos

grupales e intergrupales, con lo que también pueden servir perfectamente,

como hacen las actitudes, para unir individuo y sociedad, esa tarea tan

necesaria y tan difícil de realizar.

Conclusión

Si lo que nos interesa no es tanto el cambio de las actitudes como el de

las conductas, parece plausible pensar que resulta mejor olvidar la psicología

social del cambio de actitudes y utilizar directamente incentivos monetarios

y sanciones legales, es decir, que nos convendría acudir al más eficaz

de los instrumentos para cambiar las actitudes: el BOE. De hecho, después

de que no tuvieran ningún éxito las campañas que pusieron de relieve la

gran ventaja de usar los cinturones de seguridad en Alemania y en Suecia,

ambos países promulgaron sendas leyes que hicieron obligatoria su utilización.

Pues bien, en pocos meses aumentó considerablemente la frecuencia

de su uso. Además, se constató que, tras la promulgación de la ley, los

automovilistas suecos habían mejorado sus actitudes hacia la utilización del

cinturón de seguridad, al menos aquellos que la cumplieron (Fhaner y

Hane, 1979): Festinger parecía tener razón. Sin embargo, ello plantea,

cuando menos, tres problemas: primero, que la mayoría no tenemos la

posibilidad real de introducir modificaciones a través del BOE; segundo,

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esta estrategia sólo puede usarse en las conductas observables públicamente

y controlables, como es el exceso de velocidad y la utilización o no

del cinturón, pero no cuando no son tan fácilmente observables y controlables,

como ocurre, por ejemplo, con las conductas racistas y discriminatorias:

así, nadie puede obligar a un padre a que permita que su hijo se

case con una persona de otra raza; y tercero, una desventaja más amplia

inherente al uso de las sanciones legales para inducir cambios de conducta

radical, como apuntan Stroebe y Jonas (1990), en que cuando la conducta

está bajo control de algún incentivo extrínseco, no sólo será necesario controlar

continuamente la conducta sino que también sería difícil, aunque no

imposible, remitirla a un control interno. Por eso los límites de velocidad

se vuelven ineficaces a menos que estén continuamente controlados y los

automovilistas sepan que están siendo controlados. E incluso cuando leyes

como la que hizo obligatorio el uso del cinturón de seguridad parecen producir

un cambio de actitud, debemos preguntarnos qué ocurriría si se

revocaran tales leyes. «Así, la gran ventaja de influir en la conducta a través

de la persuasión es que la conducta permanece bajo control interno y

por tanto no necesita control externo» (Stroebe y Jonas, 1990, pág. 196).

En conclusión, la noción de actitud sirve a psicólogos y sociólogos para

explicar que la conducta del individuo no está regulada directamente desde

el exterior por el medio físico o el medio social, y que los efectos del

mundo exterior son mediatizados por la manera con que el individuo organiza,

codifica e interpreta los elementos exteriores.

No obstante, su empleo resulta delicado: en sociología, la noción de

actitud corre el riesgo de provocar una psicologización de los problemas

que minimice los determinantes económicos, políticos e institucionales, y

en psicología, conlleva el riesgo de minimizar el papel de las condiciones

externas. Esto parece ya haber sucedido, puesto que tras décadas de

investigaciones sobre las actitudes, se ha descubierto que la actitud no es

lo único que determina la conducta (Montmollin, 1985, pág. 171).

Por otra parte, debemos preguntarnos, con G. de Montmollin (1985,

pág. 173), «si los progresos más decisivos no exigen un doble cambio de

escala: pasar del estudio de actitudes aisladas al estudio del conjunto de las

actitudes del individuo, es decir, a la estructura de su sistema ideológico; y

pasar del estudio de individuos aislados al estudio del conjunto de las actitudes

del grupo, la clase, la sociedad, es decir, a la estructura ideológica del

cuerpo social». Probablemente ello mejoraría también la eficacia de los

intentos de persuasión. La persuasión no es sino el intento de cambiar las

opiniones de los demás, con la finalidad última de cambiar sus comportamientos.

De ahí el enorme interés que tienen educadores, vendedores, políticos,

líderes religiosos y de sectas, etc., en la persuasión y, sobre todo, en

ser eficaces en este campo, es decir, en ser persuasivos.

Las actitudes 203

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