Bada De Ensayos
mariaasdfg28 de Abril de 2014
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tan raro lo miraba siempre mi padre. No
pude dormir y durante lo poco que dormí lloré y soñé
con mi tío Juan que venía a calmarme y, de verdad, me
decía «no tengo nada, no hagas caso de los que saben
decirte lo que pasa, no te preocupes». Yo estaba en el
zoológico y veía a Damián en una jaula de monos y le
decía «mi tío Juan está enfermo» y él me decía, como
siempre, «agradece que tienes un tío».
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Encima los exámenes de fin de año. Los míos, los
absurdos, los de la vida. Los de mi tío, los importantes,
los de la muerte. Cuánto se estaba muriendo mi tío.
Medirle la muerte en la sangre, en la orina, en la
respiración, en el fondo del ojo. Me llevaron a verlo al
hospital y estaba animoso, pálido pero animoso.
Pregunté si podía abrazarlo y me dijeron que sí.
—¿Qué te pasa?
—Tengo unas pruebas alteradas. Nada más.
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—Tío, todos lloran. ¿Tú también me ocultas cosas?
Suspiró.
—A ver —comenzó, como quien comienza un
cuento, como tantos cuentos de la vida con él, como Las
mil y una noches que después descubriría que me lo
había ido censurando de ciertos aspectos eróticos, como
todas las historias del Rey Arturo—, a ver, vamos a ver,
tu tío Juan envejece, lleva una vida bastante sana pero
excesivamente sedentaria, tiene que cuidarse, algo bebo
y algo fumo pero mi edad ya es un riesgo, tengo cierta
parte de mi cuerpo aumentada de tamaño y
deberán
operarme pues tiene mala cara...
Me imaginé sus visceras con cara, así, como personajes. De pronto una dejaba de sonreír. J
—¿Cara de qué?
Suspiró de nuevo..
—De haber crecido no por comer ni por edad, sino
por la aparición de las más poderosas células del mundo,
las cancerosas-, las que se aparecen en cualquier parte y
te van ganando terreno y comiendo más que todas y te
quitan la energía del resto. Mi cuerpo, querido Corazón
valiente, está en guerra...
—¿El cáncer es la guerra?
—Algo, así, pero dentro tuyo.
Yo sabía lo que era una célula. Todo estaba hecho
de células. Hasta los- labios de Daniela estaban hechos
de células. En el jugo lechoso de mis orgasmos había
pequeñas medio cálidas móviles que buscaban juntarse
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con medio células de una chica para hacer un organismo
lleno de células e iniciar la batalla de la vida. No me
gustaba para nada la idea de que mi tío la estuviera
perdiendo.
—Se supone que estas células enemigas siempre
andan por ahí y si fumas mucho o estás mayor o no te
cuidas o sencillamente porque sí, te atacarán. A mí, yo
creo que por la edad, francamente decidieron atacarme.
Estoy viejo.
—¿Por qué son tan poderosas?
—Porque no les interesa nada. Nada más que
ocupar territorio. No construyen. Son lo más traidoras.
No crean, carcomen, son el silencio, son la muerte. Son
una prueba de que la muerte
también actúa desde la vida.
Y de que somos biodegradables.
Me hizo reír. Me dio tristeza. Lo abracé.
—Es un chiste malo —le dije.
—Sí, la vida entera puede ser un chiste malo.
Mi padre entró y me tomó del hombro. Ya lo dije,
nunca se han querido mucho con mi tío Juan. Mi padre
no lo ha querido mucho. Le dio la mano.
—Cuídate —le comentó.
Mi tío sonrió. Estaba tan extraño, pálido en el
hospital color piscina, con esas baritas delgadas que los
exponen tanto. Le veía su sobrepeso, sus pelos, el pecho.
Movía la cabeza como si estuviese vestido, tan elegante,
pero estaba desnudo como están desnudos los muertos.
Mi abuelo, por ejemplo,-que lo vi respirar ya sin darse
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cuenta de nada, como una morsa, muñéndose frente a un
mar en el que no había caso que pudiese ver. Mi padre
estaba cordial. No venía con la enfermera. Alguien, mi
hermana, me había dicho que trabajaba ahí, en ese sitio.
Nos dejaron afuera y salió la familia caminando, casi sin
hablarse. Mi padre, casi al llegar afuera, dijo que lo
operaban el lunes. Me preguntó si yo prefería faltar al
colegio ese día. Mi madre le iba a decir lo contrario.
Estaban mis tíos y unos primos. Soy el más pequeño y
todos me pasaban la mano por el pelo. Yo miraba a papá.
Ha cambiado mi padre.
—Vamos a estar todos aquí —dijo mi padre.
Mi hermana Claudia me llevó a la última hora del
liceo, tenía un
examen y era mejor darlo. Me dio un
beso, partí y, supongo que bajo el influjo del tío Juan,
conté toda la historia de Europa, me lucí con el Renacimiento. Cuando me levanté me percaté de que Damián
no estaba dando el examen. Busqué a Daniela que, como
siempre se sabe todo, también terminó rápido la prueba.
—¿Qué le pasó a Damián?
Se lo pregunté yo, sin resquemores, de veras.
—Su mamá está muy enferma.
—¿Dónde? ¿Qué le pasó? ¿Cuándo?
Me acordé del sueño.
Me nombró otro hospital. Me dijo que iba con su
madre a verlo. Se dio vuelta hacia mí cuando corría hacia el automóvil de mis antiguos suegros. >
—¿Quieres venir?
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Claro que quería ir. Yo no quería que se muriera
nadíe; ¿Por dónde había entrado la muerte al mundo?
¿Tanto? ¿Así? ¿Cuándo?
■: —Sí —le dije. Ya avisaría a mamá'.
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Hera un hospital triste. Muy triste. Ni siquiera el
tono azul piscina tonto del hospital del tío Juan. No había nadie. No lo dejaban ver a su madre. Estaba
encerrada en un cuarto tapado de cortinas donde estaba
prohibido pasar y de vez en cuando una enfermera le
decía que su mamá estaba bien, todavía inconsciente
pero bien. Pero todo era triste. En ese cuarto había otros
enfermos, todos graves, llenos de tubos. Gemían,
bufaban, sonaban unos pititos. Pensé en mi abuelo. Así
era de triste.
En el viaje Daniela, hermosa y perdida Daniela, me
había contado el
colapso de la madre de Damián, con un
corazón enorme y sobrecargado, con la presión alta y la
amenaza, cualquier día, del estallido de su sangre. Damián la había encontrado en el piso de la casa anoche, al
volver de casa de Daniela, sin sentido y vomitando rojos
coágulos en el piso. La había llamado y su madre, la de
Daniela, la había traído al hospital en ambulancia. Algo
había hablado ella durante el traslado, el nombre del
padre de Damián, el nombre del mismo Damián,
muchas, muchas veces, y tenían esperanzas. «Es muy
mayor», había dicho.
Damián abrazó a Daniela. Mucho rato. Luego me
miró y me abrió los brazos. Ese león poderoso y bravo
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que era Damián lloró en mi hombro.
—Me estoy quedando solo —me dijo—, que
bueno que viniste, que bueno que viniste.
La madre de Daniela fue a buscar al médico para
averiguar en qué estaba la madre de Damián. No había
nadie más, ningún otro pariente.
—Vienen unos tíos del sur y están avisando a
Mendoza. ¿Te conté que mi padre era argentino? ¿Te lo
conté alguna vez?
Me palmoteo la mejilla. Sí, algo había mencionado
alguna vez, pero qué poco hablaba Damián de sí mismo,
casi no sabíamos nada de él.
—Daniela, abajo hay un quiosco. ¿Me traes
algo?
Ella hizo un gesto de sorpresa.
—Quiero estar solo con Ismael —le dijo.
Nunca había visto tan obediente a Daniela.
Estábamos solos.
—Mi mamá se está
muriendo, Ismael, allá adentro
se está muriendo. No tengo a nadie más. A Daniela, a ti.
Pero mis tíos me van a llevar de esta ciudad. Quizás
vuelva a la Argentina. ¿Nunca te conté qué le pasó a mi
padre? Mi madre me hizo jurar el secreto. Pero necesito
contarlo. Ella no va a despertar.
—Sí va a despertar —hice el idiota, como todos los
adultos. No, no nos quitan un lóbulo, nos dejan
impotentes frente al dolor del mundo, de los que más
quieres.
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—No, no te preocupes. Ella misma me preparó. Me
dijo cómo iba a pasar y lo que iba a pasar. No me dejaba
tener grandes amigos ni enamorarme. Decía que me iban
a llevar lejos y no quería que yo sufriera. Se dio cuenta
lo que yo te quería. Lo que quería a Daniela. Ella me
dijo: «Vas a sufrir». Por eso quiero que lo sepas.
Damián lloraba, rojo. No dije nada.
—Tuve un hermano. Tuvieron un hijo ellos, mi
padre y mi madre. Ofendo estaban los militares en la
Argentina desapareció. Se lo llevaron. Joven, chico.
Buscaban a mi padre, se lo llevaron a él. Se llamaba
igual que yo. Mi nombre, mis ojos, mi apellido. No hay
ninguna foto en casa. Ninguna. Las quemaron todas,
todas. Mi padre estaba triste, hundido, fatal...
—¿Qué le
...