El LIO
pirry25Tesis7 de Agosto de 2013
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Les contaba algunas infidencias de lo que musicalmente fueron esos tiempo de ‘La locura’ y les hice partícipes de cómo se construyó el impacto de ese proyecto musical, con la inquietud de narrarles otras que, más que anécdotas, son sucesos que pueden constituirse en libreto para la más real novela de terror.
Por eso me permito traerles ahora un hecho que tanto llamó la atención del país, un episodio que algunos escritores sin argumentos de causa han puesto al abuso de su pluma, desinformando sobre un caso profundamente delicado y confuso, que para contarlo hay que vivirlo.
Yo no sólo hice presencia en esa fiesta, estuve en el momento de la tragedia. ‘El Obispo’, un amigo que vivía en el corregimiento de Las Flores, hoy municipio de Dibulla, troncal del Caribe, me había regalado por esos días una grabadora Jumbo Silver.
En el instante del mencionado episodio, me disponía a grabar la primera tanda de esa noche, sobre el bafle del pick-up que sonaba muy cerca de la mesa donde compartíamos con Lisímaco Peralta. Diomedes, el último en subir a la improvisada tarima, hablaba a mis espaldas con él, todos mis compañeros estaban afinando y preparándose para empezar con ‘Lluvia de Verano’, para complacer a Lisímaco.
Puse mi dedo en el ‘record’ pero la grabadora sólo captó los gritos y lo fatídico de ese momento, no alcanzamos a comenzar. El crujir de los disparos armó la desazón más grande que haya visto en mi vida. Comenzaban cuatro horas de desespero en una tierra de desconocidos, en donde algunos hallaron una firme razón para cobrarnos con la vida la responsabilidad de ese desastre.
Ninguno de mis compañeros, ni yo, alcanzamos a comprender ni a catalogar la gravedad del asunto. Éramos unos muchachos díscolos, que nos ocupaba más un chiste que cualquier otro episodio donde la Divina Providencia siempre se ponía de nuestro lado y lo explica que al día siguiente, después de semejante susto, como si nada hubiera pasado, acudiéramos todos, sin reticencia alguna, a un quinceañero de una hija de Orejudo Peñalver, donde la emoción de los presentes fue manifiesta con ráfagas de Galil y otras armas largas; esa ‘ñapa’ casi me retira temprano del arte.
Desde su llegada a la fiesta, Lisímaco dejaba ver una Browing, apenas asegurada por la correa y el pantalón por la mira del cañón, dando la sensación de que podría caérsele en cualquier momento. Se le veía contento, era una fiesta familiar, el cumpleaños de Ilde Pimienta, con algunos invitados que no superaban las cien personas, en una modesta casa, como casi todas las de este pueblo, que tenía una pequeña construcción de una sola agua en el fondo del escueto patio, que nos permitió improvisar un espacio como tarima, que a la postre salvó al grupo de ser masacrado.
Cástulo, uno de esos amigos que siempre aparecen en las presentaciones, tenía un treinta y ocho largo con algunas vainillas; al comenzar la balacera él estaba con nosotros esperando un saludo. ¡Qué buen amigo! Nunca se separó de nosotros y mantuvo a raya a todo cuanto se movía y se nos acercaba, hasta cuando fue impactado en un muslo, estuvo ahí como un héroe, lúcido siempre, gastando su munición con medida. A Cástulo le debemos una canción y una estatua.
Lisímaco había llegado esa noche con el propósito de gratificar y congraciarse con Diomedes y Juancho, pero también fue muy cordial con el resto del conjunto. Se le notaba ansioso, quería escucharnos ya.
La fiesta desde temprano tenía una buena expectativa. Yo había llegado por la tarde, por mi cercanía con Nacha Pimienta, una prima de Ilde, y porque ‘El Obispo’ quería hacernos una atención antes de que comenzara el festejo.
Había más armas que Old Parr, estábamos en el corazón de La Guajira promediando agosto
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