De la vida de Jesús. La calidad del amor conyugal
Daniela SanchezApuntes9 de Septiembre de 2015
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4. De la vida de Jesús. La calidad del amor conyugal
Premisas interrogativas
1. Los evangelios son las únicas fuentes para conocer a Jesús. En estos libros se presenta a Jesús como «célibe», como «no casado». No se nos dice por qué no se casó. Pero en él no se detecta el menor desprecio por el matrimonio; al contrario, se sirve ampliamente de él para indicar el sentido del proyecto y del Reino que está construyendo. Compara precisamente el Reino con un banquete de bodas, es decir, con la comunión y el gozo que se derivan del amor conyugal. Jesús está plenamente en línea con los profetas que cantaron el amor de los esposos como la imagen más poderosa y exultante del amor de Dios a su pueblo. El mismo Jesús es llamado el «esposo de la humanidad». En la Carta a los Efesios se lee: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia». Así pues, Jesús, esposo de la humanidad, encarna y transmite el modo de amar de Dios.
Jesús, a pesar de haber escogido el celibato, no se opone al amor conyugal, sino que lo valora y lo erige en signo, puesto que en el amor del hombre y la mujer está ya presente el Reino. De ahí es de dónde parte y hacia dónde camina. Más aún, el célibe es realmente tal cuando está animado por el amor esponsal a la humanidad, cuando se relaciona con el proyecto y la misión arrastrado por la misma pasión y la misma calidad del amor esponsal. En esta perspectiva, el celibato no es una alternativa al amor esponsal, sino una manera distinta de vivirlo. La esponsalidad (comunión, pensar juntos, afectividad, escucha mutua...) debería animar también en profundidad la vida del (y la) célibe. Si se viviera como huida del matrimonio o, peor aún, como un desprecio del mismo, no estaría en línea con la vida de Jesús. Quizá Jesús escogió el celibato para poder ser esposo, no de una persona sola, sino del pueblo, de la humanidad. Desde este punto de vista, todo matrimonio debería expresar una boda con la humanidad. Casarse en el Señor es casarse con el otro; pero en el otro se casa uno con los afanes de todos los demás, de la humanidad entera. Se realiza de este modo una apertura que parte de la familia, pero que la desborda.
Vivir el celibato «esponsalmente» significa vivirlo apasionadamente, para que se convierta en escucha y recepción de las instancias del mundo; vivir el matrimonio «celibatariamente» significa vivirlo bajo el signo del Reino, que comienza en la pareja, pero que debe ramificarse hasta llegar a «desposarse» con los problemas y las esperanzas de todos los hombres. Sólo así el matrimonio se convierte en «sacramento del Reino».
Acercarse a Jesús para conocer su vida y sus opciones es la mejor manera de aprender a amar al otro también en la relación de la pareja.
2. ¿Cuáles son los acontecimientos o los sucesos más significativos y densos de la vida de Jesús? Toda su vida, aun en sus más mínimos detalles, es signo de cómo hay que amar. Baste pensar en su atención a los pecadores, a los publicanos, para captar su amor como perdón y libertad interior. Pero hay cuatro episodios en su vida llenos de fuerza y de elocuencia y que ponen de manifiesto cuatro grandes características o dimensiones del amor conyugal.
Si él, como decíamos, es esposo de la humanidad, en el modo de vivir su relación con ésta se manifiesta cómo ha de vivirse la relación esponsal. Nunca se debe olvidar que la educación en el amor es el compromiso que hay que urgir con más insistencia, bien porque todavía existe la nociva convicción de que el amor es un hecho espontáneo que no necesita ninguna construcción o purificación, bien porque el hombre, aprendiendo a amar, alcanza su identidad y, por tanto, su felicidad. El deber de ser felices es una llamada que viene de Dios. El «jardín terrenal» no recoge la realidad histórica del pasado, sino que designa la profecía del futuro. Dios ha creado a los hombres para que vivan felices. Esta felicidad se ve comprometida por el hecho de que los hombres no siempre han encontrado el camino justo para amar y ser amados. Se da en ellos la tentación de conseguir la felicidad dominando a los otros. Esta actitud les priva de la felicidad: es el pecado del hombre.
Por pecado hay que entender «disminución de humanidad» y, en consecuencia, mengua de felicidad.
Al repasar la vida de Jesús me detendré en cuatro grandes sucesos en los que se vislumbra el rostro del amor, la encarnación, el anuncio del Reino, la pasión y muerte, la resurrección.
La encarnación: el amor como gratuidad
«El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,18). En esta expresión se contiene la decisión de Dios de hacerse hombre. Es una decisión «unilateral», es decir, tomada sin exigir nada a cambio; es una decisión sin condiciones. Dios eligió compartir hasta el fondo la vida del hombre. El verbo «habitar», además, expresa la continuidad, la estabilidad, la definitividad de esta opción. Dios no realizó un gesto aislado; se comprometió hasta el fondo, totalmente y de forma estable. También el tiempo pertenece al hacerse de la persona. Amar al otro es compartir todo su tiempo, incluso su tiempo futuro.
Quizá no se ha acentuado aún suficientemente el valor del tiempo, del «para siempre», como algo esencial al amor. El «para siempre» se ha visto más como un peso o una ley a la que uno se obligaba en el matrimonio, pero no como la construcción y la manifestación del amor. Pues bien, el «para siempre» es el valor que tonifica la unión conyugal, que da frescura a la vida de la pareja. Jesús vino para que la vida del hombre sea plena y para que el amor del hombre y la mujer alcance su mayor intensidad de comunión, de gozo, de placer.
Dios es para el hombre, no lo quiere oprimir, condicionar, sino ensanchar y completar. Por eso el tema de la indisolubilidad tiene que verse bajo la perspectiva del valor y de la profecía. Es un valor que no encadena a las dos personas aunque ya no se amen, sino que las empuja a crecer y a profundizar su vida en el amor.
Otro aspecto que rara vez se desarrolla se refiere a la debilidad. Juan afirma que «el Verbo se hizo carne». Podía haber dicho que «el Verbo se hizo hombre»; pero prefiere decir «carne», para subrayar su fragilidad y su debilidad. Dios se hace frágil. Dios asume la fragilidad del hombre o, mejor aún, Dios se hace compañero del hombre en su fragilidad y en su impotencia.
El amor del esposo y la esposa (que es también paradigma para los otros amores-relaciones) no se da entre dos personas perfectas, ya construidas, que ya han llegado, sino entre dos sujetos en devenir. Son como dos «nómadas» en busca de sí mismos, siempre en tensión para descifrar su propia identidad y responder a un proyecto. Pero ¿puede esta búsqueda llevarse a cabo sin sacudidas, sin turbaciones, sin desviaciones? Pretender del otro la perfección o que no peque nunca, ¿es realmente amar al otro en su concreción y en su realidad?
Hay que subrayar con energía que la desviación afectivo-sexual es un acto que destruye la vida de pareja, por lo que no podemos cerrar los ojos ante esa fuerza demoledora que la amenaza. Hay a menudo situaciones en las que una persona se siente incapaz de sostener este choque tremendo: a pesar de amar a su cónyuge, no logra contener su indignación. Habrá que poner, por tanto, el máximo cuidado para no llegar nunca a esa situación desgarradora que puede comprometer irremediablemente la vida de la pareja.
Pero me parece justo señalar que nuestro Dios no nos abandona en nuestra traición, por muy cruel que sea. La fidelidad de Dios para con nosotros es inquebrantable. Aunque lo traicionemos, él no nos traiciona; aunque no lo amemos, él nos sigue amando. Es el Dios que cubre la desnudez de Adán y Eva tras el pecado, símbolo de su amor que envuelve su debilidad; es el Dios que imprime un signo en Caín para que nadie pueda tomarse la libertad de matarlo; es el Dios que espera al hijo perdido y que carga sobre sus hombros a la oveja descarriada. Dios no ama al hombre porque sea justo o mientras sea justo, sino para que pueda hacerse justo.
Un esposo no puede amar a su esposa (y viceversa) sólo mientras sea irreprensible o porque sea justa, sino para que pueda serlo. Frente a un error, o incluso frente a una dolorosa desviación afectiva, la pareja debe ser el lugar donde los dos se interroguen, se confronten, busquen juntos el porqué de ese error y se propongan juntamente volver a empezar. Si así no fuera, significaría que no había amor o que el amor no era adulto, porque no estaba abierto al otro, sino a las propias esperanzas en el otro. Amar al otro es aceptar también su debilidad, sus imperfecciones, sus posibles pecados.
El anuncio del Reino: el amor como liberación
El centro de la predicación de Jesús es el anuncio del Reino. Jesús nunca dijo expresamente en qué consistía el Reino de Dios. Lo cual significa que él presuponía en sus oyentes una esperanza y una precomprensión del mismo. El Reino de Dios no era tan sólo una de tantas esperanzas de Israel: era la esperanza suprema y fundamental.
En tiempos de Jesús se esperaba el Reino de Dios como liberación de todo dominio injusto y como afirmación de la justicia, sobre todo en provecho de los débiles y de los pobres.
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