La Cruz De Francisco
FranciscoJMH16 de Junio de 2014
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LA CRUZ DE FRANCISCO
En aquella pequeña y obscura celda que tenía por dormitorio Francisco daba vueltas en su cabeza tratando de comprender aquel inmenso amor o acaso locura divina al contemplar a través de la tenue luz de luna que bañaba el crucifijo que colgaba en aquella pobre y desnuda pared, las palabras leídas esa mañana en su clase de historia sobre la Santa Brígida de Suecia sonaban y resonaban en su cabeza la voz de prior Benito:-Por mucho tiempo, Santa Brígida había deseado saber cuántos latigazos había recibido Nuestro Señor en Su Pasión. Cierto día se le apareció Jesucristo, diciéndole: “Recibí en Mi Cuerpo cinco mil, cuatrocientos ochenta latigazos; son 5.480 azotes, recordemos que fueron sesenta los verdugos quienes lo azotaron, quienes se iban relevando, Pilato había prometido dejarlo libre después del castigo y los judíos sobornaron a los verdugos para que resultara muerto, pero Jesús no moría y seguían azotándolo y azotándolo, por ello se explica la cantidad de azotes que recibió y se podrán dar cuenta en las condiciones deplorables en que llevó la Cruz.
Sesenta verdugos para matar a azotes a un inocente, encadenado, encarcelado hombre cuya arma siempre fue la palabra. Atacaba los intereses de quien en su tiempo representaban la jerarquía o élite del pueblo judío que no querían que las cosas cambiaran y perder su poder sobre todas aquellas masas de gente que hacían su vida en torno del inmenso altar y las sinagogas que controlaban en toda la región del mediterráneo. No han mejorado mucho las cosas dos mil años después; seguía pensando Francisco al recordar la historia de su familia y que le habían llevado a refugiarse en ese lejano y perdido monasterio Agustino, monjes de vida contemplativa que no tienen jamás contacto con la sociedad. Los monjes agustinos son autosuficientes mediante el cuidado de pequeños huertos y un establo medianamente respetable.
Si su familia había sido muy próspera y muy feliz por los últimos 19 años que recordaba desde su tierna niñez, gente trabajadora y muy religiosa que administraban sus inmensas tierras de cultivo. Con una sonrisa entrecortada recordaba a su madre Lucía y su voz melodiosa llamándolos a cenar, ese pan con nata que tanto le gustaba, el chocolate espumoso y calientito que nadie sabía hacerlo como mamá, el queso tan blanco y oloroso que escurría de la quesadilla de papá….
Sus hermosos recuerdos fueron interrumpidos por el repiqueteo de la suave campañilla del hermano Carlos que paseaba enfrente de las celdas llamando a la capilla para el rezo de Laudes. Rápidamente tomo el desgastado libro con los rezos correspondientes y calzando con ásperas sandalias salió de la habitación y atravesó el patio que separaba la capilla de los dormitorios, era un patio perfectamente cuadrado franqueado por antiguos arcos cuyas columnas bellamente labradas le recordaban las de su casa, la fuente del centro del patio cantaba con murmullos tímidos la paz que ahí se sentía.
Uno a uno fueron llegando los monjes con sus hábitos largos y sus pies casi desnudos parecían casi ni tocar el suelo de lo silencioso que era todo aquel lugar, sólo se escuchaba el chisporotear las velas del altar. Los rezos dirigidos por el prior empezaron a rasgar el silencio de la noche, Francisco tejía sus pensamientos entre rezo y rezo, con su alma desgarrada oraba al Cristo crucificado, que le diera el don de perdonar a sus enemigos cómo Él lo había hecho en la cruz, no no era posible en corazón humano después de sufrir 5.480 azotes ni siquiera resistir tal tortura menos perdonar entre costillas rotas y expuestas, entre heridas, moretones y sangre escurriendo cual río desbocado. Él que había visto morir a sus hermanos torturados con descargas eléctricas, machacados sus nobles miembros con artefactos vulgares de mecánica, y sin poder ni siquiera gritar porque la mordaza en su boca no se lo permitía.
Aquellos trabajadores que él conocía desde hace poco se habían transformado ahora en los verdugos de aquella familia que les abrió las puertas de su casa, les dio hospedaje, comida y trabajo, muy bien habían escondido sus intenciones, seis meses sirvieron con presteza y diligencia atendiendo el campo y las máquinas de labranza, hábiles y serviles fueron estudiando las costumbres de la familia, Don Alberto su padre pronto les tomó confianza y sin temor alguno platicaba con ellos de la bonanza de sus tierras fecundas:
- Yo igual que mi padre y que mi abuelo hemos sembrado estas tierras gracias al grande arroyo que atraviesa los sembradíos, agua fresca que baja desde el cerro Bola situada en la orilla de la sierra, allá donde llevan a pastar las vacas con sus terneros.
No nunca debió confiar en esa gente, pero su ropa sencilla y su ágil servicio no delataba ningún peligro. Sólo su madre Lucía parecía presentir algo y le reprendía con mucho cariño: _ Ay Alberto no debes tener a ésta gente tanta confianza, no le platiques de que no tienes más hermanos, ni que mi familia está en estado de Guerrero, uno nunca sabe.
Pero el replicaba tranquilamente:-No te preocupes recuerda que entre más pronto hagas nuevos amigos más pronto tendrás viejos amigos.
Sólo se escuchaba la queda voz de mamá: Beto, Beto.
Se trataba de 5 hombres: 2 mayores y 3 jóvenes, una mujer que era la mamá de los dos jóvenes. Luis era el mayor de ellos, su pelo ya tenía muchas canas, pero su forma calma para hablar inspiraban confianza, Pedro también era mayor pero de más baja estatura y cuerpo regordete, los jóvenes no recuerdo el nombre pues se apodaban unos a otros, el chencho, el pirrus y el niño, que no tenía nada de niño. Las mujeres por el contario tenían el carácter más hosco y poco hablaban, pero todo escuchaban y observaban de reojo. Según sus palabras venía de un pequeño poblado llamado El Aguajito en el sur de San Luis Potosí, en busca de trabajo por la marcada sequía habían perdido su ganado y hasta su tierrita empeñada por tanto gasto de pasturas para aquél ganado que no pudieron salvar. Según ellos Luis era el papá de los muchachos el chencho y el pirrus, esposo de Sofía y Lucha era hermana de Sofía, esposa de Pedro y mamá del que llamaban el niño.
El tiempo transcurría de manera normal y sin sobresaltos las mujeres ayudaban en la casa y los hombres se encargaban del campo y las bestias de su gran rancho al que llamaron “Las dos Rositas” según por unas tías tátara abuelas que eran gemelas y se llamaban así.
Los rumores empezaron a correr, los narcotraficantes llamados los zetas estaban acampando como a 30 km. Arroyo abajo, sus vecinos los Hernández los divisaron robando ganado y comiéndoselo, eso no podía ser nada bueno, ¿qué hacer o que no hacer?, mejor sería esperar tal vez iban de paso y el daño sería sólo unas cuantas vacas perdidas.
El canto del himno del Salmo interrumpió el pensamiento de Francisco, ya terminaban los Laudes y las graves voces de los monjes lo volvieron al presente. Aún no se sabía esas tonadas tan armónicas pero en algo le recordaban las canciones de su madre al acostarlos, cuánto extrañaba aquellos tiempos, una lágrima rodó por su mejilla.
Entró en la cocina tan humilde como limpia, cada quien tenía ya su lugar designado, le alegraba un poco que su asiento fuera el último, así nadie notaría su gran tristeza, se sentó después de servirse un caldo con vegetales, lentejas y pan blanco, bendijeron la humilde cena. Que insípida comida le resultaba todo eso, si hubiera tenido el más delicioso manjar igual no le sabría a nada, con el corazón destrozado recordaba a sus hermanos Jaime y Mateo que le peleaban el último pan con nata del tazón, pero por ser él el más pequeño siempre se lo dejaban. Su hermana mayor Lizete ya se había casado y vivía a dos horas de camino sierra arriba pasando por el cerro Bola del que tanto platicaba su papá Alberto.
Si tan solo los tuviera con él su dolor sería menos. Terminó su escasa comida y fue a lavar su tazón. Salió de la cocina y atravesó el patio con grandes zancadas, tras el rechinido de la vieja puerta se escuchó el golpe seco de la pesada traba que cerraba la puerta por dentro. Se arrodilló al lado de su catre que tenía por cama de frente al crucifijo, cómo se parecía su historia a la de Santa Brígida de Suecia. Una vez más resonó la voz del Prior que les contaba la historia de la Santa:- Santa Brígida era hija de un rico gobernador, muy católico y muy caritativo….
Unos toquidos insistentes pero bajos golpeaban la puerta, ¿quién podría ser a esas horas? No tenía ánimos de hablar con nadie pero la insistencia acabó por forzarle. Quitó la pesada traba de metal que cerraba la puerta y dando un paso afuera se topó con otro monje llamado Camilo, que con voz baja le dijo: -¿podemos hablar un momento?, no es conveniente que nos vean aquí afuera agregó señalando la puerta como si pidiera permiso para pasar. –Está bien dijo Francisco cediendo el paso al extraño visitante.
-Hermano Francisco lleva Usted ya con nosotros 3 meses y ya veo que le cuesta mucho relacionarse con los demás, puedo ver que no quiere convivir con nadie y que la cruz que lleva cargando es muy grande, lo dice su sombrío semblante, sus lágrimas furtivas y ese silencio en el que se pierde su pensamiento, dígame que le pasa, Dios tiene un plan para todo hombre y el que Usted esté aquí es porque Dios lo quiere mucho.
Abundante lágrimas corrieron por las mejillas de Francisco, y con voz quebrada dijo;- Eso pensaba yo antes, eso me enseñó mi madre desde niño pero no, ésto no puede ser el plan de Dios para nadie. Se tapa la cara rápidamente ahogando su voz por el llanto.
- Eso hermano llore, saque su dolor y compártalo
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