Participación De La Religión En La Construcción De La Identidad De género
Wuadi25 de Julio de 2014
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Participación de la religión en la construcción de la identidad de género
Mircea Elide, renombrado estudioso de las religiones, considera que el ser humano es, ante todo, un homus religiosus. Incluso llega a afirmar que la cultura misma parte de una interpretación religiosa del mundo. Sea esto cierto o no, si se parte de que tanto la religión como las identidades –sus ontologías como ser en el mundo, sus praxis como conductas- se construyen como un todo en el cual cada elemento de la estructura social aporta su imaginario, sus creencias, su cosmovisión del mundo, entonces es imposible que no hay conexiones entre una y otras. Y he allí la gran influencia de la religión en la elaboración simbólica, subjetiva, cultual, que las mujeres hacen sobre sí mismas y de su valor en el mundo.
Aunque se hable de diosas en las comunidades primitivas, no significa que fuesen las figuras más preeminentes dentro de los panteones. Como fuere, el hecho de que una divinidad tomase los atributos femeninos, de alguna forma permitía a las mujeres de carne y hueso apropiarse de unos constructos sagrados en los cuales tenían cabida. Esta subjetivización podía tener vías legítimas de ser en el mundo, tal como constituirse en sacerdotisa o en profetizas.
Las religiones politeístas, tanto las antiguas como las modernas, poseen divinidades femeninas. En Egipto se veneraba a Isis, en Sumeria a Inanna, en Canaán a Astarté, en Grecia a Atenas, en Roma a Venus, etc. En el hinduismo de la actualidad aparecen nombres como Durga o Kali. En contraposición, en las religiones monoteístas la presencia de diosas es impensable y, por tanto, impensable una manera de trascender femenina, ya que la religión tiene la palabra en cuanto a lo verdadero, auténtico, el apocalipsis de las cosas: “En esto radica el poder de la religión. Organiza y ordena todo, mediante ritos y dogmas… que son percibidos como necesarios y esenciales para la constitución de la realidad misma”. (May 2009, 25).
La religión no solo incumbe a la concepción y veneración de la divinidad, sino también a unas formas cúlticas que terminan adquiriendo carácter sagrado. No se trata de simple “espiritualidad” sino de una institución social que toma y, a la vez, promueve unos preceptos que tienden a absolutizarse ya que pretende basarse en lo sagrado. Si en ellas, las mujeres quedan al margen, no es de extrañar que solamente se perciban y se les considere como mera corporalidad, eso sí, necesaria para la reproducción. De allí que no sea extraño que: “El modelo de subjetividad predominante es sin duda el de la maternidad… La mujer se consolidó simbólicamente en una singularidad estereotipada, naturalizada y universalizada como madre” (Baltodano 2010, 5).
Adicionalmente, el cristianismo, como religión monoteísta, promulga un verdadero inconveniente biológico al elevar a María como figura ejemplar para las mujeres: es posible ser madre sin ejercer la sexualidad. Desde esta óptica, la identidad femenina ideal es únicamente corpórea, pero con un ajuste significativo: queda negada a un ejercicio de la sexualidad. Así pues, no es extraño que se auspicie un modelo de mujeres-madres confinadas en su propio espacio físico incapaz de lograr la transcendencia. La mujer es no sagrada, incapaz por sí sola de acercarse a la divinidad e imposibilitada de participar en expresiones cultuales.
Es indudable que los humanos hemos de pensar en lo sagrado, en la divinidad en categorías humanas. No obstante, si no se disocia lo sagrado y se distancia de los modelos socioreligiosos patriarcales, difícilmente las religiones serán capaces de revisiones en las cuales se puedan señalar los aspectos culturales y las propuestas liberadoras de la espiritualidad humana. La mujer, por ser la mitad de la especie, no puede seguir tomando elementos religiosos androcéntricos para la construcción de su identidad
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