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Conde Monte Cristo


Enviado por   •  20 de Agosto de 2014  •  4.965 Palabras (20 Páginas)  •  199 Visitas

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Alejandro Dumas

El Conde de Montecristo

Revisado por : ABC

Sumario

PRIMERA PARTE El castillo de If

SEGUNDA PARTE Simbad el marino

TERCERA PARTE Extrañas coincidencias

CUARTA PARTE El mayor Cavalcanti

QUINTA PARTE La mano de Dios

PRIMERA PARTE

EL CASTILLO DE IF

Capítulo primero

Marsella. La llegada

El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costum¬bre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, por¬que en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado feliz¬mente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendien¬do las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en na¬vegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna des¬gracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bau¬prés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que El Faraón enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un jo¬ven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órde¬nes del piloto.

Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.

Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros des¬de su infancia.

¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? pre¬guntó el del bote ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel respondió Edmundo . Al llegar a la altura de Civita Vecchia, falleció el valien¬te capitán Leclerc...

¿Y el cargamento? preguntó con ansia el naviero.

Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc...

¿Qué le ha sucedido? preguntó el naviero, ya más tranquilo. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

Murió.

¿Cayó al mar?

No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horri¬bles padecimientos.

Volviéndose luego hacia la tripulación:

¡Hola! dijo Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? continuó el naviero.

¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Ná¬poles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre... y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.

Es muy triste, ciertamente prosiguió el joven con melancólica sonrisa haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.

¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? replicó el naviero, cada vez más tranquilo; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento...

Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

Amainad y cargad por todas partes.

A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

Si queréis subir ahora, señor Morrel dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador, aquí viene vuestro encarga¬do, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informa¬rá de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El

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