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A puerta cerrada

Merciiita24 de Septiembre de 2013

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A pesar de su estructura aparentemente simple: tres personajes, el mismo escenario durante toda la pieza, ésta es una de las obras más intensas, más significativas del teatro sartreano.

Mediante las evocaciones de los personajes y la posibilidad que tienen durante un tiempo de “percibir” lo que pasa en la tierra, es todo el mundo de cada uno de ellos, las situaciones en las que se encontraban, lo que emerge al ritmo de sus intervenciones. Así son dos espacios, el espacio efectivamente representado en la pieza, y el espacio evocado por los personajes, los que se encuentran reunidos en el salón estilo Segundo Imperio en el que Sartre ubica el infierno. Estos dos espacios quedan finalmente reducidos al único espacio representado, al perder progresivamente los personajes el contacto con la “tierra”. Antes de continuar, y para evitar el uso constante de términos con comillas, es preciso aclarar que el infierno de que nos habla Sartre, con sus tres muertos-vivos (es decir, que parecen haber sobrevivido a su muerte terrena), está ubicado en el plano de lo mítico, y que a través de estas imágenes que no se corresponden con sus doctrinas filosóficas, quiere Sartre presentarnos situaciones de los vivos, y concretamente aquella en que se encuentra el existente cuando se vive fundamentalmente a través de su dimensión para-otro, abandonando su libertad y su responsabilidad a los demás. El estar muerto es pues utilizado aquí por Sartre en una forma casi simbólica para mostrarnos unos existentes cuya libertad se ha empastado, que ya no son sujeto de sus posibilidades, origen de significaciones en el mundo, sino que, como los muertos, son pura exterioridad, objeto-presa de los demás, quienes otorgan a sus actos, desde afuera, significaciones que el sujeto no puede controlar. El muerto-mítico de la obra, muerto que sigue viviendo, es pues el equivalente paradigmático del existente vivo reducido a su pura exterioridad, a su pura objetividad.

Y conforme a su definición de lo que es un teatro de situaciones, Sartre condensa aquí en un mínimo de espacio y con una justa economía de personajes, todas las formas concretas de enfrentamiento entre las conciencias descritas por él en El Ser y la Nada.

Pero es preciso advertir justamente que ese enfrentamiento es inauténtico en la medida en que los individuos se buscan aquí para huir de su libertad, tratando de hacerse definir y justificar por el otro.

Es por ello que todos los intentos de establecer una relación humana fracasan, tal como nos lo describe Sartre en El Ser y la Nada. Las relaciones entre Inés, Garcin y Estelle son siempre conflictivas, porque ninguno de ellos actúa de buena fe; mientras pretenden seguir unidos a la tierra, al pasado, a un tiempo al que no pertenecen, cuando uno de ellos trata de hallar apoyo y justificación en uno de los otros. De una u otra forma, se trata de atrapar la libertad del otro para que fundamente una existencia que se capta como contingente y arbitraria hasta en la mínima de sus elecciones. Se trata de dar un peso de necesidad a una decisión que no es más que el producto injustificado de una libertad, o de revestir de una imagen diferente la propia realidad. Así cada uno de los personajes habría en cada caso actuado bajo el peso de una imperiosa fuerza objetivamente explicable, y todo juicio sobre ellos se vería desarmado.

Sartre nos presenta aquí tres personajes casi obligados a ser de mala fe, según los patrones reinantes. Inés es una lesbiana, y aunque siendo la más lúcida asume su condición, no la acepta, y se ve a sí misma con los ojos reprobadores de los demás.

Garcin es un cobarde, y esta condición no puede ser fácilmente asumida en una sociedad que valora una virilidad constituida por una mezcla de brutalidad física, pretendida rudeza de carácter y fría racionalidad. Se precisa una gran lucidez para desenmascarar los falsos valores que cualquier sociedad establecida ofrece como modelos a seguir. Dadas las condiciones antes mencionadas, nada debe extrañar que Garcin parezca más bien enorgullecerse por sus hazañas machistas, por las cuales estaría también condenado al “infierno”. Y así, ocultando al principio lo que él considera la verdadera causa de su condena, presenta como su falta más grave los sufrimientos que ha infligido a su mujer:

“Garcin.- Deje. No hable nunca de eso. Estoy aquí porque he torturado a mi mujer. Eso es todo. Durante cinco años. Por supuesto, todavía sufre. Ahí está; en cuanto hablo de ella, la veo. Gómez es el que me interesa y a ella es a quien veo. ¿Dónde está Gómez? Durante cinco años. Mire, le han entregado mis efectos; está sentada cerca de la ventana y ha puesto mi chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta de los doce agujeros. La sangre parece herrumbre. Los bordes de los agujeros están chamuscados. ¡Ah! es una pieza de museo, una chaqueta histórica. ¡Y yo le he llevado! ¿Llorarás? ¿Acabarás por llorar? Yo volvía borracho como un cerdo, oliendo a vino y a mujer. Ella me había esperado toda la noche; no lloraba. Ni una palabra de reproche, naturalmente. Sólo sus ojos. Sus grandes ojos. No lamento nada. Pagaré, pero no lamento nada”.

Estelle por su parte, segunda figura femenina del trío, se niega a verse según lo dictaminan sus actos, como infanticida y carente de sentimientos maternales. Es el personaje cuya libertad está más empastada y perdida en las cosas, su realidad se reduce completamente, por su propia voluntad, a ser objeto.

La elección de los personajes no es, pues, casual. Un cobarde, una infanticida, una lesbiana. Tres posibilidades que el sistema establecido rechaza por diversas razones, tres modos de ser la propia existencia que implican marginalidad y rebeldía. No se les puede asumir a conciencia sino en el desgarramiento y la lucha. O bien negando la responsabilidad de la elección, y/o encubriendo la propia condición con otra imagen más segura y aceptable, proporcionada en buena medida por los otros. Una tercera posibilidad de la conciencia, aparte de la aceptación auténtica de la propia responsabilidad, reside en la negativa a dejar confundir la totalidad de la existencia con lo realizado en una sóla elección.

En la medida en que el para-sí no es, en que el individuo no puede identificarse con ninguna de sus posibilidades, una conciencia puede negarse a ser caracterizada de alguna manera. El desdoblamiento y la nihilización constante que constituyen el ser mismo de la conciencia le permiten así negarse a reconocerse a sí misma en la imagen que ella proyecta en el mundo. Las conductas de mala fe, como sabemos, son posibilitadas por la estructura misma de la conciencia. Las conductas que hemos mencionado en párrafos anteriores como conductas de escape frente a la propia realidad, son de mala fe. Buscar en una explicación determinista el origen de las propias decisiones, ocultarse bajo una imagen más placentera de sí mismo, o rechazar la identificación de la totalidad de su ser con una sóla de sus conductas , son formas diversas del sutil autoengaño que es la mala fe. La estructura misma de la conciencia, como hemos dicho, posibilita esta huída de la conciencia ante su original responsabilidad, y esto se hace aún más evidente en la tercera de las actitudes mencionadas. Si el individuo puede negarse a ver su ser reducido a una sóla de sus conductas, a ser definido en base a ella, es precisamente porque la conciencia es el ser que “es lo que no es y que no es lo que es”. La conciencia es nihilización constante de cada una de las posibilidades que va asumiendo, proyección continua hacia sus nuevas posibilidades. Así, nadie puede ser identificado definitivamente con ninguna de sus conductas o realizaciones al igual que podemos definitivamente señalar la forma o el peso de un objeto. Una conciencia no es a la manera de una cosa, de modo que no podemos decir de ella que es x, como afirmamos por ejemplo de una mesa que es cuadrada. Sin embargo, esta peculiar característica de la conciencia, de estar siempre ya más allá de lo que su pasado o su presente indican, no implica un desvanecimiento de la realidad de la conciencia y una ausencia de responsabilidad. Si bien la conciencia tiene un modo de ser “sui generis”, que le impide detenerse a identificarse con alguna de sus actitudes, ello no debe impedir la asunción de la responsabilidad por cada una de sus decisiones, atribuyéndoles, según este peculiar modo de ser la conciencia, su justo valor.

Porque hay también una forma de asumir la propia responsabilidad que es igualmente de mala fe. Consiste en la reivindicación orgullosa de la conducta en cuestión, aún si se asume, en los casos en que ello corresponda, dicha conducta como merecedora del desprecio y la reprobación de los demás. La mala fe reside en este caso en la pretensión de confundirse o identificarse con esta conducta, en el dejarse definir de una vez por todas por esta única posibilidad, hipotecando así la libertad.

Todas estas conductas se hayan representadas en la pieza a través de cada uno de los personajes, ya que todos adoptan posturas que tienen la mala fe como denominador común.

En cuanto al propósito que nos interesa, la obra está bien servida. Nos ofrece dos figuras femeninas fuertemente caracterizadas. Ninguna de las dos es una mujer ordinaria. Comencemos por Inés ya que es la primera que entra en escena. Desde su aparición se ve que es una personalidad fuerte, segura de sí misma y de lo que quiere. Ella representa precisamente esa última conducta de mala fe a la que nos acabamos de referir. Desde el principio enfrenta el hecho de que está en el “infierno” porque lo tiene

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