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CAPRICHO DEL DESTINO

7Huerta16 de Octubre de 2014

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CAPRICHO DEL DESTINO

Una noche gélida de diciembre, cinco vagabundos combatían el frío en torno a una hoguera que habían encendido bajo el Viaducto de Madrid, a escasos metros de la Plaza Mayor.

Esos cinco hombres desarrapados, de edades comprendidas entre los veinticinco años de Juan, y los sesenta y ocho de Roberto, se contaban, mientras trasegaban un par de tetrabrick de vino y unos frutos secos, las vicisitudes de un día sin alicientes, y las miserias de sus vidas yermas.

De vez en cuando evocaban los recuerdos, de un pasado en el que ellos—según decían— eran personas normales, ciudadanos con ilusiones y ambiciones, que el tiempo y los avatares sufridos diluyeron en la nada.

Eran carrilanos, vagabundos, que se habían convertido y eran conscientes de ello, en unos seres sin futuro, ni presente. Ovejas negras de una sociedad en la que los perdedores no tienen sitio.

Entre ellos se encontraba Nacho, un hombre de cuarenta y dos años, con el pelo oscuro plateado por las sienes. Era alto, no mal parecido, delgado, y serio. Hablaba poco, no tenía demasiados amigos entre los vagabundos de la zona, y era en ese quinteto de fracasados donde únicamente se sentía a gusto, aunque no solía sincerarse con nadie, limitándose a escuchar en silencio, ensimismado, la narración de las cuitas de sus compañeros del Viaducto.

Aquella noche próxima a Navidad unas voces y una luz cegadora les hizo volver la cabeza y contemplaron asombrados a una mujer rubia, joven y muy atractiva, enfundada en un abrigo negro, que llegaba a su lado, micrófono en mano, seguida de un cámara de televisión.

La dama les dijo que era, Ana Bermúdez, la presentadora de un programa televisivo, que se emitía a nivel nacional, en “prime time”, que recogía por toda España la vida de “los sin techo” y que venía a entrevistarlos, para convertirlos, el próximo miércoles, en los protagonistas de su reportaje.

Los cinco compañeros de infortunio, se encogieron de hombros y todos, excepto Nacho, aceptaron confesar, en la pequeña pantalla, las circunstancias adversas, que les habían conducido a la difícil situación en la que se encontraban.

Por fin, Nacho se alejó del grupo, quedando fuera del alcance de la cámara y Ana, tras realizar una emotiva entrada y presentación de los indigentes, fue dándole la palabra a cada uno de esos cuatro vagabundos anónimos, convertidos por capricho del destino, en los representantes de muchos hombres y mujeres marginados.

Acabaron de rodar y tras concluir el reportaje, antes de despedirse, Ana Bermúdez le preguntó a Nacho, que la contemplaba ensimismado en silencio:

—Y usted ¿Qué profesión tenía?

La pregunta se quedó sin respuesta, ya que Javier Morlán, el cámara, un hombre cincuentón, grueso y calvo, dio un grito, se quejó de un fuerte dolor en el lado izquierdo de su pecho y cayó al suelo fulminado.

Todos se quedaron petrificados ante la angustiosa situación que estaban viviendo. Entonces Nacho se arrodilló ante el cámara, comprobó que no respiraba y que carecía de pulso.

—¡Llámen al SAMUR! ¡Que envíen urgentemente una Uvi móvil! Este hombre ha sufrido un infarto agudo de miocardio y está muy grave—les gritó Nacho—, mientras realizaba con gran pericia y decisión las maniobras de reanimación cardiopulmonar del infartado.

Ana Bermúdez con su móvil siguió las instrucciones de ese hombre, que pese a su apariencia, le daba seguridad y confianza, al ver como luchaba contra la muerte, que rondaba el inhóspito escenario urbano situado en pleno centro de Madrid.

Cuando llegó la ambulancia y los sanitarios consiguieron reanimar al cámara. Nacho le dijo con voz susurrante a la locutora:

—Ahora voy a contestar a la pregunta que me hizo. Soy médico.

Carmelo —según los doctores que le atendieron en La Paz—salvó su vida

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