Dogmatismo
Chekop26 de Noviembre de 2012
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Cierto «marxismo» y una conocidísima religión poseen, de alguna forma, puntos coincidentes. De un lado son portadores de una ética trascendente, de un explícito sentido de justicia y una confesa vocación por los oprimidos, denunciando la explotación y el afán desmedido de riqueza. Pero por otra parte (y he ahí su arista más peligrosa) comparten cuerpos doctrinales absolutos, supuestamente definitivos, y un sentido teleológico de la conducción del orden y progreso sociales. Dentro de ellos todo se prevé y se responde, tanto que lo que se le oponga o distancie queda descalificado de antemano, no por erróneo sino por distinto y ajeno. A su interior todo es válido, fuera de ellos nada es permisible, correcto o digno de atención: tal parece ser su filosofía.
Son muy utilitarios y «consumibles» estos pensamientos. Sirven por igual a grandes masas irredentas, escasa o medianamente cultas (a quienes aportan la tranquilidad de lo predecible y lo exacto) o a «élites ilustradas», que no creen tanto en sus postulados como en la capacidad probada de las mismas como métodos de conducción, guía y control de la sociedad. Cofradías que pretenden, sobre todo, construirla a su imagen y semejanza, estrictamente reglamentada y regulada, porque se consideran el Non Plus Ultra del pensamiento humano.
El dogmatismo (del cuño que sea) es una modalidad de pensamiento profundamente esquematizado, basada en las verdades a priori y la interpretación de la realidad a partir de sus propios presupuestos establecidos. Su «solidez», apoyada en rígidas concepciones, le permite, aparentemente, imponerse en la discusión frente a otros discursos más realistas, científicos y que admiten (a diferencia del dogmático) no estar en posesión de la verdad absoluta. Ahí radica la ventaja táctica de los guardianes del dogma, de los celadores de la fe. Pero en su proyección estratégica, este pensamiento sucumbe porque es incapaz de autorreformarse, a partir de la retroalimentación con la realidad, aceptando la gradual caducidad de algunos segmentos de su cuerpo doctrinal, teórico. Por ello, al derrumbarse, lo hace estrepitosa y totalmente, revelándonos como nos dice la máxima que encabeza estas líneas, que ese algo esencial, contextualizable y contradictorio (pero real) llamado verdad, acaba imponiéndose por encima de sofismas y encubrimientos. Lo que ha pasado con el dogmatismo de cuño marxista es particularmente revelador.
Porque han quedado sus acólitos, en los momentos de crisis de las ideas y las procesos sociales, en una incómoda posición, baldados para la defensa de los presupuestos en los que real o simuladamente, creían. Entonces muchos claudican, pasando con altas dosis de nihilismo y desencanto, al campo de una viejo pensamiento conservador, o maquillándose con retoques de la escuela liberal o socialdemocratizante, casi siempre en la peor herencia de esas corrientes. Otros, en medio de la burla y la compasión de sus colegas y la sociedad, persisten enquistados en la defensa del modelo derrumbado, arguyendo traiciones y desviaciones que, aún siendo parcialmente ciertas, no bastan para explicar el fracaso total de un proyecto que terminó (por causas bastante mayores que la subjetividad de algunos hombres) abandonado por amplios sectores sociales.
Para otra parte de estos pobres seres, prendidos por el fantasma del desencanto y la confusión, va quedando la opción de vivir del recuerdo, de los «buenos viejos tiempos», o reducirse a la crítica desesperada del presente, sin abandonar el esfuerzo afanoso por subirse a su carro para tratar de sobrevivir. Y es que en su seno, las cohortes dogmáticas han abrigado siempre, cuando menos, a dos tipos de personas. Algunos, miembros honestos de esas colectividades, convencidos de una ideología original y esencialmente emancipadora, humildes seguidores de la praxis del pueblo, y del liderazgo político
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