El Amparo Agrario
zobop1119 de Julio de 2013
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“El Amparo en Materia Agraria”.
La colonización recurrió a dos expresiones indispensables de una misma intención colonizadora: el dominio de la tierra, a partir de un nuevo derecho que la repartiera y asignara, y el dominio del espíritu, a partir de una evangelización que modificara las creencias, orientara la conducta y propusiera su propia versión de la existencia: vida actual y vida futura. La síntesis de esta reforma y de las otras que vendrían -con el signo modernizador del liberalismo, en la segunda parte del siglo XIX- hasta los años de la Revolución triunfante, fue una constante erosión de los derechos indígenas. México ha sido país de dominaciones y revoluciones. Unas y otras se expresaron en el foro de la cuestión agraria, a tal punto que todas constituyeron sustancialmente, hasta el siglo XX, una disputa sobre la tierra. De ahí que la poderosa erupción social de 1910, cuyo factor profundo fue la reivindicación agraria -y un poco menos la reivindicación política que enarboló Madero-, diese al traste con la organización agraria del porfiriato y con las instituciones del Estado encargadas de preservarla.
Así, al salir de la escena los tribunales ordinarios, civiles o de amparo, era necesario que una nueva figura jurídica -que sería, inexorablemente, jurídico-política- tomara el lugar que dejaba vacante la jurisdicción desacreditada. Esa nueva figura debía ser heredera del proyecto revolucionario y de los caudillos del movimiento social mexicano. Así, el relevo ocurrió en las manos del presidente de la República. Sí, éste sería el jefe natural de la corriente revolucionaria, del partido en la que se concentraba y de las instituciones construidas a partir de aquélla y con la colaboración de éste, era también "natural y necesario" que tuviese un papel eminente en la administración de los conflictos que determinaron el movimiento armado. Conflictos políticos, ciertamente, pero con signo específico: laborales y agrarios. Por ende, el presidente sería el heredero de Emiliano Zapata, si se permite la expresión, como reivindicador inmediato de los derechos campesinos. Otro tanto ocurriría, con sus propias modalidades, en la vertiente de la justicia laboral. Esa fue la investidura agrarista del Ejecutivo en turno
Esta nueva forma de ver las cosas, que impuso un "modo" y "un estilo" distintos, perduró mucho tiempo. Fue definitoria y decisiva de la gran etapa de la reforma agraria entendida, primordialmente, como distribución de tierras. En torno al presidente, eje de las decisiones finales -en más de un sentido- y "suprema autoridad agraria", como dijo la antigua fracción XIII del artículo 27 constitucional, giraban los órganos auxiliares, con mayores o menores potestades. Esos órganos, personajes de la complicada trama, con títulos adecuados para intervenir en el proceso, fueron los gobernadores de los estados, el departamento o Secretaría de la Reforma Agraria -que había sido Departamento Agrario, o de Asuntos Agrarios y Colonización-, el cuerpo consultivo, las centrales campesinas, las comisiones agrarias mixtas, los comités particulares ejecutivos, los comisariados ejidales. Los tribunales permanecieron fuera de la escena, con la salvedad relativa de los órganos de la justicia federal de amparo, cuya intervención siguió la suerte oscilante y peculiar del amparo agrario. Así se hallaban las cosas cuando llegó la reforma constitucional de 1992.
En efecto, la "cuestión agraria", un enorme problema de justicia -para seguir el hilo de las monstruosas injusticias que caracterizaron este sector de nuestra vida civil, como otros, recuérdense las aleccionadoras descripciones de Mariano Otero y Ponciano Arriaga-, se resumió inicialmente en el reparto de la tierra. La acaparación de los bienes rurales en formas de latifundismo que mucho se asemejaban, mutatis mutandis, a las encomiendas coloniales (entrega de tierras, operarios y poder sobre unas y otros), había de remediarse con la devolución a los despojados y la dotación a los peones del campo. "Toda la tierra y pronto", fue la nerviosa divisa de Cabrera.
Había que repartir la tierra, y en este empeño cifraron su energía agrarista varios gobiernos de la etapa reconstructora. La distribución no podía verse frenada por procedimientos laberínticos -aunque éstos llegaron, -trámites prolongados que también proliferaron- y resoluciones formalistas. Si la tierra debe pertenecer a quien la trabaja, y México era una república de trabajadores del campo, había que difundir la tenencia de la tierra con celeridad y firmeza irrevocable. Cualquier dique a este torrente sería visto como perturbador y contrarrevolucionario. Andando el tiempo, el reparto amainó el paso y surgieron los "otros temas" del agro, cada vez más urgentes: insumos, crédito, tecnología y seguridad jurídica. El énfasis se trasladó de las instituciones a cargo del reparto, a las instituciones -establecidas o por establecerse- a cargo de esos otros bienes, tangibles o intangibles, pero determinantes de la suerte que corrieran el campo y los campesinos.
Veamos ahora la petición de tribunales agrarios. No tiene caso traer a cuentas la división de poderes, criatura de la experiencia inglesa y garantía de la Constitución, como advirtió con rigor la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789. El hecho es que, pese al descrédito de los tribunales ordinarios -que suscitó el descrédito de los tribunales "en general" para los hombres del campo y la fábrica-, hubo con frecuencia solicitudes para el establecimiento de tribunales en materia agraria.
Un notable precedente de esta pretensión se halla nada menos que en el Plan de Ayala, que previó la existencia de "tribunales especiales que se establezcan al triunfo de la Revolución", ante los que llevarían sus reclamaciones "los usurpadores que se consideren con derecho" a los bienes inmuebles transmitidos a los campesinos despojados. A partir de ahí, con regular frecuencia y acento diverso, hubo planteamientos en favor de los tribunales. Fueron asunto de reuniones especializadas, como el Primer Congreso Revolucionario de Derecho Agrario (México, 1959), el Congreso Nacional Agrario (Toluca, 1959) y el VIII Congreso Mexicano de Derecho Procesal (Jalapa, 1979). Esta corriente despuntó discretamente, asimismo, en las reformas de 1982 al artículo 27 constitucional (fracción XIX).
Al llegar 1992, el gobierno fraguaba la reforma constitucional en materia agraria. Llegaban a ella tensiones y expectativas que se habían desarrollado en los años previos. El proyectista resumió los datos que sustentarían la reforma en un breve conjunto, sobre el que se montó la exposición de motivos de la iniciativa de ese año: incremento general de la población, destinataria final de una producción agrícola que debía ser cada vez más abundante y oportuna; aumento de la población campesina: no en números relativos -donde se presenta un decremento drástico-, sino en números absolutos; agotamiento de la tierra disponible; pulverización o atomización de las propiedades rurales o áreas de tenencia; insuficiencias en la economía del campo; incompetencia para afrontar las circunstancias y las demandas del mundo globalizado. El efecto de esos factores se concentró en una palabra: injusticia.
Estos fueron algunos precedentes del movimiento favorable a la judicialización de las controversias agrarias, que finalmente se acogió en la reforma constitucional de 1992.
Los procesalistas suelen distinguir diversas categorías en la tipología procesal: pública, privada y social, con venas comunicantes entre unos y otros. El proceso agrario reviste carácter social, en la medida en que fue concebido para rescatar los derechos de un sector desvalido. Por ello debe pretender la igualdad por compensación -para emplear los términos de Couture-, concepto que arraiga en la justicia social y en la certeza de que los desiguales no deben ser tratados como iguales. Si lo fueran, se consumaría una nueva injusticia. Es preciso restablecer el equilibrio a través de sistemas de defensa material -no meramente formal- que se incorporan a la ley y rigen la conducta procesal de los juzgadores. Esto no milita contra la justicia, sino en su favor. Implica la posibilidad de hacer justicia de veras, en el caso concreto, bajo la luz de la equidad.
En efecto, que tan importante ha sido el reparto de tierras en México, que en el escudo del estado de Puebla se dibujó una mano desnuda en cuya palma se advierte una milpa o verdura que representa el primer reparto agrario efectuado al amparo del Plan de Ayala, suscrito en Ayuxuxtla de Zapata Puebla el 28 de Noviembre de 1911.
De esa guisa, el amparo agrario fue creado en los tiempos del presidente López Mateos, para hacer efectiva la justicia social en ese ámbito, sin embargo, muchos piensan que el juicio de amparo en materia agraria ya no tiene razón de ser, no existe o es anacrónico, nada de eso, hoy día todavía hay ejidos y sigue existiendo la justicia agraria, pensar que después de la reforma constitucional del artículo 27, relativa a que se podría desaparecer el ejido y transformarse en pequeña propiedad se haría en todos lados es una fantasía.
Cierto, debe de tomarse en cuenta que si ese fuera el caso ya no habría tribunales agrarios ni en los juzgados de distrito y tribunales colegiados se recibieran juicios de amparo en materia agraria, pero, también se debe entender que ahora las nuevas figuras jurídicas y el reconocimiento de que antes no era “tutelar” la defensa de los campesinos ejidatarios, sino una máscara para tener votos y sujetos leales a los intereses de los líderes campesinos,
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