El Angel Caido
luc140421 de Agosto de 2014
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Amado Nervo
Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta por una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente sobre la tierra.
Su mala suerte quiso que en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como los niños sí pueden comprender la lengua angélica ( en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero, y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo; un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
-No puedo más – dijo al niño.
Y éste, que tenía su miaja de sentido práctico, respondíole:
-A ti ( porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.
-¿ Y qué es eso de zapatos?- preguntó el ángel.
-Pues mira- contestó el niño mostrándole los suyos… algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
-¿Y yo he de ponerme eso tan feo?...
-Claro… ¡ o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.
-Pero si ya no me es posible andar…, ¡cárgame!
-¿Podré contigo?
-¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero, sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
-¡Gracias! – suspiró el herido-: qué bien estoy así… ¿Verdad que no peso?
-¡Es que yo tengo fuerzas! – respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos curiosos les seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaba un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado, clavó en ellos los ojos y sonriendo bastamente les siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada… Después se alejó pensativo…
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuanto éste le mostró a su alirroto compañero.
-¡Pobrecillo!- exclamó la buena señora-; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatua.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.
-Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo ( maría era su hermana) podremos jugar con él – dijo el niño.
Y eso era lo que interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acababa de llegar de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaba más eran las plumas; aquellas plumas gigantes, nunca vistas, de ave de Paraíso, de quetzal heráldico… de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras:
-Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi sombrero…
-Niña – exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana:
-¿Cuál te gusta?
-Esta tornasolada…
-¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había
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