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El Feroz Cabecilla


Enviado por   •  10 de Diciembre de 2012  •  2.189 Palabras (9 Páginas)  •  898 Visitas

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EL FEROZ CABECILLA Rafael F. Muñoz

Por la llanura silenciosa, caminaba bajo el sol ardiente una caravana de diez o doce hombres cubiertos de polvo, andrajosos, jadeantes, arrastrando los pies, tiraban de varios caballos y mulas, también sudorosos, cubiertos de polvo blanco y manchados de sangre, sobre los animales, iba un cargamento terrible: hombres moribundos heridos en la batalla.

Eran rebeldes campesinos que luchaban por la posesión de sus tierras; acababan de combatir por tres días, defendiéndose con sus armas viejas, en la sierra donde se habían refugiado de un batallón del ejército, habían sido vencidos y dispersos y horas antes, cuando la mañana comenzaba a teñirse de gris, aquel grupo de supervivientes comenzó su jornada por el desierto árido y ardiente; iba como jefe un hombre joven, enorme, vestido de ropa de manta y cubierto con un jorongo, bajo el cual se dibujaban dos pistolas descomunales; era él quien había obligado a los revolucionarios, a subir sobre los lomos de sus caballos y sus mulas a unos cuantos heridos, víctimas de la certera artillería que barrió con metralla las laderas de la sierra; no debían abandonarlos ahí, para que los “changos” los remataran a la bayoneta y los dejarán por ahí regados a merced de los animales carroñeros.

El jefe iba a caballo, al final de la silenciosa columna, volviendo de cuando en cuando la vista hacia la serranía azul donde había sido el desastre.

-Jálenle muchachos; si no nos alcanzan; pa’ la noche ya no habrá peligro…

Los campesinos se pasaban una botella con agua, se mojaban los labios, y seguían su camino sin decir palabra; de cuando en cuando alguno de los heridos que iban en los lomos de las cabalgaduras gemía dolorosamente, hacía fuertes movimientos como tratando de soltarse de las cuerdas que lo mantenían fijo, y dejaba manchas rojas en la tierra suelta; los que iban a pie callaban, casi al final de la caravana iba sobre una mula un bulto extraño: era la mitad de un hombre metida en un costal y amarrada por fuera con gruesos mecates; no asomaban del costal sino una cabeza sucia y melenuda y dos brazos cubiertos de harapos; lo demás era sólo un tronco al que una bala de cañón había arrancado las piernas. En plena batalla otros rebeldes metieron al herido en un saco, y con sus cobijas bien ceñidas lograron contener un poco la tremenda hemorragia; el herido tenía fiebre y deliraba incoherencias en voz alta; la monotonía de su voz impacientaba de vez en cuando al hombre que tiraba de la mula.

-¡Ya cállate loco!... le decía entre impaciente y asustado al pobre hombre.

Al mediodía se acabó el agua de la botella; los hombres caminaban lentamente y sin seguir la recta, como si anduvieran dormidos.

-¿Hasta cuándo vamos a cargar con estos bofes? –preguntó una voz.

-Por mí ya los habríamos dejado en el camino, en cualquier mezquite -contestó otra al cabo de un momento.

-Al que no jale le doy su agua -dijo el jefe. Y todos siguieron caminando.

A lo lejos, rumbo a la serranía, se vio levantarse una columna de polvo blanco; el jefe la notó, pero siguió en silencio; uno de los infantes volvió la cara y dijo: -Ora, sí, ai vienen los pelones…-Están lejos todavía, contestó otro.

Por la tarde comenzó a soplar viento del norte y a amontonarse espesas nubes que surgían rápidamente del horizonte. La columna de polvo había desaparecido, sin duda, los soldados estaban descansando. La caravana de rebeldes llegaba al final de la llanura, a lo lejos se divisaban algunas arboledas que ponían su negra silueta en el nublado gris; era la orilla del río, donde terminaba el desierto, a la vista del oasis, los rebeldes que iban a pie se animaron y marcharon de prisa, tirando siempre de las bestias cargadas de moribundos, y cuando el sol hubo desaparecido el grupo llegó frente a una vieja iglesia a medio destruir con gruesas paredes de adobe, con una torrecita encalada, de la que la campana había sido arrancada con todo y vigas, las maderas de la puerta habían servido para hacer lumbres, y adentro no quedaban sino el altar de piedra y una cruz que se había escapado de la hoguera. El piso estaba cubierto de restos de pastura y estiércol.

El grupo de campesinos se detuvo a la puerta de la iglesia cuando las nubes comenzaban a descargar sus primeras gotas; el jefe desmontó y dijo a sus hombres: -Aquí pasaremos la noche. -¿Pa´ qué nos agarren dormidos? Mejor vámonos, contestó uno.

-Está bien -dijo el jefe, dejamos los heridos ahí dentro y nos vamos…

Los rebeldes se pusieron a maniobrar muy rápidamente, bajaron a los heridos y los fueron colocando sobre el estiércol en el interior de la pequeña iglesia, y pronto ya no había espacio para un cuerpo más; el pedazo de hombre metido en el saco permanecía aún sobre la mula, delirando en voz baja. Un rebelde lo tomó en vilo, penetró al interior y dejó el bulto recargado en el fondo del templo, tras la cruz. Después de esto los hombres subieron a sus caballos y se perdieron en la noche.

Cesó la tempestad, de la vieja iglesia no quedaba sino un muro en pie, la cruz que parecía contemplar la destrucción y un pedazo de hombre abrazado al madero.

Estaba clareando cuando una patrulla de soldados, al mando de un joven capitán de capote azul, anchas fornituras de cuero y casco de corcho, llegó frente a las ruinas de la iglesia de adobe, desmontaron y los soldados, con los fusiles por delante, rodearon cuidadosamente el derruido templo, temerosos de una emboscada, pero en cuanto se convencieron de que no había peligro, se aventuraron a remover los escombros para darse cuenta del número de cadáveres; el oficial daba órdenes de que desensillaran los caballos para tomar un descanso en aquel sitio, cuando aparecieron dos soldados que se habían echado las carabinas a la banderola y que llevaban en vilo a la mitad de hombre metido en el costal.

-Éste es el único que está vivo, mi capitán.

El oficial tosió para dar a su voz un tono ronco, azotó su fuete contra las botas negras, puso la mano izquierda en la cintura y dijo: -Fusílenlo

Los soldados buscaron con la vista un sitio a propósito, fueron hacia la única pared que había quedado

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