William Shakespeare - A Buen Fin No Hay Mal Principio
tucantor11 de Enero de 2014
46.189 Palabras (185 Páginas)474 Visitas
A buen fin no hay mal principio
William Shakespeare
Dramatis personæ
EL REY DE FRANCIA.
EL DUQUE DE FLORENCIA.
BELTRÁN, Conde del Rosellón.
LAFEU, anciano señor.
PAROLLES, secuaz de Beltrán.
El mayordomo de la condesa del Rosellón.
LAVACHE, bufón de la casa de la condesa.
Un paje.
LA CONDESA DEL ROSELLÓN, madre de Beltrán.
ELENA, dama protegida de la condesa.
Una anciana viuda, de Florencia.
DIANA, hija de la viuda.
VIOLETA y MARIANA, vecinas y amigas de la viuda.
Señores, oficiales, soldados, etc., franceses y florentinos.
ESCENA.- El Rosellón, París, Florencia, Marsella.
Acto primero
Escena primera
EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.
Entran BELTRÁN, la CONDESA DEL ROSELLÓN, ELENA y LAFEU, todos de luto.
LA CONDESA.- Al separarme de mi hijo, entierro a mi segundo esposo.
BELTRÁN.- Y yo, señora, al partir, lloro de nuevo la muerte de mi
padre; pero he de atenerme a las órdenes de su majestad, de quien soy
ahora pupilo y por siempre vasallo.
LAFEU.- Vos, señora, hallaréis en el rey a un esposo; y vos, señor, a
un padre. Él, que tan bueno es en toda ocasión, necesariamente ha de
ejercer sus virtudes tratándose de vosotros, cuyos méritos harían nacer la
bondad donde no existiese. No hay que temer, por tanto, que os falte allí
donde abunda.
LA CONDESA.- ¿Qué esperanza hay en el restablecimiento de su
majestad?
LAFEU.- Ha renunciado a sus médicos, señora, bajo cuyas prácticas
perdía el tiempo en esperanzas, sin conseguir otro resultado sino perder
por siempre toda esperanza.
LA CONDESA.- Esta joven tenía un padre (¡oh, cuántas tristezas
remueve este tenía!), cuyo talento era casi tan grande como su honradez.
De haber sido iguales uno y otra, hubiera hecho a la naturaleza inmortal;
y la muerte, falta de trabajo, habría permanecido ociosa. ¡Ojalá, por la
salud de su majestad, viviera todavía! Tengo para mí que hubiese
desaparecido la enfermedad del rey.
LAFEU.- ¿Y cómo se llamaba el hombre de que habláis, señora?
LA CONDESA.- Era famoso en su profesión y tenía razones para serlo:
Gerardo de Narbona.
LAFEU.- En efecto, señora, fue un célebre doctor. El rey hablaba de
él recientemente con admiración y sentimiento. Su talento le haría vivir
aún, si la ciencia pudiese librarnos de la mortalidad.
BELTRÁN.- ¿Cuál es, buen señor, el padecimiento que aqueja al rey?
LAFEU.- Una fístula, señor.
BELTRÁN.- No he oído nunca hablar de ello.
LAFEU.- Quisiera que la cosa no tuviese tanta importancia. Luego esta
joven, ¿es la hija de Gerardo de Narbona?
LA CONDESA.- Su única hija, señor, y él la confió a mi cuidado. Fundo
en ella las buenas esperanzas que justifican su educación. Hereda
disposiciones que realzan sus cualidades, pues las buenas cualidades,
dirigidas por un espíritu grosero, conviértense en cualidades ficticias.
En esta joven triunfan, toda vez que se muestran sin artificio y
perfeccionadas por su mérito.
LAFEU.- Vuestros elogios, señora, le hacen verter lágrimas.
LA CONDESA.- Esas lágrimas son en una joven el mejor condimento para
sazonar los elogios que se la dirigen. El recuerdo de su padre no se ha
despertado nunca en su corazón sin que la tiranía del pesar robe todo
simulacro de vida a sus mejillas. No hablemos más de esto, Elena, no
hablemos más, no vaya a suponerse que afectáis un dolor que no sentís.
ELENA.- Si manifiesto mi dolor, es que lo sufro.
LAFEU.- La muerte tiene derecho a los pesares moderados; pero una
pena excesiva es el enemigo de los que viven.
LA CONDESA.- Cuando los vivos luchan contra una pena, esa pena
sucumbe antes de su mismo exceso.
BELTRÁN.- Señora, imploro vuestras santas oraciones.
LAFEU.- ¿Qué queréis decir?
LA CONDESA.- ¡Bendecido seas, Beltrán! Sucede a tu padre, así por tus
actos como por tus apariencias. Que tu sangre y tu virtud se disputen el
honor de guiarte y que tu bondad rivalice con tu nacimiento. Ama a todos,
fíate de pocos, no hagas daño a nadie. Procura tener siempre el derecho de
humillar a tu enemigo, sin que abuses de este derecho; conserva a tu amigo
bajo la llave de tu propia vida; que se te reproche tu silencio antes que
tus palabras. ¡Que todos los dones que quiera concederte el Cielo, o que
de él obtengan mis palabras, caigan sobre tu cabeza! Adiós... (A Lafeu.)
Es un cortesano sin experiencia. Aconsejadle.
LAFEU.- El mejor consejero será mi abnegación para con él.
LA CONDESA.- ¡El cielo le bendiga!... Adiós, Beltrán. (Sale.)
BELTRÁN (A Elena.)- ¡Que se realicen cuantos deseos formuléis! Sed el
consuelo de mi madre, vuestra protectora, y cuidadla bien.
LAFEU.- Adiós, gentil dama, y sostened la reputación de vuestro buen
padre.
(Salen BELTRÁN y LAFEU.)
ELENA.- ¡Oh! ¡Pluguiese a Dios que fuera ésta mi única preocupación!
Ya no pienso en mi padre, y las lágrimas que ojos ilustres han derramado
por su memoria le honran más que las que he vertido yo por él. ¿Cómo era?
Lo he olvidado. Mi memoria no se acuerda sino de Beltrán. ¡Estoy
trastornada! ¡La vida no existe donde no está Beltrán! ¡Tanto valdría amar
a un astro brillante y soñar, hallándose tan alto, en tenerle por esposo!
¡Puedo regocijarme del resplandor de su luz; mas no podría girar en su
esfera! La ambición de mi amor es para mí un veneno. La humilde cierva que
aspirase al amor del león, estaría condenada a sucumbir sin esperanza. Era
un suplicio, pero un suplicio agradable, verle a todas horas del día,
sentarme a su lado, reproducir sus cejas arqueadas, su mirada de águila,
los rizos de su cabellera en el lienzo de mi corazón, de mi corazón
demasiado ávido de cada una de las líneas, de cada uno de los rasgos de su
rostro encantador. Pero ahora se halla lejos de mí, y nada queda a mi
pasión idólatra sino reliquias que adorar.- ¿Quién va?
(Entra PAROLLES.)
Uno de su séquito. Le quiero a causa de su amo. Y, no obstante, le
reconozco por un mentiroso redomado y sé que es un necio y un poltrón. Mas
estos defectos incorregibles le cuadran tan bien, que ha hallado una
acogida favorable, mientras la virtud de acerados huesos tirita bajo la
aspereza del huracán. Por esto vemos frecuentemente la sabiduría pobre
puesta al servicio de la opulenta ignorancia.
PAROLLES.- ¡Dios os guarde, hermosa reina!
ELENA.- ¡Y a vos también, monarca!
PAROLLES.- No soy ningún monarca.
ELENA.- Ni yo reina.
PAROLLES.- ¿Estáis meditando en la castidad?
ELENA.- Sí. Hay en vos algo castrense. Permitidme proponeros una
cuestión. El hombre es contrario a la castidad; ¿cómo nos atrincheraríamos
contra él?
PAROLLES.- Teniéndole a cierta distancia.
ELENA.- Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque
valiente en la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia
bélica.
PAROLLES.- No la hay. El hombre, una vez en posición delante de vos,
minará vuestras defensas y las hará saltar.
ELENA.- ¡Dios preserve nuestra castidad contra los minadores y
asaltantes! ¿No conocéis estrategia alguna militar mediante la cual puedan
las vírgenes hacer saltar a los hombres?
PAROLLES.- Una vez perdida la virginidad, el hombre danzará más
presto por los aires; y aunque consigáis rechazarlo, perderéis la ciudad
por la brecha que vos misma habréis abierto. En la república de la
naturaleza es impolítico conservar la virginidad. La pérdida de una
virginidad implica provecho para la nación. Toda virginidad que nace
procede de una virginidad perdida. La tela de que habéis sido
confeccionada es para concebir nuevas vírgenes. De una virginidad perdida
nacen otras diez. Guardarla siempre,
...