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William Shakespeare - A Buen Fin No Hay Mal Principio

tucantor11 de Enero de 2014

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A buen fin no hay mal principio

William Shakespeare

Dramatis personæ

EL REY DE FRANCIA.

EL DUQUE DE FLORENCIA.

BELTRÁN, Conde del Rosellón.

LAFEU, anciano señor.

PAROLLES, secuaz de Beltrán.

El mayordomo de la condesa del Rosellón.

LAVACHE, bufón de la casa de la condesa.

Un paje.

LA CONDESA DEL ROSELLÓN, madre de Beltrán.

ELENA, dama protegida de la condesa.

Una anciana viuda, de Florencia.

DIANA, hija de la viuda.

VIOLETA y MARIANA, vecinas y amigas de la viuda.

Señores, oficiales, soldados, etc., franceses y florentinos.

ESCENA.- El Rosellón, París, Florencia, Marsella.

Acto primero

Escena primera

EN EL ROSELLÓN.- APOSENTO EN EL PALACIO DE LA CONDESA.

Entran BELTRÁN, la CONDESA DEL ROSELLÓN, ELENA y LAFEU, todos de luto.

LA CONDESA.- Al separarme de mi hijo, entierro a mi segundo esposo.

BELTRÁN.- Y yo, señora, al partir, lloro de nuevo la muerte de mi

padre; pero he de atenerme a las órdenes de su majestad, de quien soy

ahora pupilo y por siempre vasallo.

LAFEU.- Vos, señora, hallaréis en el rey a un esposo; y vos, señor, a

un padre. Él, que tan bueno es en toda ocasión, necesariamente ha de

ejercer sus virtudes tratándose de vosotros, cuyos méritos harían nacer la

bondad donde no existiese. No hay que temer, por tanto, que os falte allí

donde abunda.

LA CONDESA.- ¿Qué esperanza hay en el restablecimiento de su

majestad?

LAFEU.- Ha renunciado a sus médicos, señora, bajo cuyas prácticas

perdía el tiempo en esperanzas, sin conseguir otro resultado sino perder

por siempre toda esperanza.

LA CONDESA.- Esta joven tenía un padre (¡oh, cuántas tristezas

remueve este tenía!), cuyo talento era casi tan grande como su honradez.

De haber sido iguales uno y otra, hubiera hecho a la naturaleza inmortal;

y la muerte, falta de trabajo, habría permanecido ociosa. ¡Ojalá, por la

salud de su majestad, viviera todavía! Tengo para mí que hubiese

desaparecido la enfermedad del rey.

LAFEU.- ¿Y cómo se llamaba el hombre de que habláis, señora?

LA CONDESA.- Era famoso en su profesión y tenía razones para serlo:

Gerardo de Narbona.

LAFEU.- En efecto, señora, fue un célebre doctor. El rey hablaba de

él recientemente con admiración y sentimiento. Su talento le haría vivir

aún, si la ciencia pudiese librarnos de la mortalidad.

BELTRÁN.- ¿Cuál es, buen señor, el padecimiento que aqueja al rey?

LAFEU.- Una fístula, señor.

BELTRÁN.- No he oído nunca hablar de ello.

LAFEU.- Quisiera que la cosa no tuviese tanta importancia. Luego esta

joven, ¿es la hija de Gerardo de Narbona?

LA CONDESA.- Su única hija, señor, y él la confió a mi cuidado. Fundo

en ella las buenas esperanzas que justifican su educación. Hereda

disposiciones que realzan sus cualidades, pues las buenas cualidades,

dirigidas por un espíritu grosero, conviértense en cualidades ficticias.

En esta joven triunfan, toda vez que se muestran sin artificio y

perfeccionadas por su mérito.

LAFEU.- Vuestros elogios, señora, le hacen verter lágrimas.

LA CONDESA.- Esas lágrimas son en una joven el mejor condimento para

sazonar los elogios que se la dirigen. El recuerdo de su padre no se ha

despertado nunca en su corazón sin que la tiranía del pesar robe todo

simulacro de vida a sus mejillas. No hablemos más de esto, Elena, no

hablemos más, no vaya a suponerse que afectáis un dolor que no sentís.

ELENA.- Si manifiesto mi dolor, es que lo sufro.

LAFEU.- La muerte tiene derecho a los pesares moderados; pero una

pena excesiva es el enemigo de los que viven.

LA CONDESA.- Cuando los vivos luchan contra una pena, esa pena

sucumbe antes de su mismo exceso.

BELTRÁN.- Señora, imploro vuestras santas oraciones.

LAFEU.- ¿Qué queréis decir?

LA CONDESA.- ¡Bendecido seas, Beltrán! Sucede a tu padre, así por tus

actos como por tus apariencias. Que tu sangre y tu virtud se disputen el

honor de guiarte y que tu bondad rivalice con tu nacimiento. Ama a todos,

fíate de pocos, no hagas daño a nadie. Procura tener siempre el derecho de

humillar a tu enemigo, sin que abuses de este derecho; conserva a tu amigo

bajo la llave de tu propia vida; que se te reproche tu silencio antes que

tus palabras. ¡Que todos los dones que quiera concederte el Cielo, o que

de él obtengan mis palabras, caigan sobre tu cabeza! Adiós... (A Lafeu.)

Es un cortesano sin experiencia. Aconsejadle.

LAFEU.- El mejor consejero será mi abnegación para con él.

LA CONDESA.- ¡El cielo le bendiga!... Adiós, Beltrán. (Sale.)

BELTRÁN (A Elena.)- ¡Que se realicen cuantos deseos formuléis! Sed el

consuelo de mi madre, vuestra protectora, y cuidadla bien.

LAFEU.- Adiós, gentil dama, y sostened la reputación de vuestro buen

padre.

(Salen BELTRÁN y LAFEU.)

ELENA.- ¡Oh! ¡Pluguiese a Dios que fuera ésta mi única preocupación!

Ya no pienso en mi padre, y las lágrimas que ojos ilustres han derramado

por su memoria le honran más que las que he vertido yo por él. ¿Cómo era?

Lo he olvidado. Mi memoria no se acuerda sino de Beltrán. ¡Estoy

trastornada! ¡La vida no existe donde no está Beltrán! ¡Tanto valdría amar

a un astro brillante y soñar, hallándose tan alto, en tenerle por esposo!

¡Puedo regocijarme del resplandor de su luz; mas no podría girar en su

esfera! La ambición de mi amor es para mí un veneno. La humilde cierva que

aspirase al amor del león, estaría condenada a sucumbir sin esperanza. Era

un suplicio, pero un suplicio agradable, verle a todas horas del día,

sentarme a su lado, reproducir sus cejas arqueadas, su mirada de águila,

los rizos de su cabellera en el lienzo de mi corazón, de mi corazón

demasiado ávido de cada una de las líneas, de cada uno de los rasgos de su

rostro encantador. Pero ahora se halla lejos de mí, y nada queda a mi

pasión idólatra sino reliquias que adorar.- ¿Quién va?

(Entra PAROLLES.)

Uno de su séquito. Le quiero a causa de su amo. Y, no obstante, le

reconozco por un mentiroso redomado y sé que es un necio y un poltrón. Mas

estos defectos incorregibles le cuadran tan bien, que ha hallado una

acogida favorable, mientras la virtud de acerados huesos tirita bajo la

aspereza del huracán. Por esto vemos frecuentemente la sabiduría pobre

puesta al servicio de la opulenta ignorancia.

PAROLLES.- ¡Dios os guarde, hermosa reina!

ELENA.- ¡Y a vos también, monarca!

PAROLLES.- No soy ningún monarca.

ELENA.- Ni yo reina.

PAROLLES.- ¿Estáis meditando en la castidad?

ELENA.- Sí. Hay en vos algo castrense. Permitidme proponeros una

cuestión. El hombre es contrario a la castidad; ¿cómo nos atrincheraríamos

contra él?

PAROLLES.- Teniéndole a cierta distancia.

ELENA.- Pero él aventura nuevos asaltos, y nuestra castidad, aunque

valiente en la defensa, es débil. Indicadme el medio de alguna resistencia

bélica.

PAROLLES.- No la hay. El hombre, una vez en posición delante de vos,

minará vuestras defensas y las hará saltar.

ELENA.- ¡Dios preserve nuestra castidad contra los minadores y

asaltantes! ¿No conocéis estrategia alguna militar mediante la cual puedan

las vírgenes hacer saltar a los hombres?

PAROLLES.- Una vez perdida la virginidad, el hombre danzará más

presto por los aires; y aunque consigáis rechazarlo, perderéis la ciudad

por la brecha que vos misma habréis abierto. En la república de la

naturaleza es impolítico conservar la virginidad. La pérdida de una

virginidad implica provecho para la nación. Toda virginidad que nace

procede de una virginidad perdida. La tela de que habéis sido

confeccionada es para concebir nuevas vírgenes. De una virginidad perdida

nacen otras diez. Guardarla siempre,

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