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La Ciudadanía, La Opinión pública Y Los Medios De Comunicación

adrcaballerop927 de Octubre de 2013

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La ciudadanía, la opinión pública y los medios de comunicación

Ciudadanía y política en la Argentina de los noventa

Isidoro Cheresky*

1. Una política sin sujeto

El término ciudadanía ha cobrado fuerza en los últimos tiempos1 y ello es particularmente cierto en el caso de la Argentina. El uso extendido de este vocablo forma parte de una renovación en el lenguaje, ilustrativa de cambios en el régimen político, especialmente en las sociedades con tradición populista.

¿De qué cambios está dando cuenta el empleo renovado del término ciudadanía? Una mirada dirigida a lo que está cuestionado o en vías de extinción en la vida política parece justificar un diagnóstico de crisis para el conjunto del dispositivo democrático. La propia representación política que desde el nacimiento del gobierno representativo en el siglo XIX transitaba por los partidos y las corporaciones socio-profesionales, está en mutación. En lugar del antiguo encuadramiento encontramos cada vez más individuos "liberados" de las pertenencias con las que tradicionalmente se identificaban, las que son al menos en parte desplazadas por un lazo virtual que se construye en escenas ofrecidas por la televisión y otros medios de comunicación. En esta escena una variedad de agentes procuran establecer una relación comunicativa e interpretativa con la audiencia. Para muchos contemporáneos ésta es la principal si no exclusiva conexión con la vida pública y política. La representación política en estas nuevas condiciones parece haber adoptado características distintas a las conocidas y parece haberse ampliado incluyendo en una relación bastante directa entre sí a representantes que aspiran al poder político junto a otros agentes que representan, en el sentido de que se hacen cargo de la interpelación política.

En este contexto emerge también un fuerte personalismo, puesto que los líderes concentran una identificación que antes se dirigía, al menos en parte, hacia las instituciones políticas. Pero, el involucramiento con estas personalidades mediáticas no tiene el sentido del vínculo que en el pasado ligaba a las masas con el líder populista. Lejos de adoptar identidades permanentes en el plano político, los nuevos ciudadanos eligen con frecuencia según el flujo de los acontecimientos. El lazo mass mediático es inestable. Los líderes sostienen una dependencia inédita respecto de una opinión pública cambiante, pero la audiencia y los lectores corren el riesgo de ser confinados a una posición pasiva, y aún no tiene respuesta práctica el interrogante de si es posible que conquisten un lugar activo en estas redes comunicacionales.

En sociedades como la argentina, de tradición populista, la referencia a la ciudadanía esta ocupando el lugar que se asignaba al pueblo cuando se menciona la fuente de legitimidad. El pueblo era el actor del que emanaba la legitimidad del poder y se reconocía por su alteridad respecto de un enemigo con el que se libraba una lucha existencial. Este actor, el actor político por excelencia, estaba dotado de una voluntad considerada como constitutiva, es decir como preexistente a la competencia política que eventualmente libran quienes pretenden representarlo o dirigirlo. Este carácter natural, no construido, al que aspira esta noción se sirvió para esgrimir pretensiones de legitimidad alternativos a las que se justifican por los procedimientos electorales democráticos. Líderes y vanguardias en contextos populistas o revolucionarios establecieron relaciones de representación basadas no en la libertad política sino en un saber o en una consustancialidad con la identidad del pueblo que servía para burlar la expresión libre y formalizada de la voluntad política. Pero en contextos más legalistas la referencia al pueblo también fue predominante en la época en que las fuerzas políticas se asentaban real o imaginariamente en una base social definida.

Por oposición, la legitimidad contemporánea tiene su fuente en una masa de individuos heterogénea sin mas condición común que ciertos atributos formales. A tal punto esta referencia toma una forma universal que no se reconoce por un antagonismo concreto y permanente. Los clivajes de agrupamiento y enfrentamiento de la ciudadanía son en consecuencia temporales, por lo que ésta no es en sí misma un sujeto ni parece generar sujetos de pretensión sustancial como lo era el pueblo de antaño.

El término ciudadanía ante todo tiene la significación de un estatus que alude al conjunto de derechos garantizados por la ley y en particular a los derechos políticos que están en la base de la representación legítima. En este sentido, la ciudadanía es una categoría abstracta que, con el solo requisito de la nacionalidad, reagrupa a los individuos con independencia de sus identidades particulares y los confronta a la sola reclasificación, que puede permanecer anónima, de sus preferencias políticas.

Pero al decir ciudadanía se alude también a los individuos que participan de alguna forma de la deliberación pública y más específicamente de la vida asociativa política y político-social. En este segundo sentido, son ciudadanos aquellos que manifiestan interés efectivo en los asuntos públicos, es decir que traducen una condición potencial en alguna forma de actividad, aunque sea tan sólo la de constituir opiniones publicitadas.2

Aunque el término ciudadanía se refiere esencialmente a la relación de los individuos con la vida política, esta relación está condicionada por dimensiones sociales más generales. Las transformaciones en el mundo del trabajo -transformaciones tecnológicas, jurídicas y asociativas- y la revolución comunicacional -generadora de vínculos sociales virtuales y deslocalizados- están modificando significativamente las relaciones sociales, y en esa medida condicionan específicamente los vínculos políticos. Pero esas transformaciones generales son sólo condiciones y en consecuencia no explican los procesos ciudadanos que aquí se tratan.

La ciudadanía, conjugando su definición como estatus ciudadano con su consideración como modo de actividad cívica efectiva, define un modo específico de consideración de la legitimidad. Puesto que en ese concepto convergen la idea democrática de la fuente de la representación (la voluntad popular), que puede ser vista desde una perspectiva individualista (el electorado), la idea liberal de un ámbito donde despliegan derechos de índole civil pero garantizados por la ley (el ámbito de la libertad negativa, según I. Berlin), y la idea republicana de actividad ciudadana específicamente política pero no meramente representativa, respaldada por un dispositivo institucional de equilibrio de poderes (la organización republicana del poder).

Se está produciendo, entonces, una mutación en la fuente del poder pero cuya significación es más vasta. El pasaje del pueblo a la ciudadanía va de la unidad y la unanimidad a la diferenciación y la diversidad. Al reconocerse la primacía de los derechos se quita a la voluntad política toda pretensión de ser un dato natural para ser considerada como una construcción posibilitada por la autonomía de los individuos y por los clivajes deliberativos. Pero, si la ciudadanía no llega a instituirse, es decir, si no se conforma un espacio público habilitado para su actividad, el referido pasaje puede simplemente conducir de la unidad a la fragmentación y de la movilización a la pasividad. Como este pasaje es incierto, es entonces visto con desconfianza o aun con rechazo no sólo por los nostálgicos del comunitarismo popular sino también por quienes anhelan una sociedad con política en el sentido de una representación crítica de sí misma.

Las reservas con respecto a que la ciudadanía conlleve la afirmación de la libertad política se origina en los déficits en la constitución del propio estatus ciudadano, que hace que ciertos derechos sean frágiles o no estén asegurados. Este déficit inicial en la configuración de la ciudadanía reside en las insuficiencias del estado de derecho.3 El hiato entre las disposiciones constitucionales y el marco legal, por un lado, y la debilidad del estado, la ausencia de una burocracia pública confiable en particular en el plano de la justicia y la seguridad y la proliferación de micropoderes particularistas que hacen aquí y allá su propia ley, por otro lado, es una primera dimensión de la limitación del estatus ciudadano.

Estas limitaciones del estado de derecho son generales y alcanzan en grado diverso a muchos. Pero se puede reconocer una disparidad entre quienes tienen el amparo de la ley y en consecuencia gozan de la libertades civiles y no tan sólo del ejercicio de los derechos políticos y quienes carecen de esas protecciones. Y este dualismo está asociado a la distribución desigual de recursos económicos y de poder político. De modo que la eficacia de la condición ciudadana permanece amenazada por la insuficiente constitución de las instituciones que deben garantizar el goce de los derechos.

En el otro extremo de los atributos ciudadanos, los derechos sociales has sido considerablemente recortados, como se sabe, por el efecto de la retracción de las políticas sociales. Estos derechos han tenido siempre un carácter más indefinido y habitualmente no son considerados como principios constitutivos cuyo respeto o incumplimiento pone en juego la naturaleza del régimen político, sino como guías normativas que no constituyen verdaderamente derechos de los que cada individuo pueda sentirse acreedor personal (derecho a la educación, al trabajo, a la vivienda, etcétera).

Sin embargo, las transformaciones que han llevado a la extensión de la exclusión social y la precarización laboral

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