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La Luterana


Enviado por   •  7 de Julio de 2015  •  589 Palabras (3 Páginas)  •  232 Visitas

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ésta una mujer que infundía pánico y terror a los trasnochadores, quienes se pasaban de claro al pie de la ventana de sus enamoradas cantando al son de la guitarra sus endechas amorosas, con tantos requiebros que, según la leyenda al oírlas, partían el corazón más duro de las bellas chiquillas, si duro pueden tener quienes fueron creadas para la felicidad del sexo feo.

En esos tiempos las calles eran oscuras y tenebrosas, excepto cuando el astro de la noche mostraba su faz cadavérica en la comba azul del cielo. Ni un farol, ni un mechero disipaban siquiera las densas tinieblas. Los ranclistas andaban a saltos y trompicones, yendo más de una vez a dar de bruces, no diremos contra el pavimento, que no se lo conocía, sino contra los abundantes chaparros, y eso cuando no quedaban emparedados en la plazoleta de la Concepción pues tan “pesado” era ese lugar que quien ahí llegaba a altas horas de la noche no tenía punto de salida y permanecía castañeando los dientes, hasta cuando la rosada aurora principiaba a perfilarse en el oriente. Y eso que en sus cercanías estaban recluidas las virtuosas monjas conceptas quienes con sus constantes oraciones y plegarias ahuyentaban del contorno del monasterio al espíritu infernal, pero éste tenía siempre en jaque a trovadores y tunantes, que daban vueltas y revueltas para no encontrarse con la “Luterana” quien dizque acostumbraba instalarse en el brocal de las pilas, en espera de dar un mal rato a algún despreocupado trasnochador, que acostumbraba poner los pies en polvorosa, cuando percibía los lúgubres toques de la “caja ronca”, anunciadora de estar muy cerca la mujer misteriosa.

Pero como de todo hay en el mundo no sólo tímidos, sino también hombres de pelo en pecho, capaces de desafiar, no sólo al mismísimo Lucifer del alba, sino a la luna que sigue, según Saavedra su imperturbable carrera cuando le ladran los perros, uno de esos, Juan sin Miedo, se puso de propósito, previo el requisito de trasegar al estómago unas tantas copitas de “quita pesares”, alumbrándose más de lo permitido por las leyes de la templanza, buscar a la Luterana y entrar en comunicación con ella, hasta darse cabal cuenta de si era de ésta o de la otra vida. Efectivamente, la encontró arrebujada en un largo manto, cubierto el rostro y sentada en el borde de la pila, situada en la esquina San José, hoy evocada con el nombre de El Coco; se acercó a la desconocida y en tono un tanto burlesco y pleno de picardía le solicitó una “muchita”…

“Sígame” le respondió e incontinente, con aire gentil y garboso, con talle cimbreante, se adelantó con dirección al Tahuando.

El hombre bravucón y bromista, a medida que avanzaba, sentía que las piernas perdían su consistencia; al llegar a la playa del río, la mujer se quitó el velo, para poner al descubierto su esqueleto, a cuya vista el curioso e impertinente cayó al suelo echando espumajo por la boca,

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