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Las Cruces Sobre El Agua

Gaby DuarteReseña15 de Agosto de 2019

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Las Cruces Sobre El Agua

Briza Delgado Saad, Laura García Alvarez, Gabriela Ibarra Duarte, Eddy Jaime Meza, Kenia Mora  Ramírez, Melanie Obaco Bustamante, Renato Trelles García, Naomi Vanegas Ponce.

Universidad De Guayaquil

28/06/2019

Notas Del Autor

Briza Delgado, Laura García, Gabriela Ibarra, Eddy Jaime, Kenia Mora, Melanie Obaco, Renato Trelles y Naomi Vanegas, Admisión y Nivelación, Facultad de Ciencias Químicas, Universidad de Guayaquil

La correspondencia relacionada con esta investigación debe ser dirigida a  nombre de Ing.  Aracelly Cruz Burgos, Mcs; Universidad de Guayaquil, Dr.  Fortunato Safadi Emen, Guayaquil 090514

Contacto: Gabriela-ibarra19@outlook.es

INDICE

Prólogo……………………………………………………………………………………3

Capitulo I. La Artillería………………………………………………………………...6

Capitulo II. El primer viaje de Alfredo Baldeón …………………………………….27

Capitulo III. Las Montiel………………………………………………………………43

Capitulo IV. Los apuros de Mano de Cabra………………………………………….56

Capitulo V. La Hermana ………………………………………………………………68

Capítulo VI. El segundo viaje de Alfredo Baldeón…………………………………..81

Capítulo VII. Intermedio de amor y de recuerdos …………………………………..96

Capítulo VIII. Los barrios silenciosos………………………………………………115

Capítulo IX. Puerto Duarte…………………………………………………………..136

Capítulo X. Fuego sobre el Pueblo…………………………………………………..151

Capítulo XI. El último viaje de Alfredo Baldeón…………………………………..169

Capítulo XII. La Esperanza ………………………………………………………….189

Bibliografía……………………………………………………………………………193

Prólogo

Las cruces sobre el agua apareció, en Guayaquil, en 1946. Algunos años después, el novelista chileno Mariano Latorre afirmaba que debía considerársela entre «las grandes novelas de América Latina». Quizás porque escapa, en parte —y entre otras razones por ser una de las primeras obras de ambiente urbano en el Ecuador—, al esquematismo de la literatura de ambiente rural. Por ejemplo, los personajes no están «hechos» desde el comienzo sino que se van formando: crecen desde la infancia, observan la realidad, toman conciencia, actúan. Gracias a un doble personaje central —Alfredo Baldeón, hijo de panadero, mecánico y obrero del pan después, y Alfonso Cortés, de clase media, estudioso y amante de la poesía y de la música— Gallegos Lara distribuye entre ambos la acción y el pensamiento: ideológicamente identificados y unidos por una amistad intacta, Cortés puede decir las fiases «literarias», siempre sobrias, que en boca de Baldeón habrían parecido retórica del autor. Mucho se ha repetido en Ecuador que es «la novela del 15 de noviembre», con lo cual se reduce su envergadura literaria. Es, ante todo, la novela de Guayaquil — como el Nueva York de Dos Passos, el Buenos Aires de Leopoldo Marechal, el México de Carlos Fuentes—, vista a comienzos del siglo pasado, con la peste bubónica, los tranvías tirados por mulas, las primeras salas de cine, los trabajos, el desempleo, la miseria. Dado que la acción de la novela transcurre en una ciudad —y sólo Pablo Palacio y Humberto Salvador lo habían hecho antes, en novelas breves—, a diferencia de lo que sucedía en el campo, en ella viven esos protagonistas que el novelista, que no había sido ni encomendero ni peón, conoce porque se cruza con ellos, son sus vecinos, los frecuenta y a los que se parece, más y menos, según el caso y la franqueza. (El novelista urbano, llevado por una honesta visión de la realidad social total o por las exigencias del argumento, hace intervenir en sus obras a algunos obreros y, generalmente, le sucede lo mismo que le acontecía con los campesinos: los ve de afuera y de lejos, cuando más los muestra en su trabajo, pero los hace pensar, reaccionar, actuar y hablar como él mismo: puro disfraz exterior, en el fondo). Gallegos Lara vio, cuando niño, la matanza y a lo largo de su vida corta estuvo, como hombre, como combatiente político y como escritor, junto a quienes pusieron, ese día y muchos otros días, los muertos. Ellos pueblan Las cruces sobre el agua, viven su realidad en el libro. Dice Alfonso Cortés: «¿Cómo pretender ser felices en un mundo en que reinan la miseria y la muerte? En nuestro infeliz país, toda alegría se la robamos a alguien. Aquí no podemos ser dichosos sin ser canallas». Y él mismo dirá después: «Pero qué fuerza saber que nuestro destino es nuestro mundo y que ni se quiere ni se puede salir de él». Porque sus personajes tienen una capacidad de amor y humor y de ternura, rara en la literatura ecuatoriana de entonces. Transcurridos dos tercios de la novela, los acontecimientos se precipitan, literalmente, en el libro: el autor introduce una serie de seis estampas, cuentos o retratos de personajes nuevos, que van a participar en la escena con que culmina la acción y en la que se disuelven los protagonistas. Cada uno de ellos así como los que han aparecido en los capítulos anteriores, es sorprendido en diversos momentos del 15 de noviembre de 1922 y, cada uno por su cuenta, de una manera o de otra, llega al sitio de la manifestación popular. Gracias a esa técnica cinematográfica la matanza aparece ante el lector, como debió haberles parecido a sus testigos, repetirse a cada instante o no terminar jamás. Miguel Donoso Pareja ha observado que en Las cruces sobre el agua «la propia organización del discurso novelístico le da autonomía y especificidad, convierte en materia literaria al referente real»1. De ahí que sea injusta la afirmación de K. H. Heise en las conclusiones de su libro El Grupo de Guayaquil: arte y técnica de sus novelas sociales, cuando dice: «La obra de Gallegos Lara fue entorpecida con la inclusión de elementos propagandísticos» , e injustificada, como sucede frecuentemente, porque no los señala. ¿Qué debe entenderse por elementos propagandísticos? ¿Las intervenciones de los participantes en una asamblea sindical en la que, por añadidura, hay opiniones contrapuestas? ¿Las expresiones de rabia o de dolor de una multitud ametrallada? ¿Y qué novela realista no contiene «elementos propagandísticos» en favor o en contra de algo? Pese al tema y a la culminación dramática de la acción, pocas obras de la literatura ecuatoriana del periodo realista son menos «maniqueas» que la de Gallegos Lara —sus personajes populares tienen debilidades y errores, a veces son injustos, a veces grandes: en la escena de la matanza hay un capitán a quien su superior mata por negarse a matar— y menos «propagandísticas» desde el punto de vista del texto —más lo serían, por ejemplo, las novelas voluntariamente políticas de Humberto Salvador y Pedro Jorge Vera—. Pero hay quienes se empeñan en juzgar la obra por el autor, y si algunos hacen depender la historia literaria del «sicologismo individualista» —por lo que se ha dicho que aquélla conserva «un estatuto de territorio colonial»— otros la someten a la «filiación política». Eso se hizo con Gallegos Lara que sólo se propuso reconstruir literariamente la ciudad con su río que se llevó, ese día de noviembre, a los muertos sagrados, los precursores de la patria, y se llevaba, ese mismo día del año, sus cruces movedizas y navegantes que se van como un éxodo de oraciones de palo, o como dura madera de recuerdo. Nada menos que eso.

Jorgenrique Adoum

LA ARTILLERÍA

1

 La calle herbosa, de pocas casas y covachas, y de solares vacíos, no era casi más que un entrante de la sabana. Alfredo Baldeón corría, rodando un zuncho. El sol se ocultaba tras los cerros de Chongón. ¿Qué habría dentro del sol? La señora Petita, la dueña de la covacha, decía que el sol era una tierra, la primera que creó el Niño Dios, donde hasta vivirían gentes, si no hiciera tanto calor. — ¡Alfredo! ¡Alfredo! ¿A qué horas entras, chico? Desde el boquerón sin puertas de en medio de la cerca, su madre lo llamaba. Divisaba su traje blanco, pero no su cara, a ver si de veras estaba molesta. Adivinaba las cejas muy juntas, la frente morena, por la que siempre se le revelaba un mechón. —Ya vengo, Trinidá —le contestó, acercándose. —¿Por qué te demoras tanto? Sólo vos eres el que queda vejetreando íngrimo. —Solo no estoy, sino con mi zuncho. —¿Acaso el zuncho es gente? Trinidad puso la mano en la erguida cabeza de su pequeño zambo, de mirada viva y pies descalzos, reidor, con la camisa fuera del pantalón de sempiterno largo al tobillo, y en la muñeca un jebe. A Alfredo, el patio le olía a tierra húmeda y la mano de su madre a jabón prieto. Por las rendijas filtraban palúdicos candiles. —¡Correr da hambre! Ella le respondió blanqueando sonriente la boca. La habitación era en la planta baja de uno de los covachines. Apenas sobraba espacio entre las cabezas de los grandes y el tumbado sin pintar; a Alfredo le parecía que iba a caerle encima. En la hamaca de deshilachada mocora, se mecía su padre, quien le palmeó el hombro: —¿Qué húbole, zambo? —Oye, Juan, yo corro como un perro. —Eres un fregado. ¿Los perros corren bien? —¡Agárrate a correr pareja con uno y verás! Empezó a comer a cucharadas el cocolón de arroz. En todo momento ansiaba ser mayor, pero a las horas de comida le provocaba seguir siendo chico, para que Trinidad le diera los bocados con su mano, como antes. Se preguntaba si Juan saldría a la calle. Habitualmente, como en la panadería no hacía turno de noche, quedábase en casa y venía a la hamaca, donde la madre hacía dormir a su lado, a Alfredo. El habría permanecido con ambos y a pesar que no le gustaba abrazarla, pero en seguida el taita exigía: —Anda acuéstalo, Trini. Ella obedecía, quizás con su gusto, quizás recelosa de que si no, le pegara. Desde el catre inmediato, bajo el toldo, Alfredo, oyéndolos cuchichear y reír, odiaba a Juan un largo instante, sin dormirse. Ocurría así desde que se acordaba. Más chico, era peor. No toleraba mirarlo junto a Trinidad, sin gritar golpeábalo con sus menudos puños. El padre reía: —Pero qué celoso el cangrejo este; parece hombre mayor. —Todo chico es enmadrado, Baldeón, y más éste que, por culpa de vos mismo, se cría tan consentido. Él lo oía y se volvió más arrimado a Trinidad. Pasaba el día a su lado. Desde lo más remoto, se sentía en sus brazos. Ella le daba de comer, lo bañaba, lo acariciaba. Cuando lavaba, en la vieja tina de pechiche, cerca de la llave de agua, en las mañanas rumorosas del solar, lo tenía junto a sí o merodeando alrededor, alegre de respirar el acre burbujeo de la espuma escurridiza. También jugaba en su cercanía, mientras ella cocinaba. El fogón, al lado de la puerta, al abrigo del alero, era un cajón con ladrillos, tan bajo que Alfredo alcanzaba a punzar con un palo las brasas, que chisporroteaban antes de llamear. Sentada en un banco, Trinidad pelaba yucas o escogía las madres del arroz. Entornaba los ojos y sacaba la punta de la lengua. Él quería a Trinidad, y quería a la candela. —¡Ábrete, ábrete! ¡Un día vas a quemarte, condenado! —¡Soy panadero como mi taita, déjame atizar el horno! —contestaba él. Pues en los últimos tiempos, jugar y vagar más remontado lo hacía olvidar su rabia contra el viejo. Más bien comenzó a admirar sus puños y su genio. Nadie en la covacha era más bravo que él y Baldeón chico anheló, cuando creciera, ser igual a su padre. En las riñas más recientes de los dos, seguía interponiéndose entre las cuatro rodillas, pero ya sin pegarle a Juan. Peleaban mucho: Trinidad vivía rabiosa. Se quejaba del mercado caro, de las blancas angurrientas a las que lavaba ropa, de las vecinas perras y del marido, que le daba una miseria del jornal y correteaba detrás de otras. Separando el plato vacío, Alfredo esperó ver si el taita le negaba algo de la plata de este sábado a Trinidad. Si disputaban, Juan se iría a dejar pasar el mal rato. Mas, al contrario, dando una mecida a la hamaca, él, riendo, llamó: —¿Y qué milagro todavía no me has venido a bolsiquear? Toma, Trini. Sólo con una peseta para el zambo y un sucre para una Pílsener me quedo. —¿Por dónde va a asomar el sol mañana? Aja pero ya huelo por qué es: vos has andado chupando trago, ¡bandido! Juan la cogió por el brazo atrayéndola. —Ven, siéntate aquí a lado. —Aguarda, hombre. Todavía tengo que lavar los platos de lo que ha comido Alfredito. —Déjalos, los lavas mañana. —¿Para que amanezcan cundidos de cucarachas? Como vos no eres el que tiene que refregar las lavasas. Alfredo ya no miró. Ni un ratito siquiera podría hallarse tranquilo, puesta la cabeza en la falda de Trinidad sintiendo sus dedos travesear entre sus cabellos. Aunque continuaba diciendo que no, ella estaba ya sentada junto a Juan. ¿Por qué no irse de nuevo a correr? Nunca lo habían dejado salir de noche. Cierto que no había porfiado: él mismo temía; pero ya era de empezar. —Trini, déjame ir un momentito a jugar. Ella abría la boca, negando, cuando el padre intervino. —Déjalo no más. No es una chica, que desde guambra se haga hombre. —Bueno, pero no te vas a alejar ni a demorar, Alfredo. —En seguida vuelvo. Se suponía todavía un poco de miedo. Afuera todo le infundió seguridad. La calle no era tenebrosa como el patio: clareaba de gas. No era solitaria: las mujeres conversaban a las puertas y los muchachos jugaban. Vio a los de donde él vivía, en el portal de La Florencia, en cuyos mosaicos lisos habían trazado con carbón una conversaban a las puertas y los muchachos jugaban. Vio a los de donde él vivía, en el portal de La Florencia, en cuyos mosaicos lisos habían trazado con carbón una rayuela. Junto a la pared de zinc, pintada color chocolate, olía cálidamente a galletas. —Ah, Baldeón, ¿y cómo así te dejaron salir? —¿Qué fue? ¿Juego? Con el costado del pie, hacía avanzar la pieza de barro, Segundo, al que apodaban Chupo, por ser hijo de un policía alemán, de los de la misión que instruía a los pacos criollos. Su pelo era más crespo que el de Alfredo, pimienta, pero rubio. En su cara oscura —la madre era zamba— contrastaban los ojos, azules como las bolas de las botella de Soda Water. —Tablita de descanso... Pasadita de zorro... Llegué al solcito... —¡Ahora conmigo! —propuso Alfredo. Segundo era una especie de jefe de los más chicos. Formaban grupo separado. Los mayores no los admitían en sus juegos. A Alfredo le encantaría ganarle. Los presentes, Nelson, el ombligón, que se paseaba por el patio sin pantalones; Aníbal, el que comía tierra; Lorenzo, el que era dueño de una caja de soldados de plomo; los Moran y los Pizarro, que no eran de su misma covacha, sino de la vecina; todos aprenderían que él, aunque menor, podía contra Segundo. Pero no hubo lugar; los interrumpió, llegando a carrera, un cholo pelado a mate, que se llamaba Carlos Vaca, y era de los mayores. —¿Quieren ver? Vengan. Voy a ponerle una docena de torpedos en los rieles al eléctrico.. —¡No vayan! —rechazó Segundo—. Se friega el carro y vienen los pacos. Él es grande y corre, pero a nosotros nos agarran. —¡Chiquitines zonzos! Si no quieren ver, bueno: pero va a ser lindísimo. Alfredo tenía que contradecir a Segundo. —Yo sí voy, no tengo miedo. Además, podemos ver la reventada escondidos en la zanja, delante del chalet de Falconí —¡Este es macho! —aprobó Vaca—. Si sigues desarrollando así te dejaremos jugar con nosotros. Entre dientes, aseguró Segundo que, si todos iban, él iría; que él no tenía miedo de nada. Alfredo pateaba de alegría. ¿Cómo pudo antes temer la noche? Sólo en la noche se hacen cosas así. Parapetado junto a los demás, aguardó en la zanja, apretando un puñado de briznas resecas. Le parecía que fuera él y no Vaca quien colocara los torpedos en el canal del riel. El rodar del carro se acercaba. Vislumbraron el ojo tuerto del fanal. Sentían el corazón en el pescuezo. Un fogonazo azulado abaniqueo bajo las ruedas, acompañado de un estampido hueco. Ni se conmovió la trompa del tranvía verduzco, todo iluminado y lleno de pasajeros. El que hizo la fiesta fue el motorista. Soltando el breque, saltó, con la tiesura de uno de esos títeres templados en trapecio, que bailan al ajustar los palitroques. A decir de los chicos, la voz se le amariconó: —¡Me volaron, desgraciados! Frenó redondo, y descendió, tanteado con los brazos abiertos: semejaba jugar a la gallina ciega. Los muchachos no pudieron contenerse en la zanja, donde, acaso, no los habría visto; escaparon en todas direcciones, por las sombras. —¡Aja, maldecido! ¡Ahora te entrego a los pacos! ¡Sube, al carro, so vago! Alfredo había sido al que logró trincar el motorista por la oreja. Se la apretaba. Casi lo suspendía. Le dolía como cuando le cayó en los dedos la tapa del baúl. —Déjelo, mire. Ya no lo volverá a hacer. ¿Verdad, zambito? La que lo defendía, era una mujer joven, vestida de rojo. También había bajado del carro, en compañía de un veterano, —Pero señorita, sí estos mataperros no dejan vida... Cada esquina tengo que estarme bajando a quitar las porquerías que ponen: palos, piedras, hasta ratas muertas... ¡Tengo que escarmentar siquiera a alguno! —Por esta vez, suéltelo a este zambito... Es chico... Yo salgo de madrina. Lo suelta ¿no? Alfredo había olvidado el susto. Miraba fijamente a su defensora. Jamás había conocido una persona igual. No sabía que existieran. Era una mujer blanca, era como si su madre fuera blanca. Se parecía a la estampa de la virgen que había colgado, junto a un pequeño espejo, en las cañas de la pared de un rincón de su cuarto. Chispeaba luz en sus ojos claros. La mano que le había puesto sobre la cabeza era rosada y su olor, de suave, lo atontaba.

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