Las Niñas Bengalies
aizer18 de Marzo de 2014
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Si separamos de su madre por unas pocas horas a un corderito recién nacido para luego devolvérselo, veremos que el animalito se desarrolla de un modo aparentemente normal. El corderito crece, camina, sigue a su madre y no revela nada diferente hasta que observamos sus interacciones con otros corderos pequeños. Estos animales gustan de jugar corriendo y de darse golpes con la cabeza. El corderito que hemos separado de su madre por unas pocas horas, sin embargo, no lo hace. No sabe, y no aprende a jugar; permanece apartado y solitario. ¿Qué pasó? No podemos dar una respuesta en detalle de lo ocurrido, pero sabemos, por todo lo que hemos visto hasta aquí en este libro, que la dinámica de estados del sistema nervioso depende de su estructura. Por tanto, también sabemos que el que este animal se comporte de manera diferente revela que su sistema nervioso es diferente del de los otros como resultado de la deprivación materna transitoria. En efecto, durante las primeras horas después de nacer al corderito su madre lo lame persistentemente, pasándole la lengua por todo el cuerpo. Al separado, hemos impedido esta interacción y todo lo que conlleva de estimulación táctil, visual y, probablemente, contactos químicos de varios tipos. Estas interacciones se revelan en el experimento como decisivas para una transformación estructural del sistema nervioso que tiene consecuencias aparentemente muy remotas del simple lengüeteo como es el jugar.
Todo ser vivo comienza su existencia con una estructura unicelular particular que constituye su punto de partida. Por esto la ontogenia de todo ser vivo consiste en su continua transformación estructural, en un proceso que, por un lado, ocurre en él sin interrupción de su identidad ni de su acoplamiento estructural a su medio desde su inicio hasta su desintegración final y, por otro lado, sigue un curso particular seleccionado en su historia de interacciones por la secuencia de cambios estructurales que éstas han gatillado en él. Lo dicho para el corderito, por tanto, no es una excepción. Como en el ejemplo de la rana, es un caso que nos parece muy evidente, porque tenemos acceso a una serie de interacciones que podemos describir como «selectoras» de un cierto camino de cambio estructural que en el caso que nos preocupa resultó patológico al comparado con el curso normal.
El que todo lo anterior, de hecho, ocurre con nosotros como seres humanos lo demuestra el caso, dramático, de dos niñas hindúes*, que en 1922 en una aldea bengalí, al norte de la India, fueron rescatadas (o arrancadas) del seno de una familia de lobos que las había criado en completo aislamiento de todo contacto humano (fig. 33). Las niñas tenían, una unos ocho años, la otra cinco; la menor falleció al poco tiempo de ser encontrada, en tanto que la mayor sobrevivió por unos diez años junto a otros huérfanos con quienes fue criada. Al ser encontradas, las niñas no sabían caminar erguidas y se movían con rapidez a cuatro patas.
Desde luego, no hablaban y tenían rostros inexpresivos. Sólo querían comer carne cruda y eran de hábitos nocturnos, rechazaban el contacto humano y preferían la compañía de perros o lobos. Al ser rescatadas estaban perfectamente sanas, y no presentaban ningún síntoma de debilidad mental o idiocia por desnutrición; y su separación del seno de la familia loba produjo en ellas una profunda depresión que las llevó al borde de la muerte, con el fallecimiento de una de ellas.
La niña que sobrevivió diez años cambió eventualmente sus hábitos alimenticios y sus ciclos de actividad, y aprendió a caminar erguida, aunque siempre recurría a correr a cuatro patas cuando estaba movida por la urgencia. Nunca llegó a hablar con propiedad, aunque sí a usar unas pocas palabras. La familia del misionero anglicano que la rescató y cuidó de ella, lo mismo que las otras personas que la conocieron
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