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Papá Goriot.

SamyithaTesis7 de Enero de 2015

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AUTOR: Honoré de Balzac

TÍTULO: Papá Goriot

EDITORIAL: Bruguera, S.A. (Quinta edición)

AÑO: 1983

PÁGINAS: 313

TRADUCCIÓN: M. López

PRÓLOGO: Carlos Pitol

RANK: 10/10

Por Alejandro Jiménez

Obra decimonónica por antonomasia, Papá Goriot tiene mucho para decirnos todavía, tanto al novelista contemporáneo que –por regla general- parece apología de toda fatuidad, como a aquello que, sin pretensiones de naturaleza, hemos podido bautizar el espíritu humano. Sólo la agudeza y profundidad de un genio de la literatura podrían trazar las líneas de una pieza fundamental para esa Francia que, negándose a tirar su guante de terciopelo, se precipita sobre el fondo lodoso y contaminado de la época. Hay una mano de hierro debajo de ese guante, una madera cubierta por el barniz y, en fin, mucho egoísmo y desconfianza tras la muselina y la seda.

Tal vez ni siquiera el mismo Flaubert pudo alcanzar la contundencia de ese objetivo que Honoré de Balzac (1799-1850) tomara como propio en La Comedia Humana: erigir un arte en el que cupieran “Paris, Francia, su siglo, la humanidad entera, el orbe miniaturizado”. A ello, a ese propósito –al que por igual apuntó dentro de los dos grandes movimientos de que fue precursor y figura: el realismo y la novela psicológica- dedicó su casi centenar de novelas publicadas, y la Francia y el siglo de las que habló en ellas no son más que la vasta cadena de máscaras y contradicciones de la sociedad burguesa.

Papá Goriot (1834) hace parte de ese complejo universo de La Comedia Humana, iniciado por Balzac por allá en 1829 y que, aun cuando quedara inconcluso, no sólo se mantiene firme sobre sus bases, sino que sirve como autoridad para tanta “iniciativa” parecida. Eugenia Grandet, La Piel de Lapa, Las Ilusiones Perdidas, todas ellas novelas ejemplares en cualquier sentido, han quedado también para la posteridad y fungen a la manera de esas referencias necesarias sobre las que se hace imperioso volver una y otra vez; y no podría ser distinto, porque en Balzac rebosan las dos cualidades más apremiantes del escritor: un estilo original, limpio, contundente, y la amplitud natural del buen observador y conocedor del mundo.

Pero es que además Honoré de Balzac vivió en ese mundo, no ya en la línea de esa burguesía aristocratizada –de la que, sin embargo, siempre dependió-, sino más bien en la compuesta por los desposeídos en vía de reconocimiento. De a momentos intuimos a ese Balzac en dificultades que nos habla por boca de Eugène de Rastignac, prototipo del joven que, lanzado al círculo del dandismo parisiense, se debate entre la impresión de la fortuna y una virtud de la que no está dispuesto a separarse. Así que lo dicho en Papá Goriot, aunque ficcional, tiene mucho que ver con el Balzac de carne y hueso, mucho más, incluso, cuando seguimos la idea de una posible referencia biográfica que ubica su romance con Marie Daminois y una hija presumiblemente suya como inspiración para la figura de Goriot.

Sea como sea, lo cierto es que estamos frente a una novela de lectura obligada. No es solamente, como se hace ver con insistencia, una obra que se circunscribe al tema de la paternidad, por el contrario, es todo un examen de la sociedad francesa del XIX, y a lo mejor porque esto es así, el mismo Balzac quiso jugar un poco con su título, Le Père Goriot, que vendría a significar algo como “el bonachón Goriot” –el que lo da todo sin importar, en Colombia el Goriot que es todo una “madre”-, es decir, un Goriot a la vez sublime (por su condición) y burlado (por sus acciones). Por otro lado, limitar la obra a la visión de la paternidad es desconocer que la figura de Goriot parece endeble –especialmente en el inicio e intermedio de la novela- frente a la fuerza de personajes como Rastignac o Vautrin. Pero eso es precisamente lo que intentaremos observar a continuación:

La historia de Papá Goriot

París, 1819. La pensión de la señora Vauquer, ubicada en la Calle Nueva de Santa Genoveva –muy cerca de la residencia de Balzac-, sirve de hogar a un grupo singular: Sylvie y Christophe, criados de la viuda, la señora Couture y su hija adoptiva Victorine, el anciano Poiret, la señorita Michonneau, el señor Vautrin, Eugène de Rastignac y Papá Goriot. Se trata de un sitio en el que se come a un precio razonable y que, aunque ubicado en una zona triste y miserable, conserva ciertos rasgos de la burguesía. La joven Victorine vive allí porque su padre, señor Taillefer, reniega de ella y la ha desheredado en favor de su hermano. Vautrin, el acomodado, viviría allí como en cualquier otro sitio, sonríe, bromea y planea largarse para América. Rastignac es un joven estudiante de derecho venido desde el campo, merced a los esfuerzos de sus padres. Y Goriot, bueno, ese vive allí porque sus dos hijas, a quienes ha podido procurarles algo de fortuna –aquella que él mismo pudo granjearse con una fábrica de fideos durante la guerra-, lo desprecian y no lo quieren a su lado.

El recelo y la desconfianza son la cotidianeidad en la casa Vauquer, y de no ser porque Eugène de Rastignac empieza a tomar parte en el mundo, todo permanecería de esa forma. En efecto, el joven estudiante, deslumbrado por la pomposidad del París de coches, fiestas y apellidos, ha descubierto un pariente lejano, una tal prima vizcondesa de Beauséant, que puede ser algo así como su llave para el reino. Como cualquier otro dandy, lo que pretende Eugène es encontrar alguna mujer adinerada, cansada de la rutina con su marido, que esté dispuesta a pagar lo suficientemente bien por sus afectos como para sobrellevar una vida de lujos y ostentaciones. Pero esto es más difícil de lo que se piensa, y no porque la sociedad esté curada de estos devaneos que son, por el contrario, además de comunes, de público conocimiento, sino porque todas las mujeres parecen ya tener su propio amante, y porque para quien no tiene los recursos suficientes, como Rastignac, es muy difícil mantenerse a flote mientras se consigue algo.

Hace falta dinero para todo: para camisas más suaves que las que trajo desde el campo, para pagar la limpieza de las botas, para llegar en coche a las casas que visita, etcétera. Cierto día, en su trance de conquista y mientras conversa con Anastasie de Restaud y su marido, se le escapa una imprudencia: confiesa vivir en la misma pensión que Goriot, padre de la mujer, quien toma esto como una especie de acusación o insulto, así que se le cierra una puerta a Eugène, quien, sin embargo, después de comentarle el incidente a su prima, recibe un dato esperanzador: Delphine de Nucingen –la otra hija de Goriot- parece inconforme con su marido. De modo que, por una y otra situación, Eugène se ve abocado a observar de una manera diferente al viejo Goriot. Aquel, despreciado por todos los vecinos de la casa, encuentra en el estudiante, al principio, un amigo y, luego –una vez confesado el amor de Eugène a su hija Delphine de Nucingen-, a todo un hijo.

Pero hay otra cosa. Este tipo Vautrin ha estado muy pendiente de las andanzas y deseos de Rastignac; es más, él, que se precia de estar por encima de los valores de su tiempo, ha querido servir de mentor para el muchacho y conjurar en su compañía un rápido ascenso en la sociedad. Ha hecho ver en la joven Victorine y la muerte de su hermano una posibilidad para hacerse con una buena bolsa de dinero; pero, esta idea no termina de convencer a Eugène, primero, porque Vautrin le produce desconfianza y estupor y, segundo, porque aunque Victorine evidentemente le ama, él ha terminado haciendo lo propio con Delphine: aquello que empezó como una oportunidad para ingresar en la alta sociedad, se ha convertido para Eugène en su primera experiencia del amor: teatro, cenas, promesas y confidencias, Delphine y el joven estudiante han podido trascender la categoría de amantes.

Confesado el amor mutuo, Goriot trabaja afanosamente para restituir la fortuna de su hija, mermada de forma considerable por el esposo de Delphine, el abogado Nucingen –que reaparecerá en otras treinta novelas de Balzac-, y sacrificando su renta vitalicia acondiciona para ellos un lujoso apartamento que servirá para sus encuentros. Es un acto harto complicado porque los continuos regalos a sus hijas, los préstamos y demás –todo ello a pesar de sus ingratitudes- han dejado muy por debajo las posibilidades para el viejo; pero Goriot lo hace con amor y se complace él mismo de sobremanera, así que no le da importancia. Es más, tampoco verá problema luego, cuando su otra hija Anastasie venga pidiéndole su ayuda: una cantidad para sacar a su amante de la cárcel, otra para pagar una cadena de diamantes. Y Papá Goriot, que empezó vendiendo cucharillas, cuadros y otras nimiedades, que luego tuvo que vender platerías enteras y firmar una tras otra tantas letras, ha llegado a no tener nada y se siente culpable por no poder responder a las exigencias de sus hijas, porque el dinero es la fortuna, y ya no tiene fuerzas –aunque lo haría con todo gusto- para robar o para venderse.

La situación, tensa de por sí, ha hecho recapacitar a Rastignac: no sólo debe tomar una decisión frente a la propuesta de Vautrin –quien tal vez está ocultando algo oscuro sobre su pasado-, sino también sobre ese espíritu por el que hablan las hijas de Goriot. Él, junto al médico Bianchon, serán los únicos en acompañar al anciano en una agonía irremediable; más tarde sabremos si sus hijas estarán allí y también sus yernos y esos nietos –de los que no se sabía nada hasta entonces-; sabremos, pues, quiénes serán bonachones con Goriot.

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