Racismo
janetvidalInforme6 de Septiembre de 2012
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Hoy por hoy, se considera a los indios un peso muerto para la economía de los países que en gran medida viven de sus brazos y un lastre para la cultura de plástico que esos países tienen por modelo.
Pareces indio, o hueles a negro, dicen algunas madres a los hijos que no quieren bañarse, en los países de más fuerte presencia indígena o negra.
Los indígenas son cobardes y los negros asustadizos, pero ellos han sido siempre buena carne de cañón en las guerras de conquista, en las guerras de independencia, en las guerras civiles y en las guerras de fronteras de América latina.
esa raza abyecta y degradada, como la llamaba el escritor peruano Ricardo Palma, fue enviada al matadero
Trabaja como un negro, dicen los que también dicen que los negros son haraganes. Se dice: El blanco corre, el negro huye. El blanco que corre es hombre robado; el negro que huye es ladrón. Hasta Martín Fierro, personaje que encarnó a los gauchos pobres y perseguidos, opinaba que eran ladrones los negros, hechos por el Diablo para tizón del infierno, y también los indios:
El indio es indio y no quiere apiar de su condición, ha nacido indio ladrón, y como indio ladrón muere.
Negro ladrón, indio ladrón: la tradición del equívoco manda que ladrones sean los más robados.
Desde los tiempos de la conquista y de la esclavitud, a los indios y a los negros les han robado los brazos y las tierras, la fuerza de trabajo y la riqueza; y también la palabra y la memoria.
Como casi todos sus colegas, Compte no tenía dudas sobre este principio esencial: blancos son los hombres aptos para ejercer el mando sobre los condenados a las posiciones sociales subalternas.
Cesare Lombroso convirtió al racismo en tema policial.
Según Lambroso, los delincuentes nacían delincuentes, y los rasgos de animalidad que los delataban eran los mismos rasgos de los negros africanos y de los indios americanos heredados de la raza mongoloide.
Herbert Spencer fundaba en el imperio de la razón, las desigualdades que hoy por hoy son ley de mercado. Aunque ha pasado más de un siglo, suenan como de ahora, muy de nuestros neoliberales tiempos, algunas de sus certezas.
Y desde entonces, hasta nuestros días, el desprecio racial y social continúa invocando el valor científico de las mediciones del coeficiente intelectual, que tratan a las personas como si fueran números.
El racismo, mutilador, impide que la condición humana resplandezca plenamente con todos sus colores. América sigue enferma de racismo; de norte a sur, sigue ciega de sí.
Esas raíces, ignoradas pero no ignorantes, nutren la vida cotidiana de la gente de carne y hueso, aunque muchas veces la gente no sepa o prefiera no enterarse, y ellas están vivas en los lenguajes que cada día revelan lo que somos a través de lo que hablamos y de lo que callamos, en nuestras maneras de comer y de cocinar lo que comemos, en las melodías que nos bailan, en los juegos que nos juegan, y en las mil y una ceremonias, secretas o compartidas, que nos ayudan a vivir.
En los años veinte y treinta, era normal que los educadores más prestigiosos de las Américas hablaran de la necesidad de regenerar la raza, mejorar la especie, cambiar la calidad biológica de los niños.
La mayoría de los intelectuales de las Américas tenía la certeza de que las razas inferiores bloqueaban el camino del progreso.
Actualmente, siguen muriendo como moscas, por hambre o enfermedad curable, los niños indígenas de Guatemala, Bolivia o Perú, y son negros ocho de cada diez niños de la calle asesinados por los escuadrones de la muerte en las ciudades de Brasil.
Hace docientos años, el científico alemán Alexander von Humboldt, que supo ver la realidad hispanoamericana, escribió que «la piel más o menos blanca decide la clase que ocupa el hombre en la sociedad». Y esa frase
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