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Analisis Valor De Una Promesa


Enviado por   •  6 de Junio de 2014  •  2.887 Palabras (12 Páginas)  •  2.626 Visitas

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“Ética como amor propio”, 1988. Fernando Savater.

Fernando Savater es un catedrático español de ética muy conocido en su país sobre todo por sus colaboraciones en los medios de comunicación. No es, desde luego, ningún ignorante, y sus numerosos libros (entre ellos, algunos de ficción y muchas recopilaciones de artículos de prensa) se basan en un conocimiento sólido de grandes autores clásicos. Su obra posee un carácter particular, una ideología, y es como portavoz de esta ideología como hemos de valorar su posicionamiento ético. A fin de resaltar más su compromiso ideológico (y su trayectoria pública, a veces un tanto errática) gusta de declararse ateo, egoísta y pesimista, y reivindica a autores como Nietzsche y Cioran.

"Ética como amor propio” es quizá su obra más representativa y, por tanto, una obra también representativa de su tiempo y lugar:

Por lo visto, el imperativo categórico o cualquier otra recomendación de altruismo aseguran por sí mismos la santidad desinteresada y no la hipocresía filistea, como nos parece a los más reacios.

El tono panfletario en el prólogo del libro ya nos indica algo que se nos confirma inmediatamente después:

No es que el término “egoísmo” sea más equívoco que “amor propio”, sino que en aquel caso la equivocidad resultaba solo paradójica y provocativa sin demasiado provecho, mientras que los equívocos de la expresión “amor propio” nos van a resultar especialmente ilustrativos y útiles para nuestros fines teóricos.

Es decir, ya quedamos advertidos de que, a lo largo de este ensayo acerca de ética, debemos valorar los términos elegidos por su efecto provocativo así como por su utilidad explicativa, y no tanto por su significado en sí.

Yendo al grano…

La fundamentación de la ética en el amor propio y la autoafirmación choca con la venerable tradición de la moral renunciativa, de impronta primordial pero no exclusivamente cristiana, que ha puesto en la superación o incluso abolición del amor propio (o aún más censorialmente llamado “egoísmo”) y en la correspondiente potenciación del altruismo la característica misma de la opción ética. Es esta cuestión la que vamos a seguir tratando en este ensayo.

Así que, por un lado, tendríamos una ética basada en el egoísmo (el egoísmo de ser virtuoso, también) y, por el otro lado, una ética diferente basada en un altruismo absurdo, pues no tiene sentido obrar en contra de nuestros propios intereses.

Las obligaciones virtuosas hacia nuestros compañeros de sociedad, englobadas bajo el término genérico de solidaridad, no son incompatibles con el egoísmo, sino que derivan de su adecuada comprensión.

Mientras que

obligado en conciencia a renunciar al interés propio en nombre de algún otro más general y elevado, el sujeto no aprende a vivir mejor sino a mentirse a sí mismo de manera más edificante. Cuanto más se le predica que la moral consiste en renunciar al egoísmo o amor propio, menos capaz se siente de amar a los demás y someterse a normas sociales que se le presentan como directamente contrarias a su interés. De modo que supondrá que la moralidad es imposible (pues impone la renuncia al propio interés).

Pero cuesta trabajo creer que haya alguien de entre quienes predican el altruismo y rechazan el “amor propio” que sea tan necio como para argumentar que la persona virtuosa obra en contra de sus intereses. Si el interés de la persona virtuosa y altruista es obrar por el bien ajeno, por supuesto que la persona virtuosa obra en base a su propio interés al renunciar a determinados bienes a fin de abastecerse en abundancia, a cambio de esta renuncia, de bienes de tipo moral, supuestamente más valiosos. En este sentido, tan limitado, toda persona altruista es obvio que tiene que ser necesariamente “egoísta”, ¿a qué se refiere entonces el profesor Savater?

Kant no descarta totalmente una cierta gratificación obtenida por el sujeto al practicar la virtud y como resultado concomitante a ésta. No se trata de algo placentero en el sentido patológico del término, cosa ya descartada por él de su austero paraíso, pero sí de algo que merece ser llamado “autosatisfacción”.

No hay comportamiento moral desinteresado, desprendido, sino que, por el contrario, a más apasionadamente interesado apego en el propio yo, cuanto más prendido se está del propio querer (ser), más moral se puede llegar a ser.

Pues por supuesto. Todo “renunciante” lo que hace es prescindir de unos bienes (normalmente de tipo material, pero no solamente de ese tipo, como veremos) para obtener otros que lo confortan psicológicamente. Así que la idea de “amor propio” no se contradiría en absoluto con la idea tradicional de altruismo renunciativo.

¿O tal vez Savater se está refiriendo a otra cosa?”

La religión exige la expropiación completa del amor en este mundo –que pasa de amor propio a amor a Dios y al prójimo por amor a Dios- para mejor reafirmarse ya sin trabas como plenitud amorosa en el metamundo.(…) Me odio en este mundo para mejor asegurar mi amor propio en el otro.

Porque si se está refiriendo a que los renunciantes se sacrifican para luego disponer de grandes recompensas en el otro mundo, semejante argumentación es también de cortísimo recorrido. Puestos a ofrecer recompensas en el Paraíso, la “religión” a la que se refiere Savater podría haberse inventado medios mucho más fáciles de obtener tales recompensas futuras, al igual que sucedía, por ejemplo, en la civilización egipcia, que también ofrecía un confortable paraíso en el “metamundo” a cambio de un comportamiento meramente cívico. Y, además, ¿alguien se cree que tales ofrecimientos en el más allá tienen relevancia efectiva en el duro suelo terrestre?

El cristianismo renunciativo no inventó el Paraíso de ultratumba que era algo que los paganos del Imperio Romano ya conocían (Platón mismo aseguraba creer en él), así como no faltaban por entonces predicadores no cristianos que hacían milagros y que, supuestamente, resucitaban algún muerto que otro de vez en cuando, de modo que las promesas de ultratumba y otros prodigios han tenido históricamente poco efecto. Más bien parece que, al elaborarse la ética del cristianismo, su carácter compasivo exigía, aparte de dar de beber al sediento y alimentar al hambriento, resucitar también

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