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Ciro Alegria


Enviado por   •  20 de Noviembre de 2014  •  1.455 Palabras (6 Páginas)  •  214 Visitas

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Ciro alegría:

XXI. Regreso de Benito Castro.

Luego de muchos años de ausencia, Benito Castro decidió retornar a Rumi. Esperaba encontrar a Rosendo, a la Pascuala y a todos los comuneros, amigos suyos. Estaba lejos de imaginar lo peor. Pero antes de seguir el relato retrocedamos en el tiempo y volvamos en el momento en que Benito y Lorenzo se hallaban en el Callao, pasando hambre. Ambos lograron finalmente conseguir trabajo. Luego vinieron tiempos duros y se produjo el paro de obreros de Lima y Callao del año 1919. Lorenzo fue apresado y Benito huyó en un buque, que lo llevó hasta el puerto de Salaverry. Pasó a Trujillo y se enroló en el ejército. Ascendió a Sargento primero. Fue enviado con su regimiento a combatir al guerrillero Eleodoro Benel, quien controlaba varias provincias del departamento de Cajamarca. Benel fue encerrado enChota, pero no lo pudieron atrapar, pues se escurría y atacaba por la retaguardia, ayudado por los campesinos lugareños. Hasta que un día el gobierno de Leguía decidió acabar de una vez con el problema. El regimiento de Benito fue movilizado. Corría el año 1925. Un centenar de campesinos fueron fusilados, acusados de benelistas. En una choza de un campesino encontraron escondidos muchas balas de rifle máuser; el indio, junto con su mujer y sus dos pequeños hijos fueron acusados de partidarios de los rebeldes y fueron fusilados en el acto. Antes de caer la mujer gritó: «¡Defiéndenos, Benito Castro!». Benito quedó sorprendido. No conocía a la mujer o al menos no la recordaba. Se limitó a explicar a sus soldados que la india le había confundido con su hermano. Pero su tropa empezó a desconfiar. Benito decidió licenciarse. Había ahorrado 300 soles. Se compró un rifle y decidió volver a su comunidad. Se compró un buen caballo y marchó hacia Rumi, donde llegó de noche. Se dio con la sorpresa de encontrar casas vacías y arruinadas; la casa de Rosendo estaba convertida en un chiquero o corral de cerdos. ¿Qué había pasado con la gente? ¿Dónde estaban? ¿Sucumbirían de la peste? Esto no era posible, pues luego de una epidemia siempre sobrevivía gente. ¿O acaso algún gamonal les habría desalojado? Y de ser así ¿hacía donde se irían todos? Temiendo lo peor, se sentó y se puso a llorar. Ya con la primera luz del día, se acercó a una casa frente a la cual se había detenido una piara de cerdos. Con su rifle en ristre gritó que salieran los que estaban dentro. Salió un hombre que se identificó como Ramón Briceño (uno de los caporales de Amenábar). Benito le interrogó y Briceño le respondió que su patrón don Álvaro había ganado un juicio de tierras a la comunidad y que los comuneros estaban en Yanañahui. Benito galopó hacia allá y llegó al caserío. Se encontró con Juanacha, la hija de Rosendo, quien pese al tiempo transcurrido lo reconoció y lo saludó abrazándole, muy emocionada. Benito preguntó por Rosendo y Pascuala; el gesto triste de Juanacha fue elocuente y Benito entendió lo sucedido. Fue hacia la casa del alcalde Clemente Yacu, quien estaba enfermo; éste le contó todo lo sucedido desde su partida. A la historia que ya hemos relatado solo agregaremos que don Álvaro Amenábar, aprovechando la desaparición del expediente de la comunidad, había vuelto a denunciarla exigiendo pruebas de sus derechos. Lo que el hacendado quería en realidad era peones para que trabajaran en una hacienda de cocales que había empezado a explotar. El juez falló en contra de la comunidad pero, por intermedio de Correa Zavala, se hizo una apelación ante la Corte Superior, que duraba ya años. Los comuneros tenían mucha esperanza de ganar el juicio. Contaban con el apoyo de los Córdova, los hacendados rivales de Amenábar. Benito se despidió de Clemente y se sintió tranquilo al notar que el espíritu de Rosendo animaba todavía a la comunidad.

III. Días van, días vienen

«Días van, días vienen…», es la frase típica de los narradores populares cuando intercalan historias separadas por espacios largos de tiempo. Tras la muerte de Pascuala fue a vivir a casa de Rosendo su hija Juanacha, junto con su esposo y su hijito, llamado Rosendo como el abuelo. En Rumi se construía una escuela primaria, aunque las autoridades no parecían interesadas en mandar a un maestro. Llegó de pronto don Álvaro Amenábar, montado a caballo, diciendo que los terrenos eran suyos y que ya lo había denunciado. Rosendo sintió odio por primera vez. Al día siguiente partió junto con otros tres comuneros hacia la capital del distrito, para encontrarse con Bismack Ruíz, el tinterillo contratado como defensor de la comunidad, quien vivía junto con su amante, la tísica Melba Cortez. Bismarck les recibió cordialmente, diciéndoles que no se preocuparan, que la justicia estaba de parte de ellos; solo les pidió un adelanto del pago de sus servicios. Alentados, Rosendo y sus acompañantes retornaron a Rumi. Luego el narrador se dedica a contarnos la vida del «Mágico» Julio Contreras, un comerciante de baratijas y prendas de vestir, ya viejo y con habilidad para convencer al más reacio de los clientes. Su apelativo de «Mágico» se remontaba a su época juvenil, cuando era un malabarista de una compañía de saltimbanquis que recorría el país promocionando su «salto mágico». Luego el narrador se ocupa de otro comunero de Rumi, Demetrio Sumallacta, un habilidoso tocador de flauta o quena.

XXIV. ¿Adónde? ¿Adónde?

El relato empieza mostrándonos a los comuneros armados y en pie de lucha. Es el año de 1929. Sucedía que la comunidad había perdido la apelación y el ambicioso Amenábar se disponía una vez más a despojar de sus tierras a los comuneros. Seis caporales enviados por el hacendado Florencio Córdova (rival de Amenábar) llegaron para prestar auxilio a los comuneros, trayendo 20 rifles. Junto con otros rifles que guardaba Doroteo, sumaron una treintena de armas de fuego y los repartieron a los comuneros. El alcalde Benito Castro arengó a los comuneros explicándoles la situación. Al desalmado Amenábar no le importaba tanto las tierras sino lo que quería era convertir a los comuneros en sus peones para obligarlos a trabajar en los cocales del valle del río Ocros, donde sin duda enfermarían de paludismo y morirían. A las autoridades poco les importaba el abuso de los hacendados, si es que no estaban también en complicidad con ellos. «Váyanse a otra parte, el mundo es ancho», solían decir cuando los indios se negaban a abandonar sus tierras. Cierto que el mundo es ancho, explicaba Benito, pero a la vez ajeno. Una vez desarraigados de sus tierras, al indio no le quedaba sino trabajar en tierras de otros, expuesto a los abusos y al mal pago de su trabajo. La tierra propia, la tierra de la comunidad, era lo único propio que el indio poseía y esta vez estaban dispuesto a defenderla con su sangre. Los caporales de don Florencio, al ver el giro subversivo que tomaba la resistencia, quisieron regresar pero los comuneros los detuvieron, quitándoles sus armas y encerrándolos. Benito desplegó a los comuneros armados para emboscar a los hombres de Amenábar que venían apoyados por los guardias civiles. Un grupo de indios armados se ubicó en las peñolerías al pie del cerro Rumi y otro grupo se desplegó en la cima. Por el camino que bordeaba las faldas del cerro El Alto fue ubicado otro grupo y otro más en la cumbre del mismo. Valencio fue enviado de madrugada para observar el movimiento del enemigo. Regresó informando que los guardias, muy numerosos, se dirigían hacia el cañón de El Alto. Otro grupo, formado por los caporales de Amenábar, iba al cerro Rumi. Los comuneros esperaron. Cuando los guardias llegaron a El Alto, se produjo el tiroteo. Seis guardias murieron, aunque también de parte de los comuneros hubo bajas, entre ellos Porfirio Medrano y el joven Fidel Vásquez (hijo del Fiero). De otro lado, los caporales que subieron por la falda del Rumi, fueron recibidos también a balazos; al poco rato sintieron un estruendo y vieron venir sobre ellos piedras enormes resbaladas por los comuneros. Murieron muchos caporales y los pocos que sobrevivieron huyeron. La comunidad había ganado la batalla. Pero era solo el comienzo. Rumi fue considerado zona de rebeldía y Umay siguió su ejemplo. Las autoridades enviaron un batallón de guardias civiles (cuerpo que recientemente había reemplazado a la gendarmería), en camiones y armados con ametralladoras. La batalla fue desigual. Los comuneros fueron aniquilados uno tras otro. Algunos pocos heridos escaparon hasta el pueblo, rogando a sus familiares que partieran rápido, antes que llegaran los guardias. Entre ellos estaba Benito Castro, herido gravemente, quien rogó a Marguicha que se fuera con el hijito que tenían, de apenas dos años. Pero Marguicha, angustiada, se limitó a responderle: «¿Adónde iremos? ¿Adónde?»

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