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Jean Cocteau

Manuel Castro MaripanInforme7 de Agosto de 2021

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Jean Cocteau afirmó ser al mismo tiempo el poeta más desconocido y el más

célebre. Su gran abanico creativo y su constante presencia pública le dieron

fama, pero el eterno enfant terrible se consideraba poeta por encima de

todas las cosas.

La mentira que siempre dice la verdad es la primera antología que se publica

en España de los versos del francés, cuya trayectoria lírica surca más de

medio siglo poético, desde los inicios marcados por los epígonos del

simbolismo hasta la voz libre de su madurez. Cocteau fue un grandísimo

poeta que supo aunar en sus versos el rigor de la tradición con el desparpajo

de una modernidad que lo vio siempre en la primera línea creativa hasta el

punto de renegar de sus primeros libros al juzgarlos producto de otro yo

poético más frívolo y conformista. A partir de 1915 sus versos se llenan de un

vanguardismo tanto formal como temático. Homenajea a héroes de la

aviación como Roland Garros en Le Cap de Bonne Espérance, reflexiona

sobre los desastres de la Gran Guerra en Discours du Gran Sommeil, retorna

brevemente al clasicismo al cantar su amor, oculto en una sociedad que

condenaba la homosexualidad, en Plain-Chant… Si esta primera gran etapa

nos muestra a un Cocteau romántico y provocador, en su madurez al brillante

dominio del verso se une, fruto del contexto de entreguerras y los años de la

ocupación alemana, una poderosa dimensión social. En esa veta se

inscriben L’incendie y Léone, dos monumentos que desmienten la ausencia

de compromiso político que muchos le achacaron en vida.

Perderse a Jean Cocteau es un crimen. Leerlo un placer que resitúa la figura

de uno de los más grandes creadores del siglo XX.

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Jean Cocteau

La mentira que siempre dice la

verdad

Antología poética

ePub r1.0

Titivillus 08.03.18

www.lectulandia.com - Página 3

Jean Cocteau, 2015

Traducción, selección y prólogo: Jordi Corominas i Julián

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

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Jean Cocteau o la búsqueda incesante del camaleón

Jordi Corominas i Julián

Je suis, sans doute, le poete le plus

inconnu et le plus célebre.

Jean COCTEAU. Journal d’un inconnu

La vida no se rige, en apariencia, por las matemáticas, pero si observamos algunas

coincidencias sólo podemos celebrar el juego que brindan. Jean Cocteau nació en

Maisons-Laffite el 5 de julio de 1889, pocas horas antes de la definitiva inauguración

de la Torre Eiffel. La relación del poeta con el ilustre monumento se nutre mediante

percepciones de desdén e incomprensión, como si ambos compartieran la dualidad de

la fama que descarta la esencia; más célebres que conocidos, más nombrados que

estudiados, son víctimas de una visibilidad que desde la palabrería elimina la atención

al verdadero significado de sus pilares, básicos y revolucionarios desde múltiples

perspectivas. En el caso que nos concierne ha llegado la hora de dar luz a la persona

sin olvidar la trascendencia del personaje, imprescindible si queremos trazar unas

coordenadas válidas para entender su obra, prolija y poliédrica, vendaval propio de

quien por ir a contracorriente sabe que el laurel definitivo tarda en germinar.

Cocteau afirmó que su fortuna llegaría treinta años después de su muerte. La

profecía se cumplió y ahora su estela es valorada en su justa medida. Atrás quedaron

las críticas que le acusaban de ser un creador sin atisbos de originalidad porque sólo

era hábil en picar aquí y allá en su mimesis de impostura. Fue un pionero en saber

publicitarse, una bestia frenética que sólo se casó consigo mismo pese a querer amar

y ser amado. Eso le pasó factura, pero el tiempo es un juez que siempre acierta y

puede que él supiera muy bien que su esfuerzo no quedaría en agua de borrajas

porque, transcribo sus propias palabras, «cuando una obra se avanza a su época lo

único que ocurre es que ésta va por detrás». Eso, y coincidir con muchos coetáneos

con los colmillos bien afilados, listos para atacar al que no seguía el paso previsible

de la manada.

El niño que nace lo hace marcado por un origen burgués que le permitió rodearse

de cultura desde su primer llanto. Sus padres eran prototipos sociales del bienestar

surgido durante la Tercera República francesa, ufana por su progresismo y

avergonzada hasta cierto punto por una esquizofrenia social donde el affaire Dreyfus

se llevó la palma en la fallida espiral por dotar de coherencia a la Nación tanto en el

fondo como en la forma.

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Los Cocteau-Lecomte formaban parte de una casta privilegiada que creía saber

alternar su abolengo con la modernidad que invadía el cambio de centuria. El

pequeño de la familia fue una criatura protegida que siempre conservó un recuerdo

glorioso de su infancia, paraíso perdido pese al misterioso suicidio de su padre,

acaecido el 5 de abril de 1898. La prematura ausencia del progenitor se vio

compensada con su apego por la madre, siempre presente en lo bueno y en lo malo,

protectora que admiraba al ángel al tiempo que lo sufría por su iconoclasia. Esta

paradoja será una constante en Cocteau, bien consciente de pertenecer a su clase y

descontento por las limitaciones artísticas de la misma, que sin embargo forjaron su

ser en la adolescencia, cuando pueden mencionarse entre sus mejores amigos

nombres emblemáticos de ese París de los salones como Lucien Daudet o Reynaldo

Hahn, conexiones del «amor cuyo nombre no se dice» y de un mundo teñido de

agónica caspa que Marcel Proust, otro acólito del círculo, se encargaría de finiquitar a

su debido momento con su monumental Recherche, al quitar las máscaras de un

universo que formó la educación sentimental del primer Cocteau y ayudó a

configurar una imagen de príncipe frívolo contra la que luchó durante toda su

existencia.

En este sentido, 1908 es una encrucijada clave al mostrarnos cómo el futuro

vanguardista fue un producto de esa Francia que no miraba más allá de su ventana

porque creía que en su interior residía una verdad absoluta, vertebrada a partir de

paradigmas caducos. Uno de ellos era Venecia, enclave que simbolizaba la belleza de

lo decadente, lugar de veneración al que acudió Cocteau junto a su madre en

septiembre del año donde debutó con estrépito en la poesía con un recital organizado

y financiado por el actor Édouard de Max. El estreno tuvo lugar en el teatro Femina

de los Campos Elíseos el 4 de abril. Fue un golpe de fuerza presentado por el poeta

Laurent Tailhade y respaldado por Catulle Mendès, actores de la Comédie-Française

y grandes voces de la ópera, contentas de leer los versos que en 1909 formarían parte

de La lampe d’Aladin, libro de poemas que exhibe un talento demasiado ceñido a una

serie de ideas que no tardarían en pasar de moda porque la velocidad de la era

amenazaba con enterrar un edificio que no sucumbió hasta 1918, cuando el final de la

Primera Guerra Mundial cubrió de polvo ese pasado que en un abrir y cerrar de ojos

devino carpetovetónico.

Sus dos siguientes compilaciones líricas, Le prince frivole y La danse de

Sophocle, siguieron la misma tónica, reforzada por su interesada amistad con la

condesa Anna de Noailles, con quien se alió hasta el punto de confundirse sus

creaciones con las de esa dama arrogante que creía dominar incontestada el panorama

poético porque ignoraba el vendaval que se avecinaba desde la otra orilla, donde

Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Blaise Cendrars y otros rompían con la

monotonía y anunciaban el adviento del siglo XX capitaneados por Pablo Picasso.

Cocteau se salvó de ser un recuerdo efímero, una nota al pie de página de otra

nota al pie de página, por su naturaleza mutante y una insaciable inquietud que supo

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transmitir desde lo multidisciplinar. El artista que se aferra a un campo sin interesarse

por otros suele ser pobre, con un discurso demasiado limitado que no sabe expandir.

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