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Recibo Codena


Enviado por   •  15 de Mayo de 2014  •  2.104 Palabras (9 Páginas)  •  200 Visitas

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La princesa del querer exigente ________________________________________

Si alguien encuentra reminiscencias de"El Porquerizo" de Hans Christian Andersen no es algo involuntario. Muy por el contrario.

Dicen que hace tiempo, en cierto lugar, hubo una canción muy famosa:

Una canción de amor

De la penumbra siento que nace una luz

Siento tus manos y presiento

Que eres tú que estás muy cerca

No puedo creer que tu amor abrió mi puerta.

Pasó el tiempo y la canción pasó de moda. Sólo una viejita la recordaba y la seguía cantando. Yo le pregunté si le gustaba mucho la canción. Ella me dijo que sí. Yo le pregunté por qué.

La viejita se fue sin decirme nada. Pero luego regresó y me dijo: "Siéntate, muchacho, te voy a contar un cuento".

Yo me senté en una de las bancas de la plaza principal y ella me contó su cuento:

"En este pueblo, hace muchos años, vivía una princesa. Todas la noches soñaba que un gran príncipe venía a pedirla en matrimonio.”

En este mismo pueblo vivía también un príncipe. Pero era un príncipe muy pobre. Para seguir siendo príncipe tenía que trabajar.

En su castillo, que no era castillo sino una casita muy chiquita, ahí tenía un jardín de rosas. Bueno, tampoco era un jardín, sino un grupo de macetas apretujadas. Eso sí, en las macetas había rosas.

Por las mañanas, antes de irse a trabajar, el príncipe regaba su jardín. Por las noches, antes de irse a dormir, también.

Y los domingos, el príncipe se daba un buen baño y hasta se perfumaba. Cortaba la mejor de sus rosas para ponérsela en alguno de los muchos agujeros que tenía su capa. Una capa elegante, pero vieja.

Todo esto lo hacía porque los domingos por la tarde había que salir a la plaza principal. Ahí muchas princesas, con sus damas de compañía, salían a dar la vuelta. Un domingo, en una de esas tantas vueltas a la plaza principal, se encontraron.

¿Quiénes? La princesa que soñaba con un gran príncipe y el príncipe que tenía que trabajar para seguir siendo príncipe.

La primera vez sólo se miraron. La segunda vez intercambiaron sonrisas. A la siguiente, una ligera inclinación de cabeza. Y para la última vuelta de la tarde, el príncipe decidió acercársele a la princesa:

—Buenas tardes, ¿cómo está usted?

—Pues yo bien, ¿y usted?

—Pues yo también.

— ¿Dando la vuelta?

—Sí. ¿Y usted?

—Pues yo también.

El príncipe tomó la rosa que traía consigo y se la dio a la princesa. Hizo una reverencia y le dijo: —Aunque suene a imprudencia, quiero hacerle una confesión mi dulce princesa.

— ¿Qué clase de confesión es esa? —preguntó la princesa.

El príncipe le dijo: —Aunque suene a impertinencia, yo la quiero para quererla con mucha alevosía.

—Mire usted nada más, qué impaciencia —le dijo la princesa—. Pero fíjese usted que en este momento no quiero ser de nadie la alevosía.

El príncipe le preguntó que por qué tanta resistencia.

La princesa contestó:

—Yo sé lo que es el querer. Todo querer tiene un principio y un final. Y después del querer y del cariño viene la ausencia.

El príncipe preguntó: — ¿Pero de dónde le viene tal creencia?

—Es cosa de la experiencia.

El príncipe rápidamente aclaró: —La sola experiencia no hace a la ciencia. Y el amor es una ciencia.

—Mucha ciencia mucha ciencia, pero el amor también es inclemencia.

—Es una cosa de conciencia.

—También de inconsistencia.

—Para eso yo tengo un remedio —dijo el príncipe.

— ¿Cuál es?

—Pues su diaria presencia.

Y la princesa dijo: —Ante tanta insistencia, creo que tendré benevolencia.

El príncipe se puso muy contento, pero la princesa le dijo: —Momento joven, momento; todavía está por verse si usted es de mi conveniencia.

—Pues claro que lo soy —dijo el príncipe en voz baja.

—Y hay una cosa más —dijo la princesa.

— ¿Qué más?

—Que mis padres den su anuencia.

— ¿Que den su qué?

—Su anuencia.

El príncipe quiso preguntar qué era eso de la anuencia, pero mejor se quedó con su duda. No fuera a ser que a la princesa le entrara la decepción. Por eso mejor fue que dijo:

—Si es así, pronto quiero hablar con su excelencia. Y en voz baja añadió.

—A lo mejor me regala tantita anuencia, y pues entonces ya.

—Prudencia, joven, prudencia —dijo la princesa.

—No conozco a ninguna Prudencia. ¿O así se llama la que viene por ahí?

—No, joven. Digo prudencia, que es paciencia. O sea: calma. En otras palabras: Paciencia

Y el príncipe contestó: —Muchas gracias por la advertencia.

La princesa le dijo que al día siguiente le tendría una respuesta. —Por ahora, discúlpeme, pero un estornudo está por salírseme sin decencia.

El príncipe regresó esa noche muy contento a su castillo. Regó su jardín y luego se acostó en su cama real.

Y esa noche, nomás no pudo dormir. Un poco porque estaba contento y un mucho por los rechinidos reales de su cama.

Pero al día siguiente por la tarde, el

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