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Testimonio De Jose Maria


Enviado por   •  20 de Noviembre de 2012  •  2.554 Palabras (11 Páginas)  •  750 Visitas

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TESTIMONIO DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Voy a hacerles una confesión un poco curiosa: yo soy hechura de mi madrastra. Mi madre murió cuando yo tenía dos años y medio. Mi padre se casó en segundas nupcias con una mujer que tenía tres hijos; yo era el menor y como era muy pequeño me dejó en la casa de mi madrastra, que era dueña de la mitad del pueblo; tenía mucha servidumbre indígena y el tradicional menosprecio e ignorancia de lo que era un indio, y como a mí me tenía tanto desprecio y tanto rencor como a los indios, decidió que yo había de vivir con ellos en la cocina, comer y dormir allí. Mi cama fue una batea de esas en que se amasa harina para hacer pan, todos las conocemos. Sobre unos pellejos y con una frazada un poco sucia, pero bien abrigadora, pasaba las noches conversando y viviendo tan bien que si mi madrastra lo hubiera sabido me habría llevado a su lado, donde sí me hubiera atormentado.

Así viví muchos años. cuando mi padre venía a la capital del distrito, entonces era subido al comedor, se me limpiaba un poco la ropa, pasaba el domingo, mi padre volvía a la capital de la provincia y yo a la batea, a los piojos de los indios. Los indios y especialmente las indias vieron en mí exactamente como si fuera uno de ellos, con la diferencia de que por ser blanco acaso necesitaba más consuelo que ellos... y me lo dieron a manos llenas. Pero algo de triste y de poderoso al mismo tiempo debe tener el consuelo que los que sufren dan a los que sufren más, y quedaron en mi naturaleza dos cosas muy sólidamente desde que aprendí a hablar: la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen entre ellos mismos y que les tienen a la naturaleza, a las montañas, a los ríos, a las aves; y el odio que tenían a quienes, casi incoscientemente, y como una especie de mandato Supremo, les hacían padecer. Mi niñez pasó quemada entre el fuego y el amor.

Pero no solamente he sido hechura de mi madrastra, hubo otro modelador tan eficaz cmo ella, un poco más bruto: mi hermanastro. Cuando yo tenía siete años de edad, me obligaba a que me levantara a las seis de la mañana a traerle su potro negro de una chacra muy grande; y los potros y los caballos de raza fina son muy caprichosos porque son aristocráticos: unas veces se dejaba agarrar con gran mansedumbre, pero otras veces me hacía sudar más de una hora hasta poder enlazarlo. Si llegaba tarde, mi hermanastro, que tenía unos veinte años cuando yo tenía siete, me trataba muy mal delante de la servidumbre. Un día, por una cosa que no puedo contar aquí, que la contaré quizás en nuestras reuniones de mesa redonda, me hizo algo. Lo había acompañado de paje para una aventura que no se puede confesar en público... Me hacía montar en un burro creyendo humillarme. El burro se llamaba "Azulejo". Nunca hubo amigos que se amaron más que yo y el burro. También en eso estaba tan equivocado como mi madrastra. Me dejó cuidando su potro negro que había comprado con veinte bueyes y doscientos carneros, y cuando regresó de su aventura indecible me reprochó que había hecho perder su poncho de vicuña, aunque no me constaba que hubiera estado sobre la montura. Levantó el rebenque para pegarme en la cara pero se arrepintió a última hora, montó el potro y espoleándolo se fue cuesta arriba a toda velocidad, mientras yo me iba conversando con, quizás , uno de los mejores amigos que he tenido en este mundo: el "Azulejo" inmortal. Cuando llegué a la cocina me puse a comer; a mí la servidumbre me trataba mucho mejor que a los patrones; entró mi hermanastro, yo estaba tomando sopa y tenía un plato de riquísimo mote a un lado con su pedacito de queso; él me quitó el plato de la mano y me lo tiró a la cara, diciéndome: "no vales ni lo que comes", que es una cosa que se suele decir muy frecuentemente. Yo salí de la casa, atravesé un pequeño riachuelo, al otro lado había un excelente campo de maíz, me tiré boca abajo en el maizal y pedí a Dios que me mandara la muerte. Yo no sé cuánto tiempo estuve llorando, pero cuando reaccioné ya era la noche. Mi buen hermanastro se había asustado un poco y me estaba haciendo buscar por todas partes, y la única vez que se alegró de verme fue cuando regresé a la casa esa noche.

Pero tuve también la fortuna de participar en la vida de la capital de provincia que es Puquio, una formidable comunidad de indios con muchas tierras, que nunca dejaron que los señores abusaran de ellos. El mal trato tenía un límite, si los señores pasaban ese límite podrían recibir y recibieron una buena respuesta de los cuatro ayllus de la comunidad de Puquio. En San Juan de Lucanas, donde vivieron estos señores cuya crueldad nunca agradeceré lo suficiente, aprendí el amor y el odio; en Puquio, viendo trabajar en faena a los comuneros de los cuatro ayllus, asistiendo a sus cabildos, sentí la incontenible, la infinita fuerza de las comunidades de indios, esos indios que hicieron en veintiocho días ciento cincuenta kilómetros de carretera que trazó el cura del pueblo. Cuando entregaron el primer camión al Alcalde, le dijeron: "Ahí tiene usted, señor, el camión, parece que la fuerza le viene de las muchas ventosidades que lanza, ahí lo tiene, a ustedes los va a beneficiar más que a nosotros"; mentira, se beneficiaron mucho más los indios, porque el carnero que costaba cincuenta centavos, después costó cinco soles, luego diez, luego cincuenta y los indios se enriquecieron a tal punto que alcanzaron un nivel de vida y una independencia económica tan fuerte que se volvieron insolentes y la mayoría de los señores de Puquio se fueron a Lima, poque no pudieron resistir más la arrogancia de estos comuneros. Pero el Varayoc o Alcalde de Chaupi, al momento de hacer la entrega del camión, les dijo al Subprefecto y al Alcalde: "En veintiocho días hemos hecho esa carretera, señores, pero eso no es nada; cuando nosotros lo decidamos podemos hacer un túnel que atraviese estos cerros y llegue hasta la orilla del mar; lo podemos hacer, para eso tenemos fuerzas suficientes". Yo fui testigo de estos acontecimientos. Todo este mundo fue mi mulndo.

Luego empecé a recorrer el Perú por todas partes, llegué a Arequipa en 1924 y fui honorable huésped de la Casa Rosada(*). De aquí fui al Cuzco, del Cuzco a Abancay, de Abancay a Chalhuanca, de Chalhuanca luego a Puquio, a Coracora, a Yauyos, a Pampas, a Huancayo, a una cantidad de pueblos y tuve la fortuna de hacer un viaje a caballo del Cuzco hasta Ica: catorce días de jornada.

Ingresé y nunca fui tratado como serrano en San Marcos. En donde sí me trataron como serrano y con mano dura fue en el Colegio "San Luis Gonzaga" de Ica, pero yo también los traté con mano dura. El Secretario del Colegio, que

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