Umberto Eco
katrii23 de Febrero de 2014
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Cuando los demás entran en escena, nace la ética
Por Umberto Eco
Querido Carlo María Martini:
[1] Su carta me libra de una ardua situación comprometida para arrojarme a otra igualmente ardua. Hasta ahora ha sido a mí (aunque no por decisión mía) a quien ha correspondido abrir el discurso, y quien habla el primero es fatalidad que interrogue, esperando que el otro responda. De ahí la apurada situación de sentirme inquisitivo. Y he valorado en su justa medida la decisión y humildad con las que usted, por tres veces, ha desmentido la leyenda según la cual los jesuitas responden siempre a una pregunta con otra pregunta.
[2] Ahora, sin embargo, me encuentro en el apuro de responder yo a su pregunta, porque mi respuesta sería significativa si yo hubiera recibido una educación laica; por el contrario, mi formación se caracteriza por una fuerte huella católica hasta (por señalar un momento de fractura) los veintidós años. La perspectiva laica no ha sido para mí una herencia absorbida pasivamente, sino el fruto, bastante sufrido, de un largo y lento cambio, de modo que me queda siempre la duda de si algunas de mis convicciones morales no dependen todavía de esa huella religiosa que ha marcado mis orígenes. Ya en edad avanzada pude ver (en una universidad católica extranjera que enrola también a profesores de formación laica, exigiéndoles como mucho manifestaciones de obsequio formal en el curso de los rituales académico-religiosos) a algunos colegas acercarse a los sacramentos sin creer en la «presencia real», y por tanto, sin ni siquiera haberse confesado. Con un escalofrío, después de tantos años, advertí todavía el horror del sacrilegio.
[3] Con todo, creo poder decir sobre qué fundamentos se basa hoy mi «religiosidad laica», porque retengo con firmeza que se dan formas de religiosidad, y por lo tanto un sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la esperanza, de la comunión con algo que nos supera, incluso en ausencia de la fe en una divinidad personal y providencial. Pero eso, como se desprende de su carta, lo sabe usted también. Lo que usted se pregunta es en qué radica lo vinculante, impelente e irrenunciable en estas formas de ética.
[4] Me gustaría adoptar una perspectiva distante respecto a la cuestión. Algunos problemas éticos se me han vuelto más claros reflexionando sobre ciertos problemas semánticos —y no le preocupe que pueda haber quien diga que nuestro diálogo es difícil; las invitaciones a pensar demasiado fácilmente provienen de las revelaciones de los mass-media, previsibles por definición—. Que se acostumbren a la dificultad del pensar, porque ni el misterio ni la evidencia son fáciles.
[5] Mi problema era si existían «universales semánticos», es decir, nociones elementales comunes a toda la especie humana que puedan ser expresadas por todas las lenguas. Problema no tan obvio, desde el momento en que, como se sabe, muchas culturas no reconocen nociones que a nosotros nos parecen evidentes, como por ejemplo la de sustancia a la que pertenecen ciertas propiedades (como cuando decimos que «la manzana es roja») o la de identidad (a = a). Pude persuadirme, sin embargo, de que efectivamente existen nociones comunes a todas las culturas, y que todas se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio.
[6] Somos animales de posición erecta, por lo que nos resulta fatigoso permanecer largo tiempo cabeza abajo, y por lo tanto poseemos una noción común de lo alto y de lo bajo, tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. Igualmente poseemos las nociones de derecha e izquierda, de estar parados o de caminar, de estar de pie o reclinados, de arrastrarse o de saltar, de la vigilia y del sueño. Dado que poseemos extremidades, sabemos todos lo que significa golpear una materia resistente, penetrar en una sustancia blanda o líquida, deshacer
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