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La Cascada Amarila


Enviado por   •  18 de Septiembre de 2014  •  625 Palabras (3 Páginas)  •  220 Visitas

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Me parece increíble reconocer que soy yo misma, aunque haya gastado ya muchos almanaques. ¡Dios mío, cuántos! Sólo me reconforta saber que he vivido la vida, que la he disfrutado como se me iba presentando. A veces con sobresaltos como una cascada y otras como un río manso. Por eso en cualquier momento puedo dejar este mundo sin el mínimo remordimiento de haber desperdiciado esto tan corto que se llama vida. El balance es positivo. Recuerdo que miraba el espejo y veía mi piel de manzana y era feliz y estaba satisfecha de los detalles con los que me colmó la naturaleza, unos ojos grandes azules, ahora reducidos por los años; un buen cuerpo que dejaba a más de un hombre boquiabierto; y una perspicacia, lo suficientemente buena para sopesar las situaciones que se presentaban. Aunque en realidad ellos se fijaban sólo en mis pechos y en mi trasero. Algo había en mí que les llamaba la atención antes de la banalidad de ir a poner sus ojos en las dos partes de mi cuerpo como si el resto no existiese.

He sido protagonista de muchos encuentros y aunque con las personas de mi sexo la iba bien, con los hombres alcanzaba una, llamémosla “empatía” bien manifestada. Aunque los hombres no sean tan abiertos como nosotras, si una logra penetrar en ese recinto sagrado que ellos construyen alrededor de sí mismos, se puede llegar a lo más recóndito de su corazón. Tuve muchos hombres antes de encontrar al que pude amar a mis anchas, sin prejuicios y sin miedo. Era, para decirlo también con esas frases hechas que a veces se pronuncian sin fe ni corazón y que entonces no significan nada: el hombre de mi vida.

Y como si el mundo estuviera hecho para el sufrimiento, lo perdí por culpa de una enfermedad letal que me lo arrebató sin clemencia cuando menos lo esperaba. Recé mucho a un Dios que fue sordo a mis súplicas. Hice promesas si se curaba, si podía seguir conmigo hasta el final de mis días, pero nada surtió el efecto esperado. Como si el mundo, la vida misma, las estrellas y la luna que contemplábamos juntos tomados de la mano se murieran de envidia. Como si todos se confabularan para no concedernos la gracia de ser felices.

Fueron diez años con él, que me llenaron de vida. Él me pintó los días con el color de la felicidad que en mi definición es muy parecido al color del gran Caribe. Era una felicidad comparable con el sabor de una fruta fresca y dulce y jugosa.

No quisiera irme de este mundo sin reconocer las cosas buenas que he vivido, ni puedo tampoco dejar de enumerar los caprichos de la vida. A veces pienso que fui hecha de muchos retazos de mujeres: en ocasiones todo me daba flojera, tenía un desgano para realizar cualquier cosa por insignificante que fuera. Pero luego se despertaba en mí otra persona llena de energía con ganas de devorarse al mundo en dos bocados. Había días que me acongojaba por los males del mundo y otros que la hambruna, las guerras o la intolerancia me pasaban

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