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Resumen Maria

pepino123456Tarea3 de Julio de 2025

8.403 Palabras (34 Páginas)30 Visitas

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Capítulo 1

Hace unos días, regresé a la casa de mis padres después de seis años sin verlos. El camino estaba lleno de flores silvestres y una bruma suave de la madrugada. Desde lejos, pude distinguir los techos rojos de la hacienda donde nací. Mi corazón latía con fuerza, reviviendo recuerdos de juegos de infancia. Al llegar, mis hermanos corrieron a abrazarme entre risas, y mi madre, con los ojos brillantes, me apretó contra su pecho. En el pasillo, vi a María, pálida y hermosa como siempre, mirándome como si hubiera visto un milagro. Sus labios temblaron al decir mi nombre con una voz dulce. Nuestras manos se tocaron sin querer y sentí que el tiempo se detenía. Mi padre me habló de la hacienda y de los campos llenos de vida. Los empleados, felices, dejaron sus tareas para saludarme. Todo olía a caña recién cortada, y el río cantaba su música detrás de los cafetales. María me observaba en silencio, escondiendo toda su emoción, y supe que en ese silencio había un secreto compartido. La noche llegó con una luna llena, y los grillos cantaban entre los matorrales. Nos sentamos a cenar juntos bajo el techado de palma, rodeados del amor que nunca muere. Ese reencuentro parecía un hermoso sueño, lleno de abrazos y susurros. Nunca pensé que ese momento marcaría el comienzo de mi destino.

Capitulo 2

Al llegar la mañana siguiente, decidí dar un paseo por los senderos de mi infancia. Los cafetales, los naranjales y los guaduales estaban igual que siempre, como si el tiempo no hubiera pasado. Desde lejos, podía ver la casa grande rodeada de jardines llenos de rosales silvestres. Allí, María me esperaba bajo la sombra de un majestuoso samán. Nos sentamos en la hierba fresca, sin hablar, solo mirándonos. Sus ojos oscuros contenían secretos y promesas que no decía. Recordamos nuestras juegos de niños y las risas que compartíamos bajo la lluvia de abril. Ella empezó a hablarme de los libros que le gustaban, de su jardín y de esa soledad silenciosa que a veces la abrazaba. Yo simplemente escuchaba su voz, que sonaba como un río de agua clara. El viento movía sus cabellos como alas de mariposa oscura. En su rostro, vi lo frágil que podía ser una flor a punto de marchitarse. Tomé su mano, noté lo temblorosa que estaba y entendí sus miedos. Ella me contó sobre sus desmayos, esas noches en las que la fiebre no quería irse. Sin decir nada, la abracé para tratar de alejar la sombra de su enfermedad. Todo a nuestro alrededor parecía un paraíso: colibríes, azucenas y helechos vibrantes. Todo parecía prometer que nada malo podía sucedernos allí. Cuando el sol empezó a ocultarse tras los cerros, regresamos a casa. María me regaló una flor blanca, símbolo de su delicadeza. Esa noche, dormí pensando en sus manos frías y en su risa cálida. Sin darme cuenta, mi corazón ya estaba prisionero de su ternura.

Capitulo 3

El tercer día, fui a visitar los campos de caña junto a mi papá. Allí, los esclavos trabajaban cantando canciones tristes bajo el sol fuerte. Reconocí a Nay, ese viejo esclavo leal que cuidó de mí cuando era pequeño. Me abrazó con cariño, como si fuera otro padre, sus manos ásperas pero cálidas. Juntos recordamos mis travesuras, como cuando me escondía en el trapiche. Mi padre me mostró cómo había avanzado la hacienda: ahora tenían más cultivos y más ganado. Pero mi mente seguía perdida en pensamientos sobre María. Volví temprano a la casa y la encontré leyendo en la galería principal. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron y sonrió, feliz de verme. Charlamos un rato sobre la lluvia y el aroma de los cafetales mojados. Le conté historias de Bogotá, de mis maestros y de los libros que leí. Ella escuchaba con atención, como quien guarda cada palabra en el corazón. A veces bajaba la vista, se sonrojaba y apretaba mis manos. Sentí que entre nosotros ya no había la misma inocencia de antes. La tarde pasó volando entre confidencias y silencios dulces. Mi mamá nos miraba desde la cocina, entendiendo más de lo que parecía. Al caer la noche, la brisa traía aromas de jazmines y limoneros. María me entregó un poema escrito en un pedacito de papel doblado. Lo guardé junto a mi pecho, como si fuera un secreto muy importante. Esa noche, el sonido del río parecía un canto lleno de esperanza.

Capitulo 4

Me desperté temprano, lleno de ganas de volver a verla a bajo del samán. María ya estaba allí, casi como una sombra de luz entre las flores, sonriéndome tímidamente mientras se cubría la cara con su chal. Caminamos por los senderos llenos de rocío y hojas caídas, sin decir mucho, solo disfrutando del momento. Hablamos de nuestros sueños: el mío de viajar lejos, el de ella de esperarme. La naturaleza parecía en paz con nuestro secreto, los pájaros cantando arriba como si fueran los guardianes de nuestro amor. Nos sentamos junto al arroyo, que seguía cantando su melodía eterna, y María se quitó el sombrero, dejando que su cabello oscuro bailara con el viento. Me contó que tenía miedo de quedarse sola cuando yo tuviera que irme de nuevo. Le prometí que volvería, sin importar la distancia o cuánto tiempo pasara. Sus ojos se llenaron de lágrimas, casi como si supiera que algo estaba por terminar. Toqué su rostro suavemente, con miedo de que pudiera temblar, como un pétalo que está a punto de caer. Nos amamos en silencio, solo con miradas que decían todo. Cuando el cielo empezó a llenarse de nubes grises, supimos que era hora de regresar. Mi padre nos esperaba con una expresión seria, pensativo, sentado en silencio. Yo sentía que algo había crecido entre nosotros, algo más fuerte que la lógica. Cenamos juntos, pero la conversación era un reflejo del miedo que todos llevamos dentro. Esa noche, María se despidió con un susurro lleno de esperanza, y yo me dormí soñando con el brillo de sus ojos en la penumbra.

Capitulo 5

A la mañana siguiente, la casa se llenó de susurros sobre la lluvia que podría venir. Mi madre me llamó a un lado y, con una sonrisa suave, entendía muy bien lo mucho que quería a María. Pero también le preocupaba su salud delicada y lo inevitable que parecía mi partida. Me pidió que fuera cuidadoso, que tuviera ternura y paciencia para no lastimarla aún más. Prometí ser atento con cada palabra, cada gesto, cada promesa que hacía. Salí al jardín y allí estaba María, recogiendo flores silvestres con cuidado. Me entregó un pequeño ramo de azucenas aún húmedas por el rocío de la mañana. Nos sentamos bajo la sombra del limonero, escuchando el murmullo del río nearby. Ella me contó que le daba miedo la noche, esas crisis que surgen de repente. Tomé sus manos en las mías, sintiendo cómo temblaba su pulso. Hablamos de un futuro juntos, de una casa blanca junto al río, y soñamos con hijos corriendo entre naranjos y caminos cubiertos de polvo. Pero cada sueño parecía desvanecerse con su tos suave y la mirada cansada. De repente, el viento trajo una llovizna que nos obligó a refugiarnos en la galería. Ahí, entre cortinas blancas, le recité versos llenos de esperanza. María cerró los ojos y apoyó su cabeza en mi pecho, sin miedo. En ese momento supe que nada ni nadie podría separar nuestras almas. La lluvia golpeaba el techo como un tambor lejano que parecía despedirnos. Esa noche, la luna no salió, pero en mis sueños su rostro todavía brillaba. El destino empezaba a tejer sus hilos con manos invisibles, preparando algo que no podía ver todavía.

Capitulo 6

Al amanecer, mi papá me invitó a dar un paseo entre los cafetales. Hablamos de la hacienda, de lo que esperaba para mi futuro después de terminar mis estudios. Me habló de deberes, de sueños que tenía que cumplir lejos de casa. Yo lo escuchaba, pero mi mente se iba hacia María. Sentía el peso de la despedida que, sabía que tarde o temprano, iba a llegar. Cuando regresamos, la encontré sentada junto a mi mamá. Estaba bordando en silencio, con la vista perdida en algún lugar que no podía ver. Cuando me vio, sus ojos brillaron como luciérnagas en la oscuridad. Me senté a su lado y, sin que nadie dijera nada, nuestras manos se rozaron bajo el mantel. Mi madre parecía no querer ver lo que sus ojos de madre ya intuían. Charlamos sobre cosas simples: flores, libros, la lluvia. María me contó que soñó conmigo entre jardines y aves blancas. Nos reímos, aunque en su sonrisa también había un poquito de tristeza. La tarde pasó despacio, como si estuviera disfrazada de cantos de grillos y una brisa fresca. Salimos a dar una vuelta por los pasillos iluminados con faroles de aceite. Bajo esa luz temblorosa, sus labios se movieron al decir mi nombre. Le promisí que, pase lo que pase, siempre volvería a verla. María respiró profundo, como si guardara una promesa en el pecho. Esa noche, mientras dormía, soñé con perderla en medio de una niebla espesa. Cuando desperté, temblando, tenía su nombre en los labios en silencio.

7

la mañana siguiente, se escuchaban cantos de pájaros y el aroma del café recién hecho flotaba en el aire. Encontré a María en el patio, donde acariciaba con cuidado a una paloma herida. Me miró y me contó que la cuidaba como un símbolo de esperanza. Nos sentamos juntos bajo el gran árbol de samán, rodeados de hojas verdes y frescas. Hablamos de nuestra infancia, de los juegos en los charcos y los mangos maduros que solían caer del árbol. Ella recordó cómo la protegía cuando llovía y de sus miedos que aún guardaba. Yo reviví su risa de niña, aquella que iluminaba su rostro con sus cabellos mojados y pegados a la frente. Sus palabras eran suaves, calmadas, como las alas de esa paloma que ella sostenía en sus manos. María me confesó que cada noche rezaba por mi regreso cuando estaba lejos. Sentí un nudo en la garganta y quería decirle que siempre sería su refugio, su sitio seguro. Ella me habló de su madre, de lo mucho que la extrañaba en las noches cuando tenía fiebre y necesitaba compañía. Le prometí que mientras respirara, nunca estaría sola. El viento agitaba su cabello, enredándolo entre mis dedos, mientras el sol calentaba suavemente su rostro pálido. De repente, se recostó en mi hombro y cerró los ojos, cansada. Escuché su respiración tranquila, como el susurro de hojas secas en el viento. En ese momento, pensé en el futuro, en ciudades lejanas, en las cartas y promesas por venir. La abracé en silencio, deseando que ese momento durara para siempre, con aquel árbol como testigo. Entonces, un ruiseñor comenzó a cantar, marcando el final de aquella charla sin palabras. Cuando la tarde empezó a teñirse de sombras, nos levantamos y regresamos a casa, llevando en el corazón aquella esperanza sencilla pero profunda.

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