Blanco Por Fuera Negro Por Dentro
realmage1 de Septiembre de 2014
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Esos racistas, hombres y mujeres que gozaban de una desahogada situación económica y que ejercían puestos de responsabilidad en la sociedad zaragozana, cara al exterior presumían de ser demócratas y enemigos de la discriminación de los seres humanos por su color de la piel, por su raza o religión.
Sin embargo, en su vida privada, en sus juntas de copropietarios, manifestaban abiertamente su repulsa hacia ese africano, cuyo único delito era haber nacido en el llamado Tercer Mundo, a pesar de lo cual, su cultura y educación igualaban, e incluso, en algunos casos, superaban a las de sus detractores.
José soportaba, con paciencia, algunos anónimos que encontraba en su garita de conserje algunas mañanas, o las misivas amenazantes que le introducían en el buzón. Incluso algunos niños, hijos o nietos de los propietarios racistas, llegaban a insultarle, o a burlarse de él, como si por el puesto de trabajo que ejercía, tuviera obligatoriamente que tolerar sin rebelarse, las innumerables burlas y desprecios que le dirigían.
Eva estaba irritada, avergonzada de ser la mujer de un hombre marginado. A pesar de que tenían un hijo en común y de que habían formado una familia, la mujer no soportaba ser el blanco de las burlas, de las humillaciones que no solo les dirigían sus jefes, los copropietarios del inmueble a su marido, sino también a ella y lo peor de todo, a su hijo.
José cuando subía a la vivienda, que como conserje le habían adjudicado, notaba que su esposa estaba irritada con él, hosca y por cualquier nimiedad le amenazaba con irse para siempre de casa, dejándole a su hijo, porque no se sentía madre de un niño mestizo, con los cabellos negros y ensortijados como los de su padre. Ella lamentaba haber unido su destino al suyo y seis años después de su boda, ya no estaba dispuesta a aguantar más.
Su paciencia- según decía- había llegado al límite y quería huir muy lejos, a ese mundo de blancos, donde nadie le señalaría con el dedo ni le volvería la cara por haberse casado con un hombre de otra raza. Su marido negro, su hijo mestizo, esa especie de gheto, que era para ella la conserjería, la asfixiaban y deseaba iniciar otra vida muy lejos de la raíz de su problema.
Un mediodía de abril, cuando él terminó su jornada y se fue a comprar el pan, como solía hacer todos los días, antes de subir a su piso, Eva aprovechó para romper sus cadenas familiares y huyó en el coche de Víctor, su amante, dejándole a su marido una nota de despedida, anunciándole que deseaba el divorcio y encargándole que pasara cuando terminara por la tarde su jornada laboral a recoger a su hijo Tom de la guardería.
Los meses siguientes fueron muy duros para José. Él aprovechaba el tiempo libre que le permitía su trabajo para entregarse en cuerpo y alma a su hijo.
El niño le miraba en silencio con sus bellos ojos oscuros, húmedos por las lágrimas, y ambos recordaban con tristeza a esa esposa y madre, que no pudo, o no quiso, cumplir con el hermoso papel que el destino le había asignado.
A José le resultaba muy difícil ser padre y madre a la vez. Las labores hogareñas no se le daban mal, pero sabía que un niño pequeño necesitaba de la ternura y el cariño de una mujer, de su madre.
En las noches de insomnio, especialmente tras soportar los trámites del divorcio, se sentía morir de dolor, en la cama conyugal, demasiado grande y vacía para un hombre solo.
Cuando al amanecer conseguía conciliar al fin su sueño, soñaba con esas noches felices del pasado compartido con Eva y creía sentir las caricias de seda y fuego de su ex—mujer, y el roce de su piel blanca como la leche y muy suave.
El despertar era angustioso para José, que en su desesperación utilizaba como antídoto para su depresión, el recuerdo de los besos de su madre, que el perdió, siendo muy niño en Senegal, cuando la malaria y la hambruna segaron en flor la vida de la mujer que le engendró y a la que aún añoraba.
Así se iban pasando los meses y años, aunque el dolor seguía vivo e insoportable. El único consuelo que tenía era el de aferrarse a ese hijo, que le quería, que crecía muy rápidamente a su lado y que era el único aliciente que le quedaba para seguir viviendo, en ese infierno del que esperaba algún día huir.
II
Como las desgracias nunca vienen solas, accedió a la presidencia de la comunidad don Francisco Ezquerro, un industrial metalúrgico, que vivía en el ático con su esposa, Natalia, una ex—modelo de alta costura, diez años más joven que él y sus dos hijos, Nacho y Piluca, dos niños de nueve y siete años, respectivamente; que siguiendo el mal ejemplo de sus padres, mostraban una animadversión cruel contra el conserje y Tom.
José se había convertido al catolicismo e incluso su hijo iba a la parroquia cercana a ayudar como monaguillo en las misas a don Luis, el sacerdote, un hombre de mediana edad, muy apreciado por sus feligreses, que había estado cinco años como misionero en África y que trataba de combatir el sentimiento hostil de quienes consideraban a los hombres de otras razas, seres inferiores.
Don Luís, el párroco se había entrevistado incluso con varios vecinos del inmueble donde trabajaba José, para convencerles que Dios no consideraba a ningún hombre superior a otro.
Les recriminó su proceder con el conserje al que consideraba honrado, trabajador, que cumplía con eficacia su labor y les recordó el drama personal que estaba viviendo y que ellos con su comportamiento antisocial e inhumano estaban agravando.
Pero la intervención sacerdotal no tuvo éxito y de nuevo creció el ataque indiscriminado y cruel de varios vecinos contra José, hasta el punto de que el presidente fue pidiendo firmas para echar a la calle a ese negro, que daba una mala imagen al inmueble, ya que era el único hombre de color que ejercía dicha labor en las casas del sector.
De nada sirvió que algunos copropietarios intentaran apoyar a José Naomil, presentándolo como a un hombre trabajador, y eficaz, que se desvivía por agradar a todos, que vigilaba con efectividad el inmueble hasta el punto de que no se habían cometido robos en la finca; aunque otros pisos de la zona si habían sufrido algunos expolios, incluso en el horario de trabajo de los conserjes.
Los votos más numerosos de los detractores, que los de los defensores, provocaron que se convocase una junta para los primeros días del mes de enero, una vez pasadas las Navidades, teniendo la misma como único punto del día la destitución de José, quien, dadas sus circunstancias, no lograba encontrar un puesto de trabajo, en el que pudiera ejercer su labor profesional, sin discriminación, ni mobing.
Don Luis, fue llamado al orden por el Arzobispado, ya que varios feligreses, los mismos que atacaban a José, habían protestado airadamente por la actitud que con ellos había mantenido el párroco, al defender a José Naomil, omitiendo en su acusación a la autoridad eclesiástica, la serie de burlas, humillaciones e injusticias; que ellos habían cometido contra un hombre por el color de su piel.
Como consecuencia de la misiva acusatoria de los vecinos racistas, don Luis, fue destinado a un pueblo de Teruel, a ejercer su misión sacerdotal, demostrándose una vez más que la injusticia de los poderosos puede perjudicar a quienes, cumpliendo con su labor pastoral, apoyan decididamente a los que sufren el acoso injustificado de los fuertes.
Cuando José se enteró de que iba a irse al desempleo y que el buen cura había sido desterrado por su culpa, lloró de rabia e impotencia. Sin poder evitarlo cogió el crucifijo de madera, toscamente labrado, que le regaló don Luis, para que ese símbolo del Amor le diera fuerzas para soportar la presión que le asfixiaba, y alzándolo con dolor y rabia, le increpó, diciéndole en voz alta:
— ¡Señor, Jesús! ¿Cómo puedes permitir que esos racistas se salgan con la suya?… Creo que don Luis estaba equivocado cuando decía que tú no eras únicamente el Dios de los blancos. Y si es así… ¿Por qué permites que sin motivo alguno nos destrocen la vida?
Estuvo tentado de quitar al crucifijo de la cómoda de su dormitorio y guardarlo en un pequeño arcón en el que guardaba las cosas que no utilizaba. Por vez primera su fe se tambaleó y sus escasas fuerzas se diluyeron en la nada. Comprendió que el mal es fuerte y ladino y que el bien, nutrido por la humildad, era incapaz de vencerlo, aunque en las novelas y en las películas los buenos siempre ganan a los malos.
Sintió que de no suceder un milagro, él negro, y sin amigos, después del despido iba a tener que padecer las heridas del hambre y de la marginación ¿Quién le iba a dar trabajo en el futuro si iba a ser despedido por unas personas poderosas y sin escrúpulos, que no cejarían en su empeño por destruirlo?
Si hubiera tenido que enfrentarse solo contra el mundo, tal vez no se hubiera rendido. Lo peor era que tenía que velar por Tom, su hijo, que merecía al igual que los vástagos de sus opresores, un futuro con pan y trabajo, un mundo libre, en el que hombres y mujeres de todas las razas y creencias pudieran forjarse un porvenir, acorde con su esfuerzo y capacidad.
Dos días antes de que se produjera el despido, el día seis de enero, Festividad de la Epifanía del Señor, don Luis les invitó a él y a su hijo a que pasaran por su domicilio parroquial, porque los Reyes Magos les habían dejado un regalo.
Tom cogido
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