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El Principito


Enviado por   •  19 de Marzo de 2014  •  1.846 Palabras (8 Páginas)  •  180 Visitas

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Y un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a

los niños de la tierra estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A veces no

hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el

retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó

tres arbustos…"

Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de

moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a

perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: "¡Niños,

atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen

desde hace ya tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La

lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en

este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he

tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un

sentimiento de urgencia.

VI

¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho

tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día,

cuando me dijiste:

—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…

—Tendremos que esperar…

—¿Esperar qué?

—Que el sol se ponga.

Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:

—Siempre me creo que estoy en mi tierra.

En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está

poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol,

pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba

arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…

—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!

Y un poco más tarde añadiste:

—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.

—El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?

Pero el principito no respondió.

VII

Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida

del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente

meditado en silencio:

—Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?

—Un cordero se come todo lo que encuentra.

—¿Y también las flores que tienen espinas?

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—Sí; también las flores que tienen espinas.

—Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?

Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un perno demasiado

apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera

agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.

—¿Para qué sirven las espinas?

El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado

por la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que se me ocurrió:

—Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.

—¡Oh!

Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:

—¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen

terribles con sus espinas…

No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este perno me

resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis

pensamientos:

—¿Tú crees que las flores…?

—¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme

de cosas serias.

Me miró estupefacto.

—¡De cosas serias!

Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le

parecía muy feo.

—¡Hablas como las personas mayores!

Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:

—¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!

Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.

—Conozco

...

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