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Enrique Krauze


Enviado por   •  28 de Noviembre de 2012  •  Biografías  •  1.629 Palabras (7 Páginas)  •  405 Visitas

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ENRIQUE KRAUZE

Nace en 1947 en el Distrito Federal. Ingeniero Mecánico de la UNAM, a la que ingresó en 1965, deriva hacia las humanidades llevando a cabo estudios doctorales de Historia en EL COLEGIO DE MÉXICO. Actual Subdirector de la revista Vuelta. Investigador especialista en México como nación independiente, ha analizado el Porfirismo y la Revolución en la serie de ensayos de divulgación histórica Biografía del poder (1987), en ediciones de elevados tirajes y con amplio y selecto material iconográfico. En 1993 publicó un documentado estudio sobre el novecentismo mexicano titulado Siglo de Caudillos. Inteligente y crítico, su conocimiento de nuestra historia y la frescura de sus textos lo han llevado a constituirse en uno de los más lúcidos analistas políticos del México actual, de lo que son ejemplo, entre otros, Por una democracia sin adjetivos (1986) y su libro más reciente, Tiempo contado (1996).

POR UN HUMANISMO INGENIERIL

Estamos acostumbrados a pensar que existen dos territorios básicos del saber humano: por un lado las ciencias y la técnica, por otro las humanidades. El primero se ocupa de los aspectos cuantitativos e instrumentales de la vida, el segundo de lo cualitativo e irreductible. Si hubiese que concentrar en una sola fórmula común al que me refiero, cabría decir, para simplificar, que los científicos y técnicos conocen y experimentan con el cuerpo del mundo, mientras que los humanistas son los exploradores del alma.

Aunque esta división del saber es útil, quisiera mostrar que no se trata de territorios alejados o ajenos sino íntimamente comunicados, sobre todo si la ciencia, la técnica y las humanidades de las que estamos hablando son auténticas. El teorema que me propongo demostrar se formularía, entonces, del siguiente modo: el buen científico, el buen técnico, debe ser un humanista e, inversamente, el buen humanista, sobre todo el universitario, tiene por fuerza que abrevar de la ciencia y la técnica.

Para abordar el teorema no acudiré a fórmulas sino a un par de biografías representativas. La primera es de mi primer maestro de matemáticas en la Facultad de Ingeniería. La segunda es la de un historiador que he leído desde hace décadas. Los dos fueron, a un mismo tiempo, indisolublemente, científicos, técnicos y humanistas.

Era una fría mañana de febrero de 1965. Don Enrique Rivero Borrel estaba sentado al lado del escritorio. Vestido de manera impecable, tomaba paciente y minuciosamente la lista de sus futuros alumnos. Tendría entonces poco más de setenta años. Fue la única vez en su curso que tomó asiento. Como los oradores romanos, daba su cátedra de pie, pero su cátedra no tenía un ápice de retórica. Era sustancia pura. No faltó una sola vez a su clase. Con letra "palmer", de izquierda a derecha del pizarrón y sin jamás voltear a mirar a su público, literalmente dibujaba las demostraciones matemáticas. Desde los pupitres, los jóvenes rapados, los famosos y sufridos "perros", seguíamos aquella melodía matemática con silencio respetuoso y hasta con fascinación. Lo que nos fascinaba era la claridad, el rigor, la sencillez con que el maestro nos guiaba para entender, desde su esencia -no mecánicamente-, los conceptos.

El pizarrón era una especie de mural matemático. Un elemento estético nos atraía a él. El rigor, el equilibrio, la pulcritud de aquel pensamiento era una experiencia de clasicismo. Nadie, que tomase en serio la teoría y el método intelectual de Rivero Borrel, podía salir al mundo de otras disciplinas, por más remotas que fueran, sin una estructura, o al menos una exigencia de estructura. Lo que el maestro transmitía no era sólo un conocimiento sino una ética y una estética del conocimiento.

A través del año, su método de ponderar el aprovechamiento no consistía en palomear o tachar exámenes, sino en ver el desempeño de los estudiantes frente al pizarrón. Al final de los cursos nos reunió en el auditorio -éramos más de cien- y nos dictó el único examen que formuló en el año. Inmediatamente después abandonó aquel gran salón dejándonos solos. Hubo, como es de imaginar, un copiadero copioso. Los que sabían casi voceaban las respuestas a los ignorantes. Todos salieron soñando en su pase automático y hasta en una alta calificación. A los pocos días, en la entrega de las boletas, nos dimos cuenta que el maestro había aprobado a un 30 ó 40% del salón. Las calificaciones que había puesto eran sencillamente perfectas. Nos conocía a todos. No nos había juzgado por un papel sino por una trayectoria en el salón de clases y frente al pizarrón. No sé si conocía aquella "Oda a las matemáticas" del célebre filósofo y doctor porfiriano Porfirio Parra, pero sé que nos enseñó a amar a las matemáticas como se ama a la poesía o a la historia. Como una musa que no exige inspiración sino imaginación, precisión, constancia, diafandad, coherencia. Nos

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