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Toma De Conciencia (Enrique Krauze)


Enviado por   •  8 de Abril de 2015  •  3.653 Palabras (15 Páginas)  •  215 Visitas

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Mi abuelo paterno no era sionista. Tampoco era religioso. Era un sastre judío que sentía una profunda solidaridad con su pueblo milenario pero nunca visitó Israel y apenas pisó una sinagoga. Creía en los valores del racionalismo liberal expresados en las obras de Spinoza y en los ideales humanistas e igualitarios del socialismo ruso y europeo. Bendijo a México desde que pisó Veracruz. Aquí se dedicó a trabajar y a leer, aquí murió y aquí está enterrado.

Hablaba mucho de la destrucción del sueño socialista en la urss, la gran utopía de su juventud. Hablaba a veces de su familia (su padre, sus tres hermanas, un pequeño hermano) exterminada en Auschwitz, y del millón de niños sacrificados por los nazis. Pero hablaba poco de Israel. Para él, Israel no era la tierra prometida sino el último refugio de un pueblo desesperado y paria que, tras el Holocausto, no tenía dónde ir.

El Holocausto tuvo, en casi todo el mundo occidental, el efecto de abrir una tregua, que en su momento pareció definitiva, en la hostilidad histórica contra los judíos. A esa tregua –la más costosa pagada por ningún otro pueblo en la historia universal– se aunaba el prestigio de Israel. Para Europa –que por cerca de dos milenios había discriminado, perseguido y finalmente casi exterminado por entero a sus judíos– Israel representaba una especie de cura de conciencia: frente a las fotos de los campos de exterminio, las fotos de los jóvenes en los kibutzim.

En algún momento de los años cincuenta, al Colegio Israelita llegaron maestros israelíes que nos hablaron de las nuevas ciudades, las técnicas de irrigación que hacían florecer el desierto, la educación de los inmigrantes (incluidos los judíos de vieja estirpe árabe o sefardí venidos de África o el Lejano Oriente), la pujante democracia, los avances científicos, los hallazgos arqueológicos y, quizá lo más notable, el renacimiento del hebreo como lengua nacional y literaria. Un puñado de amigos decidieron emigrar a Israel. La mayoría optó por permanecer en su patria mexicana.

A partir de esas dos vertientes, la familiar y la escolar, me formé una visión de Israel. No creo en su carácter mesiánico. Creo que el Holocausto explica, en parte, la necesidad de su fundación. Pero creo que Israel fue, desde su origen a fines de siglo XIX, mucho más que un refugio: una utopía realizada. Los judíos que llegaban de la Rusia zarista o la Europa antisemita se propusieron crear una nueva sociedad y una cultura moderna distintas a la del exilio y en su propio idioma, el hebreo. La historia social y cultural de Israel precede al Holocausto. De esa extraordinaria epopeya –narrada, entre otros historiadores, por Anita Shapira– existe muy poca conciencia en Occidente. Pero en esta hora oscura de polarización y odio, hay otra toma de conciencia igualmente necesaria para una reconciliación que ahora parece imposible.

La tregua del Holocausto y la lectura positiva de Israel se reforzaron en 1967 con la Guerra de los Seis Días, cuando el presidente egipcio amenazó con “echar a los judíos al mar”. Pero aquella guerra victoriosa tuvo el efecto de ocultar aún más un drama cuya conciencia no formaba parte de mi bagaje familiar y escolar: el drama del pueblo palestino. Se le veía como una derivación del conflicto árabe-israelí: si se resolvía este, se disolvería aquel.

Años después entendí que no se resolvería, que no se disolvería, por una razón de la que entonces tenía yo –como muchos otros– poca conciencia: aquella tierra de promisión, añorada por los judíos durante dos milenios, estaba habitada mayoritariamente por el pueblo palestino. Expulsado de forma violenta, aquel pueblo vivió en los márgenes de esa tierra y en condiciones de inadmisible precariedad. Muy posiblemente esa expulsión masiva no habría ocurrido –o no de esa forma o con esa magnitud– sin la guerra unánime de los países árabes contra Israel al día siguiente de la Promulgación de Independencia. Pero el hecho histórico es incontrovertible.

Así lo reconocen desde hace décadas las voces liberales de Israel, como Ari Shavit, que en Mi tierra prometida –su reciente libro, esclarecedor y doloroso– documenta puntualmente casos como el de la aldea palestina de Lydda, arrasada en 1948, asiento actual del aeropuerto de Lod. El libro de Shavit constituye una admisión de responsabilidad moral desconocida por la derecha israelí (hoy predominante), e implica una voluntad resuelta de llevar a cabo las concesiones necesarias que conduzcan a la creación de un Estado palestino. Pero todo ello exige una contraparte, no menos resuelta: el reconocimiento definitivo de la existencia legítima del Estado de Israel y la garantía plena de su seguridad. Esa era hace apenas unos años la posición de la mayoría de los israelíes. Esa es la firme posición de escritores como Amos Oz y David Grossman. Esa es mi opinión.

Mi toma de conciencia sobre los trágicos destinos de Israel y Palestina ha sido larga y difícil. En julio de 1977 escribí para Vuelta la reseña de Jerusalén, ida y vuelta de Saul Bellow. Aquel libro desolador concluía con una pesadilla: Israel podía no ser más que un espejismo, una construcción febril y efímera, el último campo de concentración. Yo no descarté entonces –ni ahora– esa visión terrible pero había otra pesadilla no hipotética, apenas visible: la de los refugiados palestinos. Existían dos narrativas –dos verdades– irreconciliables. Si Israel había sido la única tabla posible de salvación para una parte sustantiva de un pueblo destinado a extinguirse, los palestinos tenían razón en negarse a pagar la cuenta de un desastre que ellos no causaron. Si se quería evitar el infinito derramamiento de sangre, había que buscar una salida práctica a la situación o ponerla –como insinuaron a Bellow algunos científicos israelíes, convertidos súbitamente a la religión– en manos de un responsable anterior: de Dios.

Pero Dios no era el responsable de esa situación, y poner en sus manos la solución fue lo que agravó el problema. Gershom Scholem –el gran estudioso de la Cábala– se negó a esa dimisión política y moral. Como muchos miles de jóvenes judíos, había emigrado de Berlín a Palestina porque entendía que los judíos europeos tenían los días contados. Había fundado la Universidad Hebrea de Jerusalén en 1925 y desde entonces dedicó su vida al estudio de las corrientes místicas en el pensamiento judío. En una entrevista que traduje para Vuelta (“Los riesgos del mesianismo”, noviembre de 1980) este hombre extraordinario recordó su pertenencia –en los años veinte y principio de los treinta– al grupo Brit Shalom (Pacto de Paz) que había abogado por un eventual Estado binacional y

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