Garmendia, Salvador - Difuntos, Extraños Y Volátiles (1970)
lau97xo31 de Mayo de 2013
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DIFUNTOS, EXTRAÑOS Y VOLÁTILES
SALVADOR GARMENDIA
En el breve lapso de una década, con sólo cinco títulos en su haber – Los Pequeños Seres (1959), Los Habitantes (1961), Día de Ceniza (1963-64), Doble Fondo (1966) y La Mala Vida (1969) –, Salvador Garmendia (n. 1928) se ha convertido en el primer narrador venezolano de su generación y en uno de los más representativos de toda Hispanoamérica. Integrado por veintidós relatos cortos, el presente volumen es – gracias a la riqueza de sus perspectivas, sobre todo por su índole miscelánea – culminación y clave de su obra anterior, a la vez que representa el primer logro cabal de un reciente proceso de acendramiento y plenitud de sus dones expresivos. Funámbulos, trágicos o grotescos, estos difuntos, extraños y volátiles son emblemas de los ascensos y descensos de la afectividad, engendros de obsesiones, propósitos, deseos y recuerdos, prodigios o exploraciones oníricas o imaginarias, a veces contorsiones del humor negro. De extraordinarias aptitudes para la estricta consagración documental del espectáculo cotidiano, Garmendia suele deliberadamente acentuar la tensión poética de su estructura, enrarecer la atmósfera, concentrar su registro visionario, macerar las palabras – “palabras con sabor, con tacto, con emanaciones y asperezas” –, exasperar el gesto y el pormenor, o abandonarse a esa “desesperada sintaxis urbana que (se ha) acostumbrado a leer sin desconcierto”, hasta transfigurar los hechos, personajes y situaciones de sus relatos, hasta volverlos simbólicos, absurdos casi irreales.
EDITORIAL TIEMPO NUEVO S. A.
SALVADOR GARMENDIA
DIFUNTOS,
EXTRAÑOS
Y VOLÁTILES
Cuentos
EDITORIAL TIEMPO NUEVO s.a.
© 1970 by EDITORIAL TIEMPO NUEVO, S. A.
Caracas / Venezuela
Portada / Víctor Viano
Impreso en Venezuela por Editorial Arte
Para Amanda
y mis hijos.
EL VIAJE
A
DVIERTOa todos que no soy un maniático.
Es cierto que, recuerdo, cuando era segu¬ramente muy niño, había adquirido la fácil cos¬tumbre de desaparecer. Quiero decir, que me hacía el invisible sin importarme, creo, que los demás se dieran o no cuenta del suceso. Siempre había por delante una puerta, un espacio claro, abierto, que era necesario atravesar —eran puer¬tas altas y angostas— con la seguridad de quedar imantado por el fluido que ocupaba por com¬pleto la delgada capa de aire blanco detenido en el marco. Al salir al otro lado, ya estaba listo. Como era invisible, sentía —me embriagaba has¬ta el miedo— una beatitud radiante que salía de mi piel, y en cuanto se me iba a la cabeza, os¬cilaba entre el sueño y el llanto.
Las cosas más comunes, los viejos muebles de esterilla, el lomo de un pretil, todo lo que no fuera gente, perdían el miedo y me permitían acercarme de veras a ellas, tocarlas casi como un pecado, como si fueran mi propio cuerpo. Entraba en ellas como en grandes lugares sin ruido, donde uno podía quedarse dormido.
Pero no soy un maniático. Hago bien mi tra¬bajo y soy puntual. Ahora, que si paso la hojadel libro mayor —siempre delante el verde mate del trozo de pared— y por casualidad encuentro la cuerda a mi alcance, no pierdo tiempo y em-piezo a deslizarme. El descenso es rápido, mu¬cho más de lo que yo deseara y siempre irrefre¬nable; mis manos corren por la cuerda sin las¬timarse lo más mínimo, hasta que el último trozo de soga escapa a lo largo de mi cuerpo, me pasa por en medio de los ojos y se va. Horrori¬zado, caigo en el vacío. Voy a morir y una an¬gustia sin lucha me congela. En ese momento soy un grito; sin embargo, mi cuerpo reaparece, la calma vuelve a mis sentidos y fácilmente lo¬gro estabilizarme. Entonces floto y siento cada una de mis partes y toda mi cáscara: los zapa¬tos, mi corbata, el cinturón. Voy sin prisa, aun¬que no demasiado lento; una brisa de campo me riza por los flancos; puedo enlazar, también, los dedos debajo de la nuca.
Sin embargo, ocurre que el viaje se prolonga y la pena empieza a ganarme desde adentro, como si sintiera piedad de mí mismo y me do¬liera el no haberme al menos despedido; enton¬ces provoco el descenso: reúno todas mis fuer¬zas a fin de obtener una caída lenta, un suave aterrizaje. Lo logro, llego a tierra preparado para un largo reposo, y mientras, mientras, mientras —el trozo de pared se condensa— descanso en un prado de hierba, descanso en un prado de descanso, en un descanso en descanso des d
La hoja (del libro mayor) termina de caer humildemente.
DIFUNTOS Y VOLATILES
N
OHAYque tenerles miedo a los muertos —de¬cía mi tía Hildegardis, y me golpeaba el coco con su uña larga, toda verde, que parecía bañada de esperma. (Como era encuadernadora olía a tarro de cola y a simiricuiri y tenía las manos de cuero viejo, engrudadas; de lejos, con su giba, parecía un hombrecito agachado). Pero yo sabía que al entrar al cuarto empezaría a volverse humo; el humo negro y fuerte le salía por debajo del camisón, por las orejas y le lle-naba el pelo.
Ella sabía ocultarlo a los demás; aunque no sé por qué conmigo se confiaba menos de lo pru¬dente en estos casos, hasta el punto de hacerme creer que su aparente descuido era intencional: si andaba debajo del mesón del taller reuniendo recortes de papel lustrillo, le miraba los pies colgando del travesaño de la silla, tan pequeños en sus chancletas de cocuiza, abrigados por unas medias de lana mohosas; me acercaba hasta to¬carlos con la respiración y veía desprenderse el humo de aquellas pelotas de trapo; un humito incipiente, descolorido, que flotaba sin fuerzas.
Gateando, pasaba por debajo de las camas. Nunca podría salir al otro extremo del túnel, aquel foso sin viento apretado de olores de gen¬te, olores vivos y profundos como si entrara bajo los vestidos de los mayores y fuera hacia un lugar oscuro lleno de cosas descompuestas. Per¬día fuerzas y un sueño vaporoso me tendía boca abajo en los ladrillos, la mejilla en el polvo. Las voces de la gente sobresalían de un ruido muy lejano y perenne como el asiento o el ripio del mundo, que no tenía fin.
Unas caras sin vida, sin calor, de toda una familia desconocida que tenía poder sobre la ca¬sa, ocupaban los barrotes de las ventanas o aso¬maban con tristeza el entrecejo por encima del borde de las mesas. La niña Carmelita, cuando no buscaba cosas en las gavetas o caminaba por el patio, se iba a encerrar con llave en su cuarto. Los techos eran altos, de caballete. Trepado a la ventana, la miraba por un agujero. Ella ya no es¬taba en tierra: parecía una vela con su batola blanca, colgada del copetico, a mucha distancia del suelo. Así iba llegando la noche. Se oían cho¬car los cascos en el zaguán, y la esposa de mi tío, aquella mujer blanca y callada, salía a abrir el anteportón.
El caballo cruzaba el corredor saboreando un gran bocado de espuma, la mujer caminando de¬trás y mi tío encajado en la montura, un poco doblado para no tropezar en las viguetas. A ve¬ces volvía de la caballeriza con un grumo de telaraña en el pelo.
Comía en silencio, sin más nadie en la mesa, y ella lo observaba parada a su lado. Después los seguía hasta su cuarto y oía, pegado arriba en la ventana: primero hablaban muy bajito, a veces los dos al mismo tiempo, con un sonido ronco que se interrumpía. Sentía que se anuda¬ban, no les oía la ropa, sus sonidos eran dobles y gruesos y el jergón de lona resonaba. Ella em¬pezaba a quejarse suavecito, pero yo no podía saber más nada, porque me había soltado de la ventana y andaba por ahí, volando.
ANCIANAS
L
A VIEJAmás horrible que creí haber visto en mi vida, fue una ancianita de aspecto cando¬roso, toda menuda y de cabellos blancos, que parecía hecha a la medida de una minúscula ven¬tana donde podía encontrarla en cada mediodía, al ir a mi trabajo.
La casa era, a su vez, una vivienda enana,
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