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La Metamorfosis


Enviado por   •  4 de Noviembre de 2014  •  6.738 Palabras (27 Páginas)  •  391 Visitas

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La metamorfosis

4 Kafka, Franz (1974). La metamorfosis. Madrid: Ediciones Castella.

Lee en forma silenciosa y luego en forma oral la obra narrativa titulada, La metamorfosis del escritor Franz Kafka. Trata de imaginar todos los componentes de la historia, el ambiente, los personajes, las acciones.

(Versión con fines pedagógicos)

AL DESPERTAR GREGORIO SAMSA UNA MAÑANA, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la fi gura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la cobija, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas —Samsa era viajante de comercio—, colgaba una estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador una amplia manga, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo. Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sentíase repiquetear en el zinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía. —Bueno—pensó—; ¿qué

Franz Kafk a4

Encuentro con el texto

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pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? —Pero, era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado. —¡Ay, Dios! —Se dijo entonces.— ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esa plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo! Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos putitos blancos, que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero hubo de retirar ésta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos. —Estos madrugones —se dijo— le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso al hotel para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados, tomándose el desayuno. Sí yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas en la calle. Y ¿Quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, la habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del escritorio! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del escritorio para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarles la deuda a mis padres —unos cinco o seis años todavía—, vaya si lo hago. Y entonces, si que me redondeo. Bueno, pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco. —Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía tictac encima del baúl —¡Santo Dios! —exclamó para sus adentros. Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero, ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente un tanto más profundo. Y ¿qué hacia él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica del gerente, pues el muchacho del almacén, que habría bajado, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal muchacho una hechura del gerente, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿Qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas,

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pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado no había estado malo ni una sola vez. Vendría de seguro el jefe con el médico del sindicato. Se desataría en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo. […] Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse decidir abandonar el lecho, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. —Gregorio —dijo una voz, la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje? ¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era la de siempre, si, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a decir: —Si, sí. Gracias madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró […] Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: “Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa?” Esperó un momento y volvió a insistir, alzando algo la voz: “Gregorio, ¡Gregorio!” Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?” “Ya estoy listo”, respondió Gregorio a ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz. […] Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo, desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra comprendía que en la cama no podía pensar bien […] Arrojar la cobija lejos de sí era cosa muy sencilla. Bastaría con abombarse un poco: la cobija caería por sí sola. Pero la difi cultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado de los brazos y las manos; pero en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fi n dominar una de sus patas; pero mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. “No conviene hacerse el zángano en la cama”, pensó Gregorio. Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior —que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse en su exacta conformación— resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se inició muy despacio. Gregorio frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudez, que aquella parte inferior de su cuerpo era quizás, precisamente en su nuevo estado, la más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde de la cama. Esto no ofreció ninguna difi cultad, y, no

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obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por fin, aunque lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero, al verse con esta colgando en el aire, le entró miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así era preciso un verdadero milagro para sacar intacta la cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Antes quería quedarse en la cama. Después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos con hondísimos suspiros, se halló de nuevo en la misma posición tornó a ver sus patas presas de una excitación mayor que antes […] “Las siete ya —se dijo al oír de nuevo el despertador—. ¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!” Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver en silencio a su estado normal. Pero, a poco, pensó: “Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Sin contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a preguntar por mí, pues allí abren antes de las siete […] Cayó en la cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, desenfundarle del lecho y, agachándose luego con la carga, permitirle solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, tomando en cuenta que las puertas estaban cerradas, ¿le convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no le quedó otra que sonreírse. […] En esto, llamaron a la puerta del apartamento. “De seguro es alguien del alma- cén” —pensó Gregorio, quedando de pronto en suspenso, mientras sus patas seguían danzando cada vez más rápidamente […] Se sintieron aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. Le bastó a Gregorio oír la primera palabra pronunciada por el visitante, para percatarse de quien era. Era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una empresa en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas sospechas? ¿Es qué los empleados, todos en general y cada uno en particular, no eran sino unos pillos? ¿Es qué no podía haber entre ellos algún hombre de bien, que después de perder aunque sólo fuese un par de horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento y no se hallase en condiciones de abandonar la cama? […] Gregorio, más bien sobrexcitado por estos pensamientos se arrojó enérgicamente del lecho. Se oyó un golpe sordo, pero que no podría calificarse propiamente de estruendo […] —Algo ha ocurrido ahí dentro —dijo el gerente, en la habitación de la izquierda […] Desde la habitación contigua de la derecha, susurró la hermana esta noticia: “Gregorio, que ahí está el gerente”. “Ya lo sé”, contestó Gregorio para sus adentros. Pero no osó levantar la voz hasta el punto de hacerse oír por su hermana. […] —¡Buenos días señor Samsa! —terció amablemente el gerente. —No se encuentra bien —dijo la madre a este último mientras el padre continuaba hablando junto a la puerta—. No está bueno, créame usted, señor gerente. ¿Cómo si no, iba Gregorio a perder el tren? Si el chico no

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tiene otra cosa en la cabeza más que el almacén […] ni una sola noche ha salido de casa […] Su única distracción consiste en trabajos de carpintería. En dos o tres veladas ha tallado un marquito. Cuando lo vea usted, se va a asombrar; es precioso. Ahí está colgado en su cuarto; ya lo verá usted en seguida, en cuanto abra Gregorio. Por otra parte, celebro verle a usted, señor gerente, pues nosotros solos nunca hubiéramos podido convencer a Gregorio para que abriera la puerta. ¡Es más tozudo! [...] —Señor Samsa —dijo, por fin, el gerente con voz campanuda—, ¿qué significa esto? Se ha atrincherado usted en su habitación. No contesta más que sí o no. Inquieta usted grave e inútilmente a sus padres, y, sea dicho de paso, falta a su obligación en la empresa de una manera verdaderamente inaudita. Le hablo aquí en nombre de sus padres y de su jefe, y le ruego muy en serio que se explique al punto y claramente […] En estos últimos tiempos su trabajo ha dejado mucho que desear. Cierto que no es ésta la época más propicia para los negocios; nosotros mismos lo reconocemos. Pero, señor Samsa, no hay época, no debe haberla, en que los negocios estén completamente parados. —Señor gerente —gritó Gregorio fuera de sí, olvidándose en su excitación de todo lo demás—. Voy inmediatamente, voy al momento. Una ligera indisposición, un desvanecimiento, me ha impedido levantarme. Estoy todavía acostado […] ¡No se comprende cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer tarde estaba yo bien. Mis padres lo saben. […] ¡Señor gerente, tenga consideración con mis padres! No hay motivo para todos los reproches que me hace usted ahora […] Por lo demás saldré en el tren de las ocho. Este par de horas de descanso me han dado fuerzas. No se detenga usted más, señor gerente. En seguida voy al almacén. Explique usted allí esto, se lo suplico […] Y mientras espetaba atropelladamente este discurso […] se aproximó fácilmente al baúl e intentó enderezarse apoyándose en él [...] calló para escuchar lo que decía el gerente. —¿Han entendido ustedes una sola palabra? —preguntaba éste a los padres—. ¿No será que se hace el loco? —¡Por amor de Dios! —exclamó la madre llorando—. Tal vez se siente muy mal y nosotros le estamos mortificando. Y seguidamente llamó. —¡Grete! ¡Grete! —¿Qué madre? —contestó la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual hablaban. —Tienes que ir enseguida a buscar al médico; Gregorio está malo. Ve corriendo. ¿Has oído como hablaba ahora Gregorio? —Es una voz de animal— […] —¡Ana! ¡Ana! —Llamó el padre, volviéndose hacia la cocina a través del recibo y dando palmadas—, vaya inmediatamente a buscar un cerrajero. Ya se sentía por el recibo el rumor de las faldas de las muchachas que salían corriendo (¿cómo se habría vestido tan de prisa la hermana?), y ya se oía abrir bruscamente la puerta del apartamento. Pero no se percibió ningún portazo. Debieron de dejar la puerta abierta, como suele suceder en las casas donde ha ocurrido una desgracia. […] Gregorio, empero, hallábase ya mucho más tranquilo. Cierto es que sus palabras resultaban ininteligibles, aunque a él le parecían muy claras, más claras que antes, sin duda porque ya se le iba acostumbrando el oído. Pero lo esencial era que ya se habían percatado los demás de que algo insólito le sucedía y se disponían a acudir en su ayuda […] Gregorio se deslizó lentamente con el sillón hacia la puerta; al llegar allí, abandonó el asiento, se arrojó contra ésta, se sostuvo en pie, agarrado, pegado a ella por la viscosidad de su patas. Descansó así un rato del esfuerzo realizado. Luego intentó con la boca hacer girar la llave dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener lo que propiamente llamamos dientes. ¡Con qué iba entonces a coger la llave? Pero, en cambio, sus mandíbulas eran muy fuertes, y, sirviéndose de ellas, pudo poner la llave en

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movimiento, sin reparar en el daño que seguramente se hacía, pues un líquido oscuro le salió de la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo. —Escuchen ustedes —dijo el gerente en el cuarto inmediato—; está dando vueltas a la llave. Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. […] Imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos mordió con toda su alma la llave, medio desfallecido. Y, a medida que ésta giraba en la cerradura, él se sostenía, meciéndose en el aire, colgado por la boca, y, conforme era necesario, se agarraba a la llave o la empujaba hacia abajo con todo el peso de su cuerpo. El sonido metálico de la cerradura, cediendo por fin, le volvió completamente en sí —Bueno se dijo con un suspiro de alivio—; pues no ha sido preciso que venga el cerrajero, y dio con la cabeza en el pestillo para acabar de abrir. Este modo de abrir la puerta, fue causa de que, aunque franca ya la entrada, todavía no se le viese. Hubo primero que girar lentamente contra una de las hojas de la puerta, con gran cuidado para no caerse bruscamente de espaldas en el umbral. Y aún estaba ocupado en llevar a cabo tan difícil movimiento, sin tiempo para pensar en otra cosa, cuando sintió un “¡oh!” del gerente, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a este señor, el más inmediato a la puerta, taparse la boca con la mano y retroceder lentamente, como impulsado mecánicamente por una fuerza invisible. La madre —que, a pesar de la presencia del gerente, estaba allí despeinada, con el pelo enredado en lo alto del cráneo— miró primero a Gregorio, juntando las manos, avanzó luego dos pasos hacia él, y se desplomó por fin, en medio de sus faldas esparcidas en torno suyo, con el rostro oculto en las profundidades del pecho. El padre amenazó con el puño con expresión hostil, cual si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; se volvió luego, saliendo con paso inseguro al recibo, y, cubriéndose los ojos con las manos, rompió a llorar de tal modo, que el llanto sacudía su robusto pecho […] Gregorio, pues, no llegó a penetrar en la habitación; desde el interior de la suya permaneció apoyado en la hoja cerrada de la puerta que sólo presentaba la mitad superior del cuerpo, con la cabeza inclinada de medio lado, espiando a los circundantes […] —Bueno —dijo Gregorio muy convencido de ser el único que había conservado su serenidad […] Bueno, me visto al momento, recojo el muestrario y salgo de viaje. ¿Me permitirán que salga de viaje, verdad? Ea, señor gerente, ya ve usted que no soy testarudo y que trabajo con gusto. El viajar cansa; pero yo no sabría vivir sin viajar […] Pero inmediatamente cayó en tierra, intentando, con inútiles esfuerzos, sostenerse sobre sus innumerables y diminutas patas, y exhalando un ligero quejido. Al punto se sintió por primera vez aquel día, invadido por un verdadero bienestar: las patitas apoyadas en el suelo, obedecían perfectamente. […] A Gregorio le fue completamente imposible averiguar con qué disculpas habían despedido aquella mañana al médico y al cerrajero. Como no se hacía comprender de nadie, nadie pensó, ni siquiera la hermana, que él pudiese comprender a los demás. No le quedó, pues, otro remedio que contentarse, cuando la hermana entraba en su cuarto, con oírla gemir e invocar a todos los

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santos [….] El tren de la casa se redujo cada vez más. Se despidió a la criada, y se la sustituyó en los trabajos más duros por una asistenta, una especie de gigante huesudo, con un nimbo de cabellos blancos en torno a la cabeza, que venía un rato por la mañana y otro por la tarde, y fue la madre quien hubo de sumar, a su ya nada corta labor de costura, todos los demás quehaceres. Hubo, incluso, que vender varias alhajas que poseía la familia, y que en otros tiempos, habían lucido gozosas la madre y la hermana en fiestas y reuniones. Así lo averiguó Gregorio en la noche, por la conversación acerca del resultado de la venta. Pero, el mayor motivo de lamentación consistía siempre en la imposibilidad de dejar aquel apartamento, demasiado grande ya en las actuales circunstancias; pues no había modo alguno de mudar a Gregorio. Pero bien comprendía éste que él no era el verdadero impedimento para la mudanza, ya que se le podía haber transportado fácilmente en un cajón, con tal que tuviese un par de agujeros por donde respirar. No; lo que detenía principalmente a la familia, en aquel trance de mudanza, era la desesperación que ello le infundía al tener que concretar la idea de que había sido azotada por una desgracia, inaudita hasta entonces en todo el círculo de sus parientes y conocidos. […] Tuvieron que apurar hasta el fondo, el cáliz que el mundo impone a los desventurados: el padre tenía que ir a buscar el desayuno de los empleados del banco; la madre que sacrificarse por ropas de extraños; la hermana, que correr de acá para allá detrás del mostrador conforme lo exigían los clientes. Pero las fuerzas de la familia no daban ya más de sí. Y Gregorio sentía renovarse el dolor de la herida que tenía en la espalda, cuando la madre y la hermana, después de acostar al padre, tornaban al comedor y abandonaban el trabajo para sentarse muy cerca una de otra, casi mejilla con mejilla. La madre señalaba hacia la habitación de Gregorio y decía: Grete, cierra esa puerta. Y Gregorio se hallaba de nuevo en la oscuridad. […] Pero si la hermana, extenuada por el trabajo, se hallaba cansada de cuidar a Gregorio como antes, no tenía por qué ser remplazada por la madre, ni Gregorio tenía por qué sentirse abandonado, que ahí estaba la asistenta. Esta viuda, harto crecida en años y a quien su huesuda constitución debía haber permitido resistir las mayores amarguras en el curso de su dilatada existencia, no sentía hacia Gregorio ninguna repulsión propiamente dicha. Sin que ello pudiese achacarse a un afán de curiosidad, abrió un día la puerta del cuarto de Gregorio, y, a la vista de éste, que en su sorpresa, y aunque nadie le perseguía, comenzó a correr de un lado para otro [...] Desde entonces, nunca se olvidaba de entreabrir, tarde y mañana, furtivamente la puerta, para contemplar a Gregorio. Al principio, incluso le llamaba, con palabras que sin duda creía cariñosas, como: “¡Ven aquí, pedazo de bicho! ¡Vaya con el pedazo de bicho este!” […] Una mañana temprano —mientras la lluvia, tal vez heraldo de la primavera azotaba furiosamente los cristales— la asistenta comenzó de nuevo sus manejos, y Gregorio se irritó a tal punto, que se volvió contra ella, lenta y débilmente, es cierto, pero en disposición de atacar. Pero, ella en vez de asustarse, levantó simplemente una silla que estaba frente a la puerta, y se quedó en esta actitud, con la boca abierta de par en par, cual demostrando a las claras su propósito de no cerrarla hasta después de haber descargado sobre la espalda de Gregorio la silla que tenía en la mano. —¿Con qué no seguimos adelante? —preguntó, al ver que Gregorio retrocedía. Y tranquilamente volvió a colocar la silla en el rincón. Gregorio casi no comía. Al pasar junto a los alimentos que tenía dispuestos, tomaba algún bocado a modo de muestra, lo guardaba en la boca durante horas, y casi siempre lo escupía.

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Al principio, pensó que su desgano era efecto, sin duda, de la melancolía en que le sumía el estado de su habitación; pero precisamente se habituó muy pronto al nuevo aspecto de ésta. Habían ido tomando la costumbre de colocar allí las cosas que estorbaban en otra parte, las cuales eran muchas, pues uno de los cuartos de la casa había sido alquilado a tres huéspedes. Éstos, tres señores muy formales —los tres usaban barba, según comprobó Gregorio una vez por la rendija de la puerta—, cuidaban de que reinase el orden más escrupuloso no sólo en su propia habitación, sino en toda y todo lo de la casa, puesto que en ella vivían, y muy especialmente en la cocina. Trastos inútiles, y mucho menos cosas sucias no lo permitían [...] Todas esas cosas iban a parar al cuarto de Gregorio, de igual modo que el cenicero y el cajón de la basura […] Aquello que de momento no había de ser utilizado, la asistenta, que en esto se daba mucha prisa, lo arrojaba al cuarto de Gregorio, quien por fortuna, la mayoría de las veces, sólo lograba divisar el objeto en cuestión y la mano que lo esgrimía. […] De la comida se elevaba una nube de humo. Los huéspedes se inclinaron sobre las fuentes colocadas ante ellos, cual si quisiesen probarlas antes de servirse, y, en efecto, el que se hallaba sentado en medio, y parecía el más autorizado de los tres, cortó un pedazo de carne en la fuente misma, sin duda para comprobar que estaba bastante tierna y que no era menester devolverla a la cocina. Exteriorizó su satisfacción, y la madre y la hermana, que habían observado en suspenso la operación, respiraron y sonrieron. Entretanto la familia comía en la cocina […] A Gregorio le resultaba extraño percibir siempre, entre los diversos ruidos de la comida, el que los dientes hacían al masticar, cual si quisiesen demostrar a Gregorio que para comer se necesitan dientes, y que la más hermosa mandíbula, virgen de dientes, de nada puede servir. “Pues sí que tengo apetito —se decía Gregorio preocupado—, Pero no son éstas las cosas que me apetecen… ¡Cómo comen estos huéspedes! ¡Y yo, mientras muriéndome!”. Aquella misma noche —Gregorio no recordaba haber oído el violín en todo aquel tiempo—sintió tocar en la cocina. Ya habían acabado los huéspedes de cenar. El que estaba en medio había sacado un periódico y dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres leían y fumaban recostados hacia atrás. Al sentir el violín, quedó fi ja su atención en la música; se levantaron, y, de puntillas, fueron hasta la puerta del recibo, junto a la cual permanecieron inmóviles, apretados el uno contra el otro. Sin duda se les oyó desde la cocina, pues el padre preguntó: —¿Tal vez a los señores les desagrada la música? Y añadió: —En ese caso puede cesar al momento. —Al contrario — aseguró el señor de más autoridad—. ¿No querría entrar la señorita y tocar aquí? Sería mucho más cómodo y agradable. —¡Claro no faltaba más! —respondió el padre, cual si fuese él mismo el violinista. Los huéspedes tornaron al interior del comedor, y esperaron. Muy pronto llegó el padre con el atril, luego la madre con los papeles de música, y, por fi n,

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la hermana con el violín. La hermana lo dispuso todo tranquilamente para comenzar a tocar. Mientras, los padres, que habían tenido habitaciones alquiladas y que, por lo mismo, extremaban la cortesía para con los huéspedes no se atrevían a sentarse en sus propias butacas. […] Comenzó a tocar la hermana, y el padre y la madre, cada uno desde su sitio, seguían todos los movimientos de sus manos. Gregorio atraído por la música, se atrevió a avanzar un poco y se encontró con la cabeza en el comedor. Casi no le sorprendía la escasa consideración que guardaba a los demás en los últimos tiempos, y sin embargo, antes, esa consideración había sido su mayor orgullo. Pero, ahora más que nunca tenía él, motivos para ocultarse, pues, debido al estado de suciedad de su habitación, cualquier movimiento que hacía levantaba olas de polvo en torno suyo, y él mismo estaba cubierto de polvo y arrastraba consigo, en la espalda y en los costados, hilachos, pelos y restos de comida […] ¡Que bien tocaba la hermana! Con el rostro ladeado seguía atenta y tristemente leyendo el pentagrama. Gregorio se arrastró otro poco hacia adelante y mantuvo la cabeza pegada al suelo, haciendo por encontrar con su mirada la mirada de la hermana. ¿Sería una fiera, que la música tanto le impresionaba? Le parecía como si se abriese ante él el camino que habría de conducirle hasta un alimento desconocido ardientemente anhelado. Sí, estaba decidido a llegar hasta la hermana, a tirarle de la falda y a hacerle comprender de este modo que había de venir a su cuarto con el violín, porque nadie premiaba aquí su música como él quería hacerlo. […] Era preciso que la hermana permaneciese junto a él, no a la fuerza, sino voluntariamente; era preciso que se sentase junto a él en el sofá, que se inclinase hacia él, y entonces le confiaría al oído que había tenido la firme intención de enviarla al Conservatorio, y que de no haber sobrevenido la desgracia, durante las pasadas Navidades —¿pues las Navidades ya habían pasado no?—, así lo hubiera declarado a todos, sin cuidarse de ninguna objeción en contra. Y al oír esta explicación, la hermana, conmovida, rompería a llorar, y Gregorio se alzaría hasta sus hombros, y la besaría en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba desnudo, sin cinta al cuello […] —Señor Samsa —dijo de pronto al padre el señor que parecía ser el más autorizado. Y, sin desperdiciar ninguna palabra más, mostró al padre, extendiendo el índice en aquella dirección, a Gregorio, que iba lentamente avanzando. El violín enmudeció de pronto, y el señor que parecía el más autorizado sonrió a sus amigos, sacudiendo la cabeza, y se tornó a mirar a Gregorio. […] Al padre le pareció lo más urgente, en lugar de arrojar de allí a Gregorio, tranquilizar a los huéspedes, los cuales no se mostraban ni mucho menos intranquilos, y parecían divertirse más con la aparición de Gregorio que con el violín. Se precipitó hacia ellos, y, extendiendo los brazos, quiso empujarlos hacia su habitación a la vez que les ocultaba con su cuerpo la vista de Gregorio. Ellos, entonces, no disimularon su enojo, aunque no era posible saber si éste obedecía a la actitud del padre o al enterarse en aquel momento de que habían convivido, sin sospecharlo, con un ser de aquella índole. Pidieron explicaciones al padre, alzaron a su vez los brazos al cielo, se estiraron la barba con gesto inquieto, y no retrocedieron sino muy lentamente hasta su habitación. Mientras, la hermana había logrado sobreponerse a la impresión que hubo de causarle en un principio al verse bruscamente interrumpida. Se quedó con los brazos caídos, sujetando con indolencia el arco y el violín, y la mirada fija en el papel de música, cual si todavía tocase.

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[…] Pero la cosa es que a Gregorio no se le había ocurrido en absoluto querer asustar a nadie, ni mucho menos a su hermana. Lo único que había hecho era empezar a dar la vuelta para volver a su habitación, y esto fue, sin duda, lo que sobrecogió a los demás, pues, a causa de su estado doliente, tenía, para realizar aquel difícil movimiento, que ayudarse con la cabeza, levantándola y volviendo a apoyarla en el suelo varias veces. Se detuvo y miró en torno suyo. Parecía adivinada su buena intención: aquello sólo había sido un susto momentáneo. Ahora todos le contemplaban tristes y pensativos. La madre estaba en su butaca, con las piernas extendidas ante sí, muy juntas una contra otra, y los ojos casi cerrados de cansancio. El padre y la hermana se hallaban sentados uno al lado del otro, y la hermana rodeaba con su brazo el cuello del padre. —Bueno, tal vez pueda ya moverme —pensó Gregorio, comenzando de nuevo su penoso esfuerzo. No podía contener sus resoplidos, y de cuando en cuando tenía que pararse a descansar. Pero, nadie le apresuraba; se le dejaba en entera libertad. Cuando hubo dado la vuelta, inició en seguida la marcha atrás en línea recta. Le asombró la gran distancia que le separaba de su habitación; no acertaba a comprender como en su actual estado de debilidad, había podido, momentos antes, hacer ese mismo camino sin notarlo. Con la única preocupación de arrastrarse lo más rápidamente posible, apenas si reparó en que ningún miembro de la familia le azuzaba con palabras o gritos. Al llegar al umbral, volvió, empero, la cabeza, aunque sólo a medias, pues sentía cierta rigidez en el cuello, y pudo ver que nada había cambiado a su espalda. Únicamente la hermana se había puesto de pie. Y su última mirada fue para la madre, que, por fi n, se había quedado dormida […] A la mañana siguiente, cuando entró la asistenta —daba tales portazos, que en cuanto llegaba ya era imposible descansar en la cama a pesar de las infi nitas veces que se le había rogado otras maneras— para hacer a Gregorio la breve visita de costumbre, no halló en él, al principio, nada de particular. Supuso que permanecía así inmóvil, con toda intención, para hacerse el enfadado, pues le consideraba capaz del completo discernimiento. Casualmente llevaba en la mano el deshollinador, y quiso con él hacerle cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al ver que tampoco con esto lograba nada, se irritó a su vez, empezó a pincharle, y tan sólo después que le hubo empujado sin encontrar ninguna resistencia se fi jó en él y, percatándose al punto de lo sucedido, abrió desmesuradamente los ojos y dejó escapar un silbido de sorpresa. Pero, no se detuvo mucho tiempo, sino que, abriendo bruscamente la puerta de la alcoba, lanzó a voz en grito en la oscuridad: —¡Miren ustedes, ha reventado! ¡Ahí le tienen lo que se dice reventado! El señor y la señora Samsa se incorporaron en el lecho matrimonial. Les costó gran trabajo sobreponerse al susto, y tardaron bastante en comprender lo que de tal manera les anunciaba la asistenta. Una vez comprendido esto, bajaron al punto de la cama, cada uno por su lado. […] Mientras se había abierto también la puerta del comedor, en donde dormía Grete desde la llegada de los huéspedes. Grete estaba del todo vestida, cual si no hubiese dormido en toda la noche, cosa que parecía confirmar la palidez de su rostro.

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—¿Muerto? —dijo la señora Samsa, mirando interrogativamente a la asistenta, no obstante poderlo comprobar todo por sí misma, e incluso averiguarlo sin necesidad de comprobación ninguna. —Esto es lo que digo —contestó la asistenta, empujando un buen trecho con la escoba el cadáver de Gregorio, cual para probar la veracidad de sus palabras. La señora Samsa hizo un movimiento como para detenerla, pero no la detuvo. —Bueno —dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios. Se santiguó, y las tres mujeres le imitaron. Grete no apartaba la vista del cadáver: Miren que delgado estaba —dijo—, verdad es que hacía ya tiempo que no probaba bocado. Así como entraban las comidas, así se las volvían a llevar. El cuerpo de Gregorio aparecía, efectivamente, completamente plano y seco. De esto sólo se enteraban ahora, porque ya no lo sostenían sus patitas, y nadie apartaba de él la mirada. —Grete vente un ratito con nosotros —dijo la señora Samsa, sonriendo melancólicamente. Y Grete, sin dejar de mirar hacia el cadáver, siguió a sus padres a la alcoba. La asistenta cerró la puerta, y abrió las ventanas de par en par. Era todavía muy temprano, pero el aire tenía ya, en su frescor, cierta tibieza. Se estaba justo a fines de marzo. Los tres huéspedes salieron de su habitación y buscaron con la vista su desayuno. Los habían olvidado. —¿Y el desayuno? Le preguntó a la asistenta con mal humor el señor que parecía el más autorizado de los tres. Pero la asistenta poniéndose el índice ante la boca, invitó silenciosamente, con señas enérgicas, a los señores a entrar en la habitación de Gregorio. Entraron pues, y allí estuvieron, en el cuarto inundado de claridad, en torno al cadáver de Gregorio, con expresión desdeñosa y las manos hundidas en los bolsillos de sus raídas chaquetas. Entonces se abrió la puerta de la alcoba y apareció el señor Samsa, enfundado en su uniforme, llevando de un brazo a su mujer y del otro a su hija. Todos tenían trazas de haber llorado algo, y Grete ocultaba de cuando en cuando el rostro contra el brazo del padre. —Abandonen ustedes inmediatamente mi casa —dijo el señor Samsa, señalando la puerta, pero sin soltar a las mujeres. —¿Qué pretende usted dar a entender con esto? —le preguntó el más autorizado de los señores, algo desconcertado y sonriendo con timidez. Los otros dos tenían las manos cruzadas en la espalda, y se las frotaban sin cesar una contar otra, cual si esperasen gozosos una pelea cuyo resultado había de serles favorable. —Pretendo dar a entender exactamente lo que digo —contestó el señor Samsa, avanzando con sus dos acompañantes en una sola línea hacia el huésped. Este permaneció callado y tranquilo, con la mirada fija en el suelo […] En ese caso, nos vamos —dijo, por fin, mirando al señor Samsa, como si una fuerza repentina le impulsase a pedirle autorización incluso para esto. […] Decidieron dedicar aquel día al descanso y a pasear: no sólo tenían bien ganada esta tregua en su trabajo, sino que les era indispensable […] Cuando estaban ocupados en estos menesteres, entró la asistenta a decirles que se iba, pues ya había terminado su trabajo de la mañana […] —¿Qué pasa? —preguntó el señor Samsa. La asistenta permanecía sonriente en el umbral, cual tuviese que comunicar a la familia una felicísima nueva, pero indicando con su actitud que sólo lo haría después de haber sido convenientemente interrogada […] —Bueno, vamos a ver, ¿Qué desea usted? —preguntó la señora Samsa, que era la persona a quien más respetaba la asistenta. —

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Pues —contestó ésta, y la risa no le dejaba seguir—, pues que no tienen ustedes que preocuparse respecto a cómo van a quitarse de en medio el trasto ese de ahí al lado. Ya está todo arreglado […] el señor Samsa, advirtiendo que la sirvienta se disponía a contarlo todo minuciosamente, la detuvo, extendiendo con energía la mano hacia ella. La asistenta, al ver que no le permitían contar lo que traía preparado, recordó que tenía mucha prisa— —¡Queden con Dios! —dijo, visiblemente ofendida. Dio media vuelta con gran irritación, y abandonó la casa dando un portazo terrible. —Esta noche la despido —dijo el señor Samsa. […] La madre y la hija se levantaron y se dirigieron hacia la ventana, ante la cual permanecieron abrazadas. El señor Samsa hizo girar su butaca en aquella dirección, y estuvo observándolas un momento tranquilamente. Luego: —bueno —dijo—, vengan ya. Olviden de una vez las cosas pasadas. Tengan también un poco de consideración conmigo […] Luego salieron los tres juntos, cosa que no había ocurrido desde hacía meses, y tomaron el tranvía para ir a respirar el aire libre de las afueras. El tranvía, en el cual eran los únicos viajeros, se hallaba inundado de la luz cálida del sol. Cómodamente recostados en sus asientos, fueron cambiando impresiones acerca del porvenir, y vieron que, bien pensadas las cosas, éste no se presentaba con tonos oscuros, pues sus tres empleos —sobre los cuales no se habían interrogado claramente unos a otros— eran muy buenos, y, sobre todo, permitían abrigar para más adelante grandes esperanzas. Lo que de momento más habría de mejorar la situación— sería mudar de casa. Deseaban una casa más pequeña y más barata, y, sobre todo, mejor situada y más práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio. Y mientras así departían, se percataron casi simultáneamente el señor y la señora Samsa de que su hija, la cual pese a todos los cuidados perdiera el color en los últimos tiempos, se había desarrollado y convertido en una linda muchacha llena de vida. Sin cruzar ya palabra, entendiéndose casi instintivamente con las miradas, se dijeron uno a otro que ya era hora de encontrarle un buen marido. Y cuando llegaron al término del viaje, la hija se levantó primero y estiró sus formas juveniles, pareció que confi rmase con ello los nuevos sueños y sanas intenciones.

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