La Metamorfosis
4 de Noviembre de 2014
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La metamorfosis
4 Kafka, Franz (1974). La metamorfosis. Madrid: Ediciones Castella.
Lee en forma silenciosa y luego en forma oral la obra narrativa titulada, La metamorfosis del escritor Franz Kafka. Trata de imaginar todos los componentes de la historia, el ambiente, los personajes, las acciones.
(Versión con fines pedagógicos)
AL DESPERTAR GREGORIO SAMSA UNA MAÑANA, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la fi gura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la cobija, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de telas —Samsa era viajante de comercio—, colgaba una estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador una amplia manga, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo. Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (sentíase repiquetear en el zinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía. —Bueno—pensó—; ¿qué
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Encuentro con el texto
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pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías? —Pero, era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esa postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado. —¡Ay, Dios! —Se dijo entonces.— ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esa plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo! Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos putitos blancos, que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero hubo de retirar ésta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos. —Estos madrugones —se dijo— le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso al hotel para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados, tomándose el desayuno. Sí yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas en la calle. Y ¿Quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, la habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del escritorio! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del escritorio para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarles la deuda a mis padres —unos cinco o seis años todavía—, vaya si lo hago. Y entonces, si que me redondeo. Bueno, pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco. —Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía tictac encima del baúl —¡Santo Dios! —exclamó para sus adentros. Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero, ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente un tanto más profundo. Y ¿qué hacia él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica del gerente, pues el muchacho del almacén, que habría bajado, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal muchacho una hechura del gerente, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿Qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas,
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pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado no había estado malo ni una sola vez. Vendría de seguro el jefe con el médico del sindicato. Se desataría en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo. […] Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse decidir abandonar el lecho, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama. —Gregorio —dijo una voz, la de la madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje? ¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era la de siempre, si, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, se confundían luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a decir: —Si, sí. Gracias madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró […] Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó: “Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa?” Esperó un momento y volvió a insistir, alzando algo la voz: “Gregorio, ¡Gregorio!” Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente: “Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?” “Ya estoy listo”, respondió Gregorio a ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz. […] Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo, desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra comprendía que en la cama no podía pensar bien […] Arrojar la cobija lejos de sí era cosa muy sencilla. Bastaría con abombarse un poco: la cobija caería por sí sola. Pero la difi cultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado de los brazos y las manos; pero en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fi n dominar una de sus patas; pero mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. “No conviene hacerse el zángano en la cama”, pensó Gregorio. Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior —que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse en su exacta conformación— resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se inició muy despacio. Gregorio frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su agudez, que aquella parte inferior de su cuerpo era quizás, precisamente en su nuevo estado, la más sensible. Intentó, pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde de la cama. Esto no ofreció ninguna difi cultad, y, no
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obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por fin, aunque lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero, al verse con esta colgando en el aire, le entró miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así era preciso un verdadero milagro para sacar intacta la cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Antes quería quedarse en la cama. Después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos con hondísimos suspiros, se halló de nuevo en la misma posición tornó a ver sus patas presas de una excitación mayor que antes […] “Las siete ya —se dijo al oír de nuevo el despertador—. ¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!” Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver en silencio a su estado normal. Pero, a poco, pensó: “Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya
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