La Tigresa
Saulichis23 de Enero de 2014
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B. RAVEN
En cierto lugar del exuberante estado de Michoacán, México, vivía una joven a quien la naturaleza, aquí especialmente buena y pródiga, le había ofrendado todos esos dones que pueden contribuir grandemente a la confianza en sí misma y felicidad de una mujer.
Y en verdad que era éste un ser afortunado, pues poseía además una cuantiosa herencia que sus progenitores, al morir uno casi seguido del otro, le habían dejado. Su padre había sido un hombre de gran capacidad y dedicación al trabajo, por lo que mucho antes de morir ya había logrado, a base de su esfuerzo personal, un próspero negocio de talabartería, así como tierras y propiedades que pasaron a manos de Luisa Bravo, su hija.
Existía también la probabilidad de ser aún más rica algún día al morir sus acaudalados parientes, su abuela y una tía, con quien Luisa vivía desde la muerte (le sus padres.
No era de sorprender, pues, que por su extraordinaria belleza y aún más por su considerable fortuna, fuera muy codiciada por los jóvenes de la localidad con aspiraciones matrimoniales.
Mientras tanto, Luisa disfrutaba de la vida como mejor le gustaba. Amaba los caballos y era una experta amazona siempre dispuesta a jugar carreras o a competir con cualquier persona que se atreviera a retarla. Raras veces perdía, pero cuando esto sucedía, el ganador que conociera bien su carácter y estimara en algo el bienestar propio, trataría de quitarse rápidamente de su alcance, pues aunado a las ventajas antedichas, iba una arbitraria e indómita naturaleza.
A pesar de su mal genio, los pretendientes revoloteaban a su alrededor como las abejas sobre un plato lleno de miel. Pero ninguno, no importa que tan necesitado se encontrara de dinero, o que tan ansioso estuviera de compartir su cama con ella, se arriesgaba a proponerle un compromiso formal antes de pensarlo detenidamente.
Sin embargo, donde hay tanto dinero a la par con tanta belleza, cualquiera está dispuesto a aceptar ciertos inconvenientes que toda ganga trae consigo.
Se daba el caso de que Luisa no sólo poseía todos los defectos inherentes a las mujeres, sino que acumulaba algunos más.
Como hija única, sus padres habían vivido en constante preocupación por ella y con un miedo aterrador a perderla, aunque la niña estaba tan sana y robusta como una princesa holandesa. Todo lo que hacía o decía armaba gran revuelo entre sus parientes y gente a su alrededor, y desde luego la complacían en todos sus deseos y caprichos.
El significado de la palabra “obediencia” no existía para ella. Nunca obedeció, pero también hay que aclarar que nunca alguien se preocupó o insistió en que lo hiciera.
Sus padres la enviaron a una escuela en la capital y después a un colegio en los Estados Unidos. En estos planteles la niña se esforzaba más o menos por obedecer, obligada por las circunstancias, pero en el fondo no cambiaba su carácter de libre albedrío. Mientras se encontraba en el colegio, su vanidad exagerada y ambición desmedida por superar a todas las compañeras y ganar siempre los primeros lugares en todo, la sometían a cierta disciplina. Pero cuando llegaba de vacaciones a su casa, se desquitaba dando rienda suelta a su verdadera naturaleza.
Para dar una idea más precisa de su carácter, habría que agregar la ligereza con que se enfurecía y hacía explosión por el motivo más insignificante y baladí. Las muchachas indígenas de la servidumbre y los jóvenes aprendices en la talabartería de su padre solían correr y esconderse por horas enteras cuando Lui3a tenía uno de sus ataques temperamentales. Hasta sus mismos padres se retiraban a sus habitaciones y aparecían cuando calculaban que ya se le había pasado el mal humor.
De no ser por el hecho de que sus padres pertenecían a una de las mejores y más influyentes familias de los contornos, la posibilidad de que fuera declarada mentalmente afectada y encerrada en un sanatorio no hubiera sido muy remota.
Sin embargo, estos arranques de furia sucedían generalmente dentro de la casa y no afectaban la seguridad pública. Cuando había realmente algún destrozo, personal o material, los padres siempre reparaban el daño con regalos y doble demostración de afecto y bondad hacia los perjudicados por su hija, en especial tratándose de la servidumbre.
Con todo, había en Luisa algunas cualidades que atenuaban un poco sus tremendas fallas. Entre otras, poseía la de ser generosa y liberal. Y una persona que no puede ver a un semejante morir de hambre y que está siempre dispuesta a regalar un peso o quizá un par de zapatos viejos o un vestido, que, aunque usado, todavía está presentable, o alguna ropa interior o hasta una caja de música cuya melodía ya ha fastidiado, para aliviar la urgente necesidad del prójimo o alegrarle en algo la existencia, siempre es perdonada.
Los estudios de bachillerato agregaron algo al carácter de Luisa, pero este añadido no fué precisamente para mejorarlo. Pasó todos los exámenes con honores. Esto, naturalmente, la hizo más suficiente e insoportable. Su orgullo y vanidad no cabían. Nadie podía decirle algo sobre un libro, una filosofía, o un sistema político, un punto de vista artístico o descubrimiento astronómico sin que ella manifestara saberlo todo antes y mejor.
Contradecía a todo el mundo, y por supuesto sólo ella podía tener la razón. Si alguien lograba demostrarle, sin lugar a duda, que estaba equivocada, inmediatamente tenía uno de esos ataques de furia.
Jugaba ajedrez con maestría, pero no admitía una derrota. Si algún contrincante la superaba, suspendía el partido aventándole a éste no sólo las piezas del juego, sino hasta el tablero.
Con todo y esto tenía días en que no sólo era soportable, sino hasta agradable de tal modo, que la gente olvidaba de buena gana sus groserías.
Explicados estos antecedentes, es fácil comprender por qué, tarde o temprano, los aspirantes a su mano se retiraban, o más bien eran retirados por Luisa con sus insolencias y a veces hasta con golpes.
Más de un joven valiente y soñador, entusiasmado por la belleza de Luisa y aún más por su dinero, creía poder llegar a ser, una vez casados, amo y señor de la joven esposa. Pero esta quimérica ilusión era acariciada sólo por aquellos que habían tratado a Luisa una o dos veces a lo sumo. Al visitar la casa por tercera vez, volvían a la realidad y perdían toda esperanza, pues se convencían entonces definitivamente de que la doma de esta tigresa llevaba el riesgo de muerte para el domador.
Ella, desde luego, no ponía nada de su parte porque, a decir verdad, el casarse o no, la tenía sin cuidado. Sabía, naturalmente, que, cuando menos por razones económicas, no necesitaba ningún hombre. En cuanto a otros motivos, bueno, ella no estaba realmente convencida de si una mujer puede pasársela o no sin la otra mitad de la especie humana. No en vano había estado en un colegio estadunidense, en donde, aparte de inglés, se aprenden muchas otras cosas prácticas y útiles.
Pero como cualquier otro mortal, Luisa también cumplía años. Tenía ya veinticuatro, una edad en la cual en México las mujeres ya no se sienten en condiciones de escoger, y generalmente toman lo que les llega sin esperar títulos, posición social, fortuna o al hombre guapo y viril de sus sueños.
Mas, Luisa era distinta. Ella no tenía ninguna prisa y no le importaba saber si todavía la contaban entre las elegibles o no. Tenía la convicción de que era mejor, después de todo, no casarse, pues de este modo no tenía que obedecer ni agradar a nadie. Se daba cuenta, observando a sus amigas casadas y antiguas compañeras de colegio, que, cuando menos para una mujer con (linero. la vida es más agradable y cómoda cuando no se ha perdido la libertad.
Sucedió que en ese mismo estado de Michoacán vivía un hombre que hacía honor a su bueno y honrado, aunque sencillo, nombre de Juvencio Cosío.
Juvencio tenía un buen rancho no muy lejos de la ciudad donde vivía Luisa. A caballo, estaba a una hora de distancia. El no era precisamente rico, pero sí bastante acomodado, pues sabía explotar provechosamente su rancho y sacarle pingües utilidades.
Tenía unos treinta y cinco años de edad, era de constitución fuerte. estatura normal, ni bien ni mal parecido… Bueno. uno de esos hombres que no sobresalen por algo especial y que aparentemente no han destacado rompiendo marcas mundiales en los deportes.
Permanecerá en el misterio el hecho de si él había oído hablar antes de Luisa o no. Cuando después frecuentemente se lo preguntaban sus amigos, él siempre contestaba:
—No.
Lo más probable es que nadie le previno acerca de ella.
Cierto día en que tuvo la necesidad de comprar una silla de montar, pues la suya estaba muy vieja y deteriorada, montó su caballo y fué al pueblo en busca de una. Así fué como llegó a la talabartería de Luisa, donde vió las sillas mejor hechas y más bonitas de la región.
Ella manejaba personalmente la talabartería que heredara, primero, porque habían sido los deseos de su padre el que el negocio continuara funcionando, y segundo, porque le gustaba mucho todo lo concerniente a los caballos. Dirigía la tienda con la ayuda de un antiguo encargado que había trabajado con su padre durante más de treinta años y de dos empleados casados que también llevaban ya muchos años en la casa. Como el negocio estaba encarrilado,
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