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La balada de María Abdalá


Enviado por   •  11 de Abril de 2017  •  Exámen  •  47.176 Palabras (189 Páginas)  •  243 Visitas

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JUAN GOSSAIN

 

 La balada de María Abdalá

 

 [pic 1]

 

 Hay que quitarle al olvido lo que se está llevando

 

 A mi mujer, crítico implacable y voz de aliento, compañera de viaje en esta aventura y biznieta bastarda de Venturolli.

 

 Como una bandada de aves sorprendidas,

 Sobre mí se abaten todos mis recuerdos.

 Verlaine

 

 La memoria es ahora como las ramas secas:

 cadáveres de nombres, pedazos de recuerdos.

 La ceniza,

 que vuela entre la brisa,

 ya no es rescoldo. Fría

 y vieja fotografía,

 retazos de gentes y lugares. Piltrafas de la vida

 Hay que rescatar las piezas

 perdidas

 del rompecabezas.

 Restos de evocaciones, migajas,

 añoranzas

 por la gente que pasa.

 Volver a tejerlos:

 la memoria es el hilo.

 Aquellos olores extraviados,

 el humo de la leña

 y la tierra caliente apelmazada por la lluvia.

 Rostros y sitios, colores y voces en las garras feroces del olvido.

 

 1

 LA MUERTE

 

 Mi madre empezó a morirse el viernes a la una de la tarde. Aunque los muertos no tenemos noción del tiempo —ni falta que nos hace—, supe que estamos en diciembre al ver la claridad del mediodía que entra a raudales por los tragaluces del baño. Supe también que es la una de la tarde porque el aire tiene la fragancia inconfundible de la leña verde del almuerzo y su humo espeso. Supe, en fin, que hoy es viernes, porque acabo de oír el caballo blanco del compadre Jacinto Negrete que caracolea en el patio. Se desmontará con el salto garboso que le permite su vejez atlética, apoyando un pie en el estribo, y después habrá de amarrarlo bajo la sombra coposa del palo de mango. La misma ceremonia ritual de todos los viernes, desde que existe el mundo, al pie de los célebres mangos de masa que Simón Neri había traído en la emigración de su aldea de Raipur, cerca de Bombay, en la India, y se pueden cortar en redondo, por la cintura, como un aguacate, y separar en dos mitades iguales porque no tienen fibras ni dejan hilachas entre los dientes y su carne amarilla recuerda más al durazno maduro que a los mangos comunes. Mi madre rellenaba la oquedad de los mangos con el helado de canela de la señora Baldé o con jalea de pina y los servía de postre en el almuerzo familiar de los sábados. Los mangos son el pasado. La muerte es el presente. Mi madre se está apagando.

 El primer muerto de la familia fui yo. Una tarde de agosto, hace diez años, un toro cimarrón que tenía una estrella blanca en la frente me empitonó en la corraleja que levantaron en la plaza para celebrar las fiestas patronales. Me suspendió con el cuerno por la pretina del pantalón, me lanzó al aire polvoriento, caí de espaldas al suelo, me puso la pezuña en el pecho y me desprendió el corazón. A pesar de los vértigos de la borrachera recuerdo con fidelidad, porque los muertos gozamos de buena memoria, que lo último que escuché fue el griterío de espanto de la gente y el sonido atronador del clarinete de la banda de músicos que tocaba el porro dedicado a Roque Guzmán. Antes de cerrar los ojos en tres parpadeos consecutivos, vi también un rayo de sol anaranjado que atravesaba las nubes y me amortajó la cara.

 Ahora que he vuelto a la casa de mis mayores, diez años después, siento que la brisa huele a cebollas fritas y trigo amasado con hierbabuena. Encuentro cada cosa en el sitio donde la había dejado, aunque un poco más vieja. «El tiempo no pasa en balde», solía decir mi madre, con un suspiro de añoranzas, a medida que iba envejeciendo. Mi padre tiene ahora surcos en la frente, se le cayeron las últimas guedejas que le quedaban en la cabeza y se le ha encanecido el bigote de sultán otomano, que en tiempos mejores se atusaba con gomina y lavanda. En su caso el mostacho no fue nunca un emblema de la vanidad masculina, como la redecilla del moño de mi madre lo era de su orgullo femenino, sino una pieza sustancial del organismo, al igual que los pulmones o las costillas. La casa tiene algunas peladuras. El invierno ha trazado un dibujo húmedo en el cielorraso. No queda ni rastro del palomar que yo mismo construí junto al corral de las gallinas. Al rancho de la cocina le cambiaron las tejas hendidas por el sol, aunque las tres piedras del fogón se hallan en su lugar de siempre, al lado de la olla para el sancocho y la rinconera donde se guarda la leña. Las ramas de los árboles están tostadas por la sequía que aprieta en esta época del año. El matarratón, sembrado por mi madre, se está muriendo con ella.

 Mi padre convocó en silencio la presencia de todos sus hijos, el muerto y las vivas, desde hace una semana, cuando se hizo evidente que mi madre estaba entrando en un desfallecimiento lento y tranquilo. En realidad, parece que estuviera en reposo: de medio lado, la mano puesta entre la cabeza y la almohada, tal como se acostaba a la hora de hacer la siesta. La estamos velando en el baño, no sólo porque ese es el lugar donde vivió los últimos años de su vida, desde la muerte de la santa, y allí dormía y almorzaba, sino también porque el baño es el recinto más amplio y más cómodo de la casa, y en él hay capacidad suficiente para la concurrencia que llegará llorando a la hora del tránsito.

 Frente a la cama, una vela blanca arde en el candelabro. Su llama inmóvil, aturdida por el calor, crepita de vez en cuando con pequeñas chispas amarillas. Volando en el espacio, yo pienso que en cualquier momento puede desatarse un incendio, pero me entretengo mirando la llama que crece en la humedad sofocante del baño.

 Mis hermanas, de pie, alineadas de mayor a menor, como si el señor Pinto fuera a venir a tomarles una fotografía, tienen puestos los vestidos de organdí rosado de las grandes ocasiones fúnebres o festivas. Desde mi estancia invisible, pienso que son muy útiles esos trajes que sirven para todo. Mi padre está sentado en el último rincón, junto al sanitario, discreto como ha sido toda su vida, extraviado en su propio contorno, con sus ojos de aspecto distraído, preocupado de no convertirse en un estorbo ni captar la atención de nadie. La camisa de dril, de mangas muy anchas para su peso, parece más oscura por los lamparones de sudor en las axilas. Mi padre es un niño desorientado. Desde su vieja butaca de cuero cuarteado mira sin espabilar a un punto fijo de la pared. Reconstruye en silencio, con la única ayuda de su corazón, los recuerdos más antiguos de la vida, empezando por el primero, aquella madrugada tempestuosa en que llegó de sus valles del Líbano, luego de atravesar medio mundo, a este pueblo que se levanta en la barranca del río, a la espalda de un mar que burbujea de calor. De repente, acorralado por la nostalgia, se pone a silbar entre el silencio del baño una canción árabe aprendida en su adolescencia. Mi madre, que lo alcanza a escuchar mientras se va hundiendo en el fango inmóvil de la muerte, abre los ojos por un instante fugaz y reconoce la melodía, la misma que él le cantaba bajo los luceros, cuando dormían a campo traviesa, donde los agarrara la noche, con el cielo por techo, viajando de pueblo en pueblo, en sus tiempos felices de vendedores ambulantes, hasta que una tempestad le echó encima la mula en un desfiladero, se rompió ambos brazos y mi padre tuvo que ayudarla a hacer sus necesidades mayores entre la maleza. A partir de entonces decidieron afincarse en el pueblo, abrieron su tiendecita de cachivaches y no volvieron jamás a las correrías.

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