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La redistribución económica y territorial de los privilegios

rosselTutorial25 de Julio de 2012

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Capítulo I

La redistribución económica y territorial de los privilegios

En el Perú, la ideología socialista que prometía el Edén sin haber trabajado para conseguirlo, ha alimentado la impaciencia popular. La ideología llegó antes que el mercado. La idea de que se podía conquistar el paraíso social estatizando la economía y protegiendo a la industria, que se aplicó rigurosamente en los setenta, sólo sirvió, por supuesto, para llevarnos, al cabo, al infierno de la hiperinflación y de la descapitalización del país. Velasco logró efectivamente romperle el espinazo a la “oligarquía”, pero con ello decapitó el proceso de acumulación de capital. Por eso, dicho proceso se convirtió en una prioridad vital a partir de los noventa.

Reconstruir la acumulación, sin embargo, no implicaba anular las fuerzas redistributivas o inclusivas, sino todo lo contrario, porque de lo que se trataba era más bien de suprimir privilegios rentistas que desviaban ingresos de la sociedad a favor de sectores urbano-industriales y burocráticos protegidos. Se trataba de cortar el círculo vicioso empobrecedor que consumía su propio mercado interno al extraerle rentas y no comprarle nada, porque lo que teníamos era una industria ensambladora-importadora sobreprotegida que no compraba insumos del interior, un Estado que se financiaba con el impuesto inflacionario a costa de los más pobres, y un aparato empresarial del Estado que beneficiaba a unos pocos con tarifas bajas a costa de excluir a las mayorías de los servicios.

Las reformas económicas buscaban precisamente romper ese círculo vicioso suprimiendo los privilegios rentistas que lo habían engendrado. Su ejecución no estaría exenta de un costo social inicial, porque muchas personas perderían su status, sus empresas o sus empleos, pero sus beneficios debían ser mucho mayores porque permitirían un efecto de redistribución inmediata de esas ganancias rentistas en favor de los consumidores en general y del sector rural y andino en particular. La reforma liberal debía ser, en ese sentido, básicamente redistributiva e inclusiva.

De hecho, la reforma comercial, que bajó y tendió a uniformizar los aranceles a la importación, redujo las ganancias rentistas de la industria nacional a favor de los consumidores. Esto, sumado a los efectos del control de la inflación –que afecta más a los pobres- produjo una inmediata redistribución de los ingresos de las clases altas a los sectores populares, como veremos más adelante, efecto que, sumado a otras reformas, sentó una tendencia a la reducción sostenida de la desigualdad entre niveles socioeconómicos en el país.

Pero eso no es todo. La reforma comercial también transformó la estructura industrial en una mucho más articulada a los recursos naturales del interior, a la agricultura y a la minería, y mucho más exportadora, generando mayor empleo en provincias y ayudando a reducir la brecha centralista y la desigualdad urbano-rural. Más aún, al apuntar a aranceles uniformes, impuso, por primera vez, un arancel a la importación de alimentos, lo que contribuyó a restituir a los productores del campo los ingresos que de manera rentista otros sectores les habían confiscado. Ahora la producción agrícola gozaba, como la industrial, de una cierta protección arancelaria. La desigualdad se acortaba. El efecto fue tanto más importante cuanto que, desde los setenta, los productores locales, particularmente los de papa, debieron afrontar la competencia desleal del fideo elaborado con trigo importado que no solamente no pagaba aranceles sino que resultaba doblemente subsidiado: tanto en sus países de origen -Estados Unidos- como, por razones de populismo alimentario, en el Perú (De Althaus, 1987).

En efecto, como sabemos, en los setenta el gobierno de las fuerzas armadas desarrolló una política de importación de alimentos baratos con un subsidio fiscal que se añadía al subsidio que esa producción recibía en los países de origen. La idea ¨revolucionaria¨ era abaratar la alimentación popular. Esta política fue revertida durante unos meses en el gobierno de Belaunde, pero fue retomada con ahínco y con gran fervor populista por el primer gobierno de Alan García cuando inventó el célebre y corrupto “dólar MUC”, más barato, para importar alimentos a precio reducido y beneficiar así el consumo popular. El resultado fue que se terminó despojando a los más pobres del Perú, a los campesinos andinos, de su mercado. La Sierra fue retirada en medida importante de la división nacional del trabajo, papel que empezó a recuperar en alguna medida a partir de los noventa cuando se abolió el dólar MUC y se impuso aranceles moderados a los alimentos importados. En efecto, como puede constatarse en el Gráfico Nº 2, el consumo per cápita de papa cayó abruptamente de 102 kilos por año en 1970 hasta 33 kilos en 1990, y recién volvió a subir a partir de los noventa, para llegar a 69 kilos por año en el 2002 luego de que se abrogara el populismo alimentario.

No fue el único caso. La producción de leche, principalmente andina, también comenzó a recuperar terreno y terminó sustituyendo buena parte de las importaciones de leche en polvo que se habían vuelto crecientes desde los setenta. Y lo propio ocurrió con el azúcar.

Pero acaso el efecto más importante de la abolición de los privilegios rentistas y de la implantación de una economía más libre, fue la ruptura del sistema estamental. Por primera vez los nuevos grupos económicos que surgieron a partir de los noventa procedieron en su mayor parte no de las clases plutocráticas tradicionales ni de familias de origen foráneo sino de las clases populares, de sectores rurales andinos en particular. La ética del trabajo de esos sectores pudo desplegarse y la barrera colonial se rompió. Y, además, aparecieron las primeras transnacionales peruanas. Como veremos más adelante, sin embargo, ciertos núcleos de privilegio rentista, como el trabajo sobreprotegido y los monopolios gremiales en la educación y la salud públicas, que eran la contraparte del proteccionismo económico, casi no pudieron ser afectados por las reformas, sino de manera parcial y muy recientemente. Es cierto que la estabilidad laboral absoluta, que beneficiaba a un escaso 11 por ciento de la PEA (sin contar el sector público) fue abolida, que se produjeron despidos indemnizados en el Estado, en las empresas privatizadas y en algunas empresas privadas, y se facilitó formas temporales de contratación, que generaron una sensación de “precarización” de la condiciones de empleo. Pero, al mismo tiempo, se incrementaron los beneficios laborales, tanto los costos no salariales como el costo del despido, lo que incentivó a las empresas a buscar maneras de evadir los contratos permanentes de trabajo e incluso a informalizar. El resultado fue la profundización de la fosa que excluía a las mayorías del acceso a los derechos laborales.

En la batalla ideológica, sin embargo, quedó la sensación de que las reformas habían sido anti-laborales, porque afectaron el poder político de las dirigencias sindicales y porque desapareció la estabilidad absoluta en el trabajo. Pero si lo fueron, ello no se debió a esto último sino, por el contrario, a que, como hemos dicho y constataremos más adelante, los costos de la formalidad laboral se acrecentaron en los noventa, de modo que la mayor parte de la PEA, que trabajaba en la informalidad y en la ausencia total de derechos, perdió toda esperanza de acceder a ellos. La reducción de estos costos recién comenzó en alguna medida el 28 de junio del 2008 con la publicación del decreto legislativo que establece regímenes laborales especiales para la pequeña y la micro empresa, una reforma todavía parcial. A su vez, los privilegios gremiales en la educación pública llegaron a su fin recién en julio del 2007, con la promulgación de la ley de carrera pública magisterial, que abolió la estabilidad laboral absoluta del maestro y afirmó el principio meritocrático.

De otro lado, la reforma de la Constitución de 1979, que consagraba regímenes de propiedad medievales en el campo, fue vital para que el capital regresara al agro e irrigara y civilizara áreas que habían involucionado a niveles de subsistencia y anomia absolutos. Con ello se dio paso a la silenciosa y extraordinaria revolución de las agroexportaciones y a la recuperación de más de la mitad de las grandes haciendas azucareras, que han revitalizado las economías regionales de la Costa e incorporado a cientos de miles de trabajadores al contrato formal y con derechos.

Otras reformas, como la titulación de la tierra y de los predios urbanos, fueron directamente redistributivas, al mismo tiempo que sirvieron de palanca para procesos de acumulación popular. La idea era, tal como la fraseó Hernando de Soto, convertir el capital muerto de los pobres en capital vivo, capaz de ser utilizado para conseguir crédito o socios en empresas (De Soto, 2000). Como veremos más adelante, a partir de 1996 se han titulado 3 millones 500 mil predios en el campo y la ciudad, ayudando no sólo a enganchar a una parte de los pequeños agricultores al tren de las agroexportaciones, sino a reanimar la inversión popular en vivienda y a desatar la espectacular revolución del microcrédito que se produjo a partir de fines de los noventa y que ha llevado a que más de un millón de microempresarios reciban crédito por primera vez, lo que, junto con otros efectos sistémicos de la reforma, contribuyó a reducir la desigualdad social y al surgimiento de una nueva clase media emergente en los distritos populares de Lima. Pero, fuera de eso, el costo legal de la formalidad y de las leyes, del acceso de los peruanos a la empresa, siguió siendo alto, pues

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