Lo Ultimo En Safaris
elizabethbejaran4 de Noviembre de 2014
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Lo último en safaris Nadine Gordimer1
1 Gordimer, Nadine (2007). En Contarcuentos. “Lo último en safaris”. México: Editorial Sexto Piso.
Encuentro con el texto
AQUELLA NOCHE MAMÁ fue a la tienda y no regresó. Jamás. ¿Qué pasó? Lo ignoro. También papá se fue un día y nunca regresó; pero él combatía en la guerra. También nosotros estábamos en guerra, pero éramos niños; éramos como nuestra abuela y el abuelo: no teníamos pistolas. La gente a quien mi padre combatía —los bandidos, como los llama nuestro gobierno— corría por todas partes y nosotros salíamos huyendo de ellos como pollos perseguidos por perros, sin saber a dónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque alguien había dicho que era posible conseguir un poco de aceite de cocina. Estábamos contentos, pues hacía tiempo que no probábamos el aceite; tal vez lo consiguió y alguien la tumbó en la oscuridad y le arrebató el aceite, o tal vez se topó con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. Dos veces vinieron a la aldea y salimos corriendo a escondernos en el monte, y cuando se marcharon regresamos, para encontrar que se lo habían llevado todo; pero la tercera vez que volvieron no hallaron qué llevarse: ni aceite, ni comida; así que quemaron la paja, y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró algunos trozos de latón que pusimos encima de una parte de la casa. Allí la estábamos esperando la noche en que no regresó.
Lee silenciosamente y luego en forma oral el cuento “Lo último en safaris” de la escritora surafricana Nadine Gordimer. Identifi ca las palabras cuyo signifi cado desconozcas.
La aventura africana continúa… ¡Usted puede! El safari, lo último en expediciones, conducido por quienes sí conocen el África
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Nos daba miedo salir, aun a nuestros oficios, pues los bandidos sí vinieron. No a la casa de no- sotros —sin techo debió parecer como si nadie estuviera en ella, vacía por completo— sino al resto de la aldea. Oíamos a la gente gritar y correr, pero nos daba miedo hasta emprender carrera, sin nuestra madre que nos indicara en qué dirección hacerlo. Yo soy la del medio, la niña, y mi hermanito se aferraba a mi estómago con sus brazos alrededor del cuello y las piernas alrededor de mi cintura, como un bebé mico a su madre. Durante toda la noche, mi hermano mayor tuvo en la mano un pedazo de madera roto, tomado de uno de los palos quemados de la casa. Era para salvarse si los bandidos lo encontraban. Nos quedamos allí todo el día, esperándola. No sé que día era: ya no había escuela ni iglesia en la aldea, de suerte que no se sabía si era domingo o lunes. Cuando se estaba poniendo el sol llegaron la abuela y el abuelo. Alguna persona de la aldea les había dicho que nosotros, los niños estábamos solos, que nuestra madre no había regresado. Pongo a la «abuela» antes del «abuelo» porque así es: ella es grande y fuerte, no vieja aún, y el abuelo es pequeño, uno no sabe dónde está, en sus pantalones demasiado grandes; sonríe pero no sabe lo que le estás diciendo, y su pelo parece como si se lo hubiera dejado lleno de espumas de jabón. La abuela nos llevó a mí, al bebé, a mi hermano mayor y al abuelo hasta su casa y todos teníamos miedo (menos el bebé, dormido a la espalda de la abuela) de encontrarnos con los bandidos en el camino. Esperamos mucho tiempo donde la abuela, tal vez un mes; teníamos hambre. Mamá jamás vino. Mientras esperábamos a que llegara por nosotros, la abuela no tenía comida que darnos, ni tampoco para el abuelo ni para sí misma. Una mujer con leche en sus pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque en casa él solía comer colada de avena, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres pero todos los demás de la aldea hacían lo mismo y no quedaba una sola hoja. El abuelo, caminando rezagado detrás de algunos hombres jóvenes, salió a buscar a nuestra madre, pero no la encontró. La abuela lloró con otras mujeres y yo canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida —unos frijoles— pero a los dos días estábamos otra vez sin nada. El abuelo fue dueño de tres ovejas y una vaca, además de una huerta, pero hacía tiempo que los bandidos se habían llevado las ovejas y la vaca, pues también ellos tenían hambre; y cuando llegó la época de la siembra, el abuelo no tenía semillas que sembrar. Así que determinaron —la abuela lo hizo; el abuelo hacía ruiditos y se mecía de lado a lado, pero ella no parecía notarlo— que nos marcharíamos. A nosotros, los niños, nos gustó. Queríamos irnos del lugar donde mamá no estaba y donde teníamos hambre. Queríamos ir a un sitio sin bandidos y con comida. Nos alegraba pensar que tenía que existir un lugar así; lejos. La abuela cambió con alguien su vestido dominguero por una secas mazorcas de maíz que hirvió y envolvió en un trapo, y al partir nos las llevamos. Ella creyó que íbamos a encontrar agua en los ríos, pero no llegamos a ninguno y nos dio tanta sed que tuvimos que regresar. No hasta la casa de los abuelos, sino hasta una aldea que tenía bomba de agua. Abrió la canasta donde llevaba algo de ropa junto a las mazorcas y vendió sus zapatos, a fin de comprar un recipiente grande de plástico para el agua. Yo le dije: Gogo, cómo vas a ir a la iglesia ahora que ni siquiera
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tienes zapatos, pero ella dijo que teníamos un viaje largo y demasiadas cosas que cargar. En aquella aldea conocimos a otra gente que también se iba y nos unimos a ella, pues parecían saber adónde ir mejor que nosotros. Para llegar allá teníamos que atravesar el parque Kruger. Habíamos oído hablar del parque Kruger. Algo así como un país sólo de animales —elefantes, leones, chacales, hienas, hipopótamos, cocodrilos; toda suerte de animales. Antes de la guerra, en nuestro propio país, teníamos algunos de esos mismos (el abuelo lo recuerda; nosotros, los niños, no habíamos nacido aún), pero los bandidos matan a los elefantes para vender sus colmillos y los bandidos y nuestros soldados se han comido todos los antílopes. Había en la aldea un hombre sin piernas, a quien un cocodrilo se las había arrancado en el río que teníamos; pero así y todo, nuestro país es un país de gente, no de animales. Habíamos oído hablar del parque Kruger porque algunos de nuestros hombres se iban de casa a trabajar en aquellos lugares adonde los blancos vienen a quedarse y a ver a los animales. Emprendimos entonces el camino una vez más. Había mujeres y otros niños como yo, que tenían que cargar a los pequeños sobre sus espaldas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guiaba hacia el parque Kruger. ¿Ya llegamos?, ¿ya llegamos?, vivía preguntándole a la abuela. Aún no, decía el hombre, cuando ella le preguntaba en mi nombre. Nos dijo que teníamos que caminar mucho para esquivar la cerca que, según nos explicaba, podía matarlo a uno, asándole la piel con sólo tocarla, como los alambres que hay allá arriba, en los postes de luz de nuestras aldeas. He visto el aviso de una cabeza sin ojos, ni piel, ni pelo sobre una caja de hierro, en el hospital de la misión que teníamos antes, antes de que lo dinamitaran. Cuando volvía a preguntar, me dijeron que habíamos estado caminando dentro del parque Kruger por más de una hora. Pero parecía igual a los matorrales que habíamos estado recorriendo todo el día, y no habíamos visto animales distintos a micos y aves, como los que viven cerca de nosotros en casa, además de una tortuga que, por supuesto, no se nos podía escapar. Mi hermano mayor y los demás muchachos se la trajeron al hombre para que pudiera matarla y la cocináramos para comérnosla. La soltó porque, según nos dijo, no se podía hacer fuego; mientras estuviéramos en el parque, no podríamos encenderlo, pues el humo nos delataría. Vendrían la policía y los guardias y nos harían regresar al lugar de donde veníamos. Dijo que era preciso movernos como animales entre los animales, lejos de las carreteras, lejos de los campamentos de los blancos. Y en aquel instante oí —estoy segura que fui la primera en hacerlo— unas ramas que se quebraban y, además, el ruido de algo que iba abriéndose campo entre la hierba, y estuve a punto de gritar, pues creí que era la policía, los guardias —la gente contra la que él nos estaba previniendo— que ya nos habrían encontrado. Pero era un elefante, y otro, seguido de más elefantes. Grandes parches negros se movían dondequiera que se mirara entre los árboles. Enroscaban sus trompas en torno a las hojas rojas de los árboles mopanes, que luego embutían en sus bocas; los cachorros se recostaban contra sus madres. Los que ya eran casi adultos luchaban los unos contra los otros, como hacía mi hermano mayor con su amigos —sólo que éstos en lugar de brazos
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usaban las trompas. Me interesé tanto que se me olvidó el miedo. El hombre dijo que bastaba con quedarnos quietos mientras pasaban los elefantes. Pasaron con mucha lentitud porque son demasiados grandes para necesitar huir de nadie. Los antílopes huían de nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los jabalíes se paraban en seco al oírnos y se desviaban, saliendo en zigzag, como lo hacía un muchacho de la aldea en la bicicleta que le trajo su padre de las minas. Seguíamos a los animales hasta sus bebederos. Cuando se habían marchado, nos acercábamos a sus pozos de agua. Siempre que tuvimos sed pudimos encontrar agua, pero los animales comían, comían todo el tiempo. Cuantas veces los veías estaban comiendo: hierbas, árboles, raíces. Y no había nada para nosotros. Las mazorcas se habían acabado y la única comida que nos quedaba era la misma que comían los mandriles: higos pequeños y secos, llenos
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