Los Contenidos De La Enseñanza Fernando Savater
Enviado por • 28 de Agosto de 2013 • 2.313 Palabras (10 Páginas) • 3.180 Visitas
LOS CONTENIDOS DE LA ENSEÑANZA
(SAVATER, FERNANDO (1997) El valor de educar,
Ariel, Barcelona, pp. 47 a 54)
1. ¿Enseñanza o Educación?
Esta contraposición educación versus instrucción resulta hoy ya notablemente obsoleta y muy engañosa. Nadie se atreverá a sostener seriamente que la autonomía cívica y ética de un ciudadano puede fraguarse en la ignorancia de todo aquello necesario para valerse por sí mismo profesionalmente; y la mejor preparación técnica, carente del básico desarrollo de las capacidades morales o de una mínima disposición de independencia política, nunca potenciará personas hechas y derechas sino simples robots asalariados. Pero sucede además que separar la educación de la instrucción no sólo resulta indeseable sino también imposible, porque no se puede educar sin instruir ni viceversa. ¿Cómo van a transmitirse valores morales o ciudadanos sin recurrir a informaciones históricas, sin dar cuenta de las leyes vigentes y del sistema de gobierno establecido, sin hablar de otras culturas y países, sin hacer reflexiones tan elementales como se quieran sobre la psicología y la fisiología humanas o sin emplear algunas nociones de información filosófica? ¿Y cómo puede instruirse a alguien en conocimientos científicos sin inculcarle respeto por valores tan humanos como la verdad, la exactitud o la curiosidad? ¿Puede alguien aprender las técnicas o las artes sin formarse a la vez en lo que la convivencia social supone y en lo que los hombres anhelan o temen?
2. Enseñar capacidades
Dejemos de lado por el momento la dicotomía falsa entre educación e instrucción. Puede haber otras intelectualmente más sugestivas, como -por ejemplo la que John Passmore establece entre capacidades abiertas y cerradas. La enseñanza nos adiestra en ciertas capacidades que podemos denominar «cerradas», algunas estrictamente funcionales -como andar, vestirse o lavarse- y otras más sofisticadas, como leer, escribir, realizar cálculos matemáticos o manejar un ordenador. Lo característico de estas habilidades sumamente útiles y en muchos casos imprescindibles para la vida diaria es que pueden llegar a dominarse por completo de modo perfecto. Habrá quien se dé más maña en llevarlas a cabo o sea más rápido en su ejecución, pero una vez que se ha aprendido su secreto, que se les ha cogido el truco, ya no se puede ir de modo significativo más allá. Cuando alguien llega a saber ponerlas en práctica, conoce cuanto hay que saber respecto ellas y no cabe más progreso o virtuosismo importante en su ejercicio posterior: una vez que se aprende a leer, contar o lavarse los dientes, se puede ya leer, contar o lavarse los dientes del todo.
Las capacidades «abiertas», en cambio, son de dominio gradual y en cierto modo infinito. Algunas son elementales y universales, como hablar o razonar, y otras sin duda optativas, como escribir poesía, pintar o componer música. En los comienzos de su aprendizaje, las capacidades abiertas se apoyan también sobre «trucos», como las cerradas, y ocasionalmente incluso parten de competencias cerradas (v. gr.: antes de escribir poesía, hay que saber leer y escribir). Pero su característica es que nunca pueden ser dominadas de forma perfecta, que su pleno dominio jamás se alcanza, que cada individuo desarrolla interminablemente su conocimiento de ellas sin que nunca pueda decirse que ya no puede ir de modo relevante más allá. Otra diferencia: el ejercicio repetido y rutinario de las capacidades cerradas las hace más fáciles, más seguras, disuelve o resuelve los problemas que al comienzo planteaban al neófito; en cambio, cuanto más se avanza en las capacidades abiertas más opciones divergentes se ofrecen y surgen problemas de mayor alcance. Una vez dominadas, las capacidades cerradas pierden interés en sí mismas aunque siguen conservando toda su validez instrumental; por el contrario, las capacidades abiertas se van haciendo más sugestivas aunque también más inciertas a medida que se progresa en su estudio. El éxito del aprendizaje de capacidades cerradas es ejercerlas olvidando que las sabemos; en las capacidades abiertas, implica ser cada vez más conscientes de lo que aún nos queda por saber.
3. La capacidad de aprender
Pues bien, sin duda la propia habilidad de aprender es una muy distinguida capacidad abierta, la más necesaria y humana quizá de todas ellas. Y cualquier plan de enseñanza bien diseñado ha de considerar prioritario este saber que nunca acaba y que posibilita todos los demás, cerrados o abiertos, sean los inmediatamente útiles a corto plazo o sean los buscadores de una excelencia que nunca se da por satisfecha. La capacidad de aprender está hecha de muchas preguntas y de algunas respuestas; de búsquedas personales y no de hallazgos institucionalmente decretados; de crítica y puesta en cuestión en lugar de obediencia satisfecha con lo comúnmente establecido. En una palabra, de actividad permanente del alumno y nunca de aceptación pasiva de los conocimientos ya deglutidos por el maestro que éste deposita en la cabeza obsecuente. De modo que, como ya tantas veces se ha dicho, lo importante es enseñar a aprender. Según el conocido dictamen de Jaime Balmes, el arte de enseñar a aprender consiste en formar fábricas y no almacenes. Por supuesto, dichas fábricas funcionarán en el vacío si no cuentan con provisiones almacenadas a partir de las cuales elaborar nuevos productos, pero son algo más que una perfecta colección de conocimientos ajenos. El cruel Ambrose Bierce, en su Diccionario del diablo, definió la erudición como «el polvo que cae de las estanterías en los cerebros vacíos». Es una boutade injusta porque cierta erudición es imprescindible para despertar y alimentar la capacidad cerebral, pero acierta como dicterio contra la tentación escolar de convertir la enseñanza en mera memorización de datos, autoridades y gestos rutinarios de reverencia intelectual ante lo respetado.
4. Educar la personalidad
Volvamos a la primariamente estéril contraposición entre educación e instrucción. Bien entendidas, la primera equivaldría al conjunto de las capacidades abiertas -entre las cuales la ética y el sentido crítico de cooperación social no son las menos distinguidas- y la segunda se centraría en las capacidades cerradas, básicas e imprescindibles pero no suficientes. Los espíritus poseídos por una lógica estrictamente utilitaria (que suele resultar la más inútil de todas) suelen suponer que hoy sólo la segunda cuenta para asegurarse una posición rentable en la sociedad, mientras que la primera corresponde a ociosas preocupaciones ideológicas, muy bonitas pero que no sirven para nada. Es rotundamente falso y precisamente ahora más falso que nunca, cuando la flexibilización de las actividades laborales y lo constantemente innovador de las técnicas exige una educación abierta tanto o más que una instrucción especializada para lograr un acomodo ventajoso en el mundo de la producción.
Coinciden en tal apreciación los principales expertos en pedagogía que venimos consultando. Según opinión de Juan Delval, «una persona capaz de pensar, de tomar decisiones, de buscar la información relevante que necesita, de relacionarse positivamente con los demás y cooperar con ellos, es mucho más polivalente y tiene más posibilidades de adaptación que el que sólo pose una formación específica». Y aún con mayor énfasis en la sociología actual remacha este punto de vista Juan Carlos Tedesco: «La capacidad de abstracción, la creatividad, la capacidad de pensar de forma sistémica y de comprender problemas complejos, la capacidad de asociarse, de negociar, de concertar y de emprender proyectos colectivos son capacidades que pueden ejercerse en la vida política, en la vida cultural y en la actividad en general. [... ] El cambio más importante que abren las nuevas demandas de la educación es que ella deberá incorporar en forma sistemática la tarea de formación de la personalidad. El desempeño productivo y el desempeño ciudadano requieren el desarrollo de una serie de capacidades... que no se forman ni espontáneamente, ni a través de la mera adquisición de informaciones o conocimientos. La escuela -o, para ser más prudentes, las formas institucionalizadas de educación- debe, en síntesis, formar no sólo el núcleo básico del desarrollo cognitivo, sino también el núcleo básico de la personalidad.» Ni siquiera el más estrecho utilitarismo autoriza hoy -ni probablemente autorizó nunca- a menospreciar la formación social e inquisitiva del carácter frente al aprendizaje de datos o procedimientos técnicos. Tendremos sin duda ocasión de volver en los capítulos sucesivos sobre estas cuestiones fundamentales.
5. Los fantasmas del currículo oculto
Educación, instrucción, numerosos conocimientos cerrados o abiertos, estrictamente funcionales o generosamente creativos: las asignaturas que la escuela actual han de transmitir se multiplican y subdividen hasta el punto mismo de lo abrumador. Y además se habla de un currículum oculto, es decir, de objetivos más o menos vergonzantes que subyacen a las prácticas educativas y que se transmiten sin hacerse explícitos por la propia estructura jerárquica de la institución. Hace más de seis décadas Bertrand Russell advirtió que «ha sido costumbre de la educación favorecer al Estado propio, a la propia religión, al sexo masculino y a los ricos». Y recientemente Michel Foucault ha mostrado los engranajes según los cuales todo saber y también su transmisión establecida mantienen una vinculación con el poder o, mejor, con los difundidos poderes varios que actúan normalizadora y disciplinarmente en el campo social. También habrá que volver más adelante sobre tales planteamientos.
6. La asignatura esencial del currículo
Pero para acabar este capítulo nos referiremos a la asignatura esencial de ese «currículum oculto», que ganaría haciéndose explícita y que desde luego no puede ser abolida siguiendo un criterio falsamente libertario sin desvirtuar el sentido mismo de toda la educación. Me refiero a la propuesta de modelos de autoestima a los educandos como resultado englobador de todo su aprendizaje.
Como la humanización es un proceso en el cual los participantes se dan unos a otros aquello que aún no tienen para recibirlo de los demás a su vez, el reconocimiento de lo humano por lo humano es un imperativo en la vía de maduración personal de cada uno de los individuos. El niño necesita ser reconocido en su cualidad irrepetible por los demás para aspirar a confirmarse a sí mismo sin angustia ni desequilibrio en el ejercicio intersubjetivo de la humanidad. Pero ese reconocimiento implica siempre una valoración, una apreciación en más o en menos, un modelo de excelencia que sirve de baremo para calibrar lo reconocido. El reconocimiento de lo humano por lo humano no es la simple constatación de un hecho sino la confrontación con un ideal. Entrar en cualquier comunidad exige internarse en una espesura de ponderaciones simbólicas: algunos sociólogos, destacadamente Pierre Bourdieu, han estudiado la compleja búsqueda de la distinción que preside el intercambio social y que orienta significativamente también las formas educativas. Una de las principales tareas de la enseñanza siempre ha sido por tanto promover modelos de excelencia y pautas de reconocimiento que sirvan de apoyo a la autoestima de los individuos.
Tales modelos pueden estar comúnmente basados en criterios detestables, como los apuntados por Russell (la riqueza, el sexo, la pertenencia a determinada nación o a cierta profesión de fe religiosa, la raza, la preeminencia en los círculos mundanos, la sintonía con las altas esferas del gobierno, la obediencia ciega o la rebelión sectaria, etc.), pero también pueden estarlo en otros dirigidos a reforzar la autonomía personal, el conocimiento veraz y la generosidad o el coraje. Lo único seguro es que si por una timorata dimisión de sus funciones la escuela renuncia a este designio -justificándose con autoengaños como la supuesta necesidad de «neutralidad» o el relativismo axiológico-, los niños y adolescentes negociarán su autoestima en otros mercados porque humanamente nadie puede pasarse sin ella. Como indica Jerome Bruner, «la escuela, en mayor grado de lo que solemos constatar, compite con miríadas de "antiescuelas" en la provisión de distinción, identidad y autoestima... está en competición con otras partes de la sociedad que ofrecen también tales valores, quizá con deplorables consecuencias para la sociedad». Los modelos brindados por los edificantemente nada edificantes medios audiovisuales, las bandas callejeras, las sectas integristas o los movimientos políticamente violentos y tantas otras ofertas ominosas sustituirán a la educación en un terreno que no puede abandonar sin negarse a sí misma. De la renuncia o fracaso de la escuela en este terreno provienen la mayoría de los trastomos juveniles que tanto alarman a las personas bienpensantes, es decir, a las que suelen alarmarse más y pensar menos. Y precisamente a menudo los clamores de esta alarma refuerzan los modelos pedagógicos más contraproducentes. En el capítulo sexto de este libro retomaremos la discusión del asunto
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