Porfirio Barba-jacob
erialexa6 de Mayo de 2012
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DESTINO DE BARBA JACOB
I
Hace apenas más de quince años de su muerte, y ya la vida y la obra de Porfirio Barba Jacob se han incorporado al fabulario nacional. La biografía del poeta no es asunto para investigadores o para eruditos, sino más bien para hagiógrafos, tal es la mezcla de reverencia, prolijidad y ligereza con que de él hablan quienes larga o episódicamente lo trataron. Como en los santorales ingenuos se da por sabida la cuestión esencial -la de la propia santidad del sujeto- y se consagra todo el esfuerzo a relatar aquellos menudos signos que, cotidianamente, daban indicio de ella, así de Barba se refieren paso a paso las más triviales circunstancias: el traje que vestía, el hotel en que paraba, la situación de sus finanzas personales, el café favorito, el talante del hombre en una noche de aguardiente... Y todas estas cosas se narran con sincero fervor porque en quienes las dicen está afirmada la certidumbre de que Barba Jacob era, siquiera potencialmente, el más importante de los poetas colombianos.
Parece, así, que Barba Jacob pudo llevar a feliz término uno de los más arduos sueños que
pueda alucinar a un hombre: el de alcanzar una trascendencia idéntica a sus intenciones, el de lograr proyectarse en el futuro de acuerdo, exactamente, con su propósito, con la imagen de sí mismo que el propio poeta forjara para su posteridad. Ni manoseada ni ensalzada en demasía, su figura habita entre nosotros con las mismas dimensiones que quiso conferirle y con los rasgos que su voluntad y su ambición le escogieron. A esto consagró todos los largos años humillados del exilio, y el trámite de la agonía lo encontró ya dispuesto, porque nada había que agregar a la imagen deseada, a esa imagen que se empezó a forjar tal vez entre el rústico deslumbramiento de los viajes de la adolescencia y que estaba íntegra en plena juventud, apenas hechas las primeras salidas y escritos los primeros poemas. En una edad en la que aún la existencia está dócil y blanda para el proyecto, para la apertura, para la escogencia, ya Porfirio se había escogido de acuerdo con una limitadora decisión y, en cierta forma, su vida estaba íntegra y conclusa en virtud de esta determinación -arrogante pero tremendamente constrictiva-. Lo que después vino -después de esta elección de los veinticinco, los treinta años- no fue sino prudencia... Escrito su libro, configurada su leyenda no hizo más que sobrevivirse; sólo le quedaba aguardar a que la muerte le diera al fin plena razón al legitimar con un sello definitivo las palabras, las acciones y los gestos proferidos alguna vez y que, por propia decisión, habían de ser los únicos sig-nificativos de su existencia, al menos para los otros. Cuando Barba Jacob publica en Guatemala Rosas negras, posiblemente ya se ha-bía forjado esta voluntad de destino; y hay escritos suyos en prosa, como el prólogo de Antorchas contra el viento, que tienen una cu-riosa tonalidad póstuma, un inconfundible aroma testamentario.
Evidentemente, fabricarse así unas postrimerías según el propio arbitrio es algo que se parece mucho a una victoria. Por esto, y también porque Barba legó una obra poética calurosa e intrigante, que conserva una singular vigencia en medio del general desamor con que se mira hoy a la poesía colombiana, es por lo que vale la pena preguntarse de qué estaba hecha esa silueta que el poeta adoptó y recreó para sí, por qué motivos quiso apropiársela y cuáles son las razones para que siga imperturbable e ilesa ahora que tan lejano está el hombre a quien se le ocurrió suscitarla.
II
En Hispanoamérica no ha habido movimientos literarios originales, y las varias escuelas que se han turnado en el favor de nuestros escritores son de claro origen europeo, las más veces francés o español. Esta perogrullada no es tan desconsoladora como a primera vista parece, si se recuerda que la obra personal de un escritor de significación es siempre, en cierta manera, superior a su instrumental ideológico y retórico; la falta de originalidad -en un plano universal- del modernismo, su patente filiación francesa, en nada afectan la valía esencial de la obra de Darío, como tampoco en nada vulnera el antecedente surrealista la dimensión de libros como Trilce o Residencia en la Tierra. Estos tópicos vienen a cuenta para intentar comprender de qué materiales se fabricó la vocación poética de Barba Jacob. A finales del pasado y comienzos de este siglo, estaba de moda en estas naciones un personaje curioso: el poeta maldito. Creación popular, en cuanto era la versión callejera del poeta en los últimos momentos del bajo romanticismo; ficción cultista, en cuanto sus máximas figuras luchaban contra el aplebeyamiento romántico de la poesía, esta criatura ideal emigró a América y echó aquí raíces de insospechada profundidad. Eran Poe, Baudelaire y Verlaine quienes más se acercaban al arquetipo del poeta maldito (Rimbaud y Lautréamont tuvieron una escasa audiencia en la lírica española), y Barba halló ya en Colombia a Silva, cuya vida y cuya leyenda merecían entrar honrosamente en los anales sombríos de la singular fraternidad. Cuando Rubén Darío publica (1905) Los raros, el libro había de convertirse en un nuevo evangelio de exotismo, de originalidad y de desdicha, signos éstos que eran entonces los que anunciaban la presencia de una personalidad poética. A la estampa de Verlaine -alcohol, cárcel, hospitales, inopia- el modernismo aportó otras características, tomadas éstas de los simbolistas y parnasianos: aristocratismo, esoterismo, refinamiento verbal, erudición temática, y de esta conjunción de influencia extrajo Barba Jacob los datos decisivos en su poética personal.
De unas circunstancias concretas en la perspectiva histórica de su época y de su país, de una determinada situación en la sociología literaria de su juventud precede la escogencia que hizo tempranamente Barba Jacob. Resolvió ser un poeta maldito, una criatura de excepción -en los dones y en la miseria- y vivir una vida de insurgencia y de desprecio frente a una sociedad que consideraba -acertadamente- muy por debajo de su valía propia. Consecuente con su rumbo, nunca le abandonó la satisfacción por su propia originalidad, por la distinción no sólo de sus versos sino de su propio vivir: Y una prez en mi alma colérica -que al torvo sino desafía: -el orgullo de ser, Oh América, -el Ashaverus de tu poesía... Por lo demás, no fue él, en modo alguno, el único en sentirse fascinado por esa oscura vocación: en toda América hubo una menesterosa colección de vates, cuyo infortunio en la literatura no nos permite adivinar hasta qué honduras penetraron en su nocturna experiencia. Pero tanto ellos -los anónimos, los olvidados, los insignificantes- como el propio Barba Jacob no supieron discernir uno de los riesgos peores de su aventura; lo fácil que es confundir, en la vida real, la rebelión con la sumisión. La bohemia, no sólo en sus acepciones de penuria económica, de deliberados excesos, sino en la que tal vez es más grave de improvisación y facilidades en el terreno literario, no es, de por sí, una expresión de protesta sino de conformidad. Tienen que ser inmensos el coraje y la lucidez para asumir en el propio ser toda la podre, las lacras, las caries de una sociedad y proclamar esa condición deteriorada y disminuida como una negativa ejemplar contra las gentes y las instituciones que le han dado lugar. Tal voluntad de testimonio, de martirio, no es frecuente; al contrario, lo que suele suceder es que la protesta original se invierte al tornarse en pasividad.
Los días van usando el impulso rebelde, y el hombre que intentara semejante empresa se transformaría en un mero objeto, dócil y sufriente, de las potestades que trató de combatir. Al mismo tiempo, su libertad se enajena en la pura negación. Quien inicialmente se había situado en una actividad contra la sociedad concluye por quedar tan sólo al margen de ésta, sin un ámbito efectivo dónde ejercer su inconformidad y convertido, en cambio, en juguete de una organización contra cuyo repertorio ideológico y consuetudinario nada tiene que oponer, fuera de una negatividad abstracta y, consecuentemente, infecunda. Si la condición proletaria consiste en que el obrero no tiene más papel que el de ins-trumento en un engranaje económico cuya finalidad le es ajena, así el poeta maldito efectúa una especie de proletarización psicológica, situándose en un plano de inacción, reduciéndose a la categoría de víctima. Sólo que en esta precaria postura lo sitúa su propio arbitrio, y no un conjunto de presiones objetivas imposibles de superar individualmente.
Apenas en la medida en que toda existencia es única e irrepetible se pueden considerar como originales el rumbo que Barba Jacob le trazó a su vida y la filosofía que estaba implícita tras esta decisión. Un individualismo fatigado, una psicología puntillista y nimia y un pesimismo simplista -estilo Campoamor- formaban la carga tradicional y retardataria de su personalidad que había de injertarse en la multiforme renovación modernista; pero en él -como en tantos otros de sus contemporáneos- pesó más esta herencia que la fundamental avidez vital del modernismo americano. Romántico tardío, verdadero decadente, su pauta existencial era ya anacrónica a comienzos del siglo veinte. Más discutible es si, como puede pensarse, el patrón europeizante que adoptó no se justificaba en estos países y en esa época y, particularmente, si los datos que integraban su circunstancia personal exigían en verdad aferrarse a un diseño lleno de grandeza potencial pero también de evidentes limitaciones.
III
Barba Jacob
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